Veintidós años después de que Bagdad fuera el anfitrión, la Liga Árabe ha vuelto a la capital iraquí para celebrar su 23ª Cumbre. Al margen de que en clave nacional ese simple hecho sea un éxito diplomático de su primer ministro, Nuri al Maliki, la trascendencia de esta reunión viene siendo políticamente similar a la de una reunión de la Federación Española de Petanca. Confiando en que los responsables de ese deporte, que ocasionalmente he practicado, no vean esto como un menosprecio, lo que quiero señalar es que la historia de esa organización está llena de actos, reuniones, declaraciones y compromisos irrelevantes y nada indica que ahora vaya a ser algo distinto.
Más allá de las tradicionales apelaciones a la unidad árabe, lo que distingue a sus 22 miembros es precisamente su fragmentación y sus malas relaciones. Bajo el liderazgo de Egipto, la Liga se ha caracterizado desde su creación en 1945 por su inacción tanto en el terreno económico (que los siete Estados fundadores plantearon ya desde el inicio como una de sus áreas de responsabilidad) como en el político (basta, como ejemplo, con recordar su inoperancia en defensa de la causa palestina). A nadie se le puede escapar tampoco que, aunque en diferentes grados, ninguno de sus miembros es un régimen democrático y que ninguno de ellos ha apostado por la Liga como un actor relevante para atender a las necesidades y expectativas de los más de 300 millones de árabes.
Quizás precisamente esa acusada falta de legitimidad es lo que está llevando en este último año a la Liga a sobreactuar, pretendiendo hacerse pasar por un actor sensible a las demandas de la población, que se ha movilizado precisamente contra sus gobernantes por entender que han explotado las riquezas nacionales a sus espaldas. Conviene recordar que hoy únicamente han caído cuatro dictadores árabes, lo que significa que quedan otros 18 que (siempre matizando las diferencias que pueda haber entre unos y otros) no se distinguen precisamente por su vocación democrática y su pleno respeto de los derechos humanos.
Seguramente es por eso por lo que no deja de ser chocante ver a regímenes como el de Arabia Saudí pidiendo que se arme a los opositores sirios y demandando la retirada de Bachar El Asad.
Lo que no sorprende, por el contrario, es que el dictador sirio acepte (con comentarios que no se han dado a conocer todavía) el plan de paz de seis puntos que le ha presentado Kofi Annan, en nombre de la ONU y la propia Liga Árabe. Aceptar no significa cumplir- y por eso se siente libre para seguir matando a quienes se oponen a sus planes. Y, además, ese gesto encaja en su estrategia de aguantar hasta el 7 de mayo, día señalado para la celebración de las primeras elecciones multipartidistas desde 1963. Considera que ese aparente perfil negociador y reformista apaciguara a sus críticos y aliviará a sus principales defensores (léase Moscú).
Aprovechando que la oposición ha vuelto a fracasar en su intento de presentar un frente unido, y amparado en su superioridad militar (que le permite recuperar localidades que parecían ya en manos del Ejército Libre de Siria) y en la inapetencia internacional para intervenir militarmente en el país, cuenta con que el tiempo termine por agotar tanto a sus opositores internos como externos. Incluso, ahora mismo, no le viene nada mal que las huestes de Al Qaeda se hagan visibles en respuesta a la petición de su máximo líder, Ayman el Zawahiri, de combatir al régimen alauí.
Siria es hoy un corral muy revuelto en el que actores muy diversos tratan de dirimir sus diferencias. En esas circunstancias, la Liga Árabe no puede lograr la adopción de una postura común, lo que la condena a seguir siendo tan irrelevante como siempre. Quizás jugando a la petanca tengan más futuro.