Aunque solo puntualmente ocupe los titulares de prensa, la violencia diaria es un rasgo estructural que viene acompañando a Irak desde hace años. Y nada apunta a que vaya a desaparecer a corto plazo. Por el contrario, las cifras de incidentes violentos que aporta el Washington Institut for Near East Policy muestran un imparable crecimiento. Así, si en el primer trimestre de 2011 el promedio mensual era de 358 incidentes, en el mismo periodo de 2012 ya eran 539, para pasar a 804 en los tres primeros meses de este año. Según la ONU, tan solo en el pasado mes de abril han muerto
violentamente 712 personas, el nivel más alto de los últimos cinco años, y mayo parece confirmar la tendencia (con no menos de 200 muertes violentas en la última semana). La sombra de una nueva guerra civil se va haciendo cada vez más alargada, hasta situarnos en un escenario que recuerda al trágico periodo 2006-07, cuando el país estalló brutalmente sin que las fuerzas internacionales
parecieran en condiciones de evitarlo.
A pesar del tiempo transcurrido desde la invasión estadounidense de marzo de 2003, en un contexto como el iraquí siguen estando muy activos los agravios, la codicia y los asuntos pendientes entre actores muy diversos, lo que facilita su instrumentalización cuando se pretende justificar la apuesta por la fuerza armada. Hoy no hay ya tropas internacionales sobre el terreno- tras la retirada estadounidense de diciembre de 2011-, por lo que no cabe argumentar que se trata de una lucha en clave nacionalista contra el invasor. Tampoco puede decirse que sean los chiíes los objetivos prioritarios a batir, en la medida en que también se busca la eliminación de suníes- como puso
de manifiesto el doble ataque contra la mezquita Saraya (en Baquba, capital de Diyala)- y de kurdos (intentando cercenar sus ansias independentistas). Incluso los agentes de policía y de fuerzas de seguridad son objetivo explícito de los violentos, en actos que se producen prácticamente en todos los rincones del país, sin que nadie los reivindique abiertamente.
La búsqueda de responsables de esta creciente oleada de violencia nos lleva, en clave externa, a Siria y a Irán. En el primer caso, la minoría suní de Irak tiende a alinearse con la mayoría suní de Siria que pugna por derribar al régimen alauí (chií) de Bachar el Asad y, por tanto, no es de extrañar que se implique en el esfuerzo bélico que allí se está desarrollando y, en consecuencia, que Irak se vea también convertido en campo de batalla. Irán, por su parte, no ceja en su intento por verse reconocido como el líder regional de Oriente Medio y, desde esa perspectiva, procura asegurar las opciones chiíes en Bagdad, al tiempo que juega a un delicado equilibrio repartiendo sus apoyos entre los diferentes grupos chiíes para no quedarse en desventaja si finalmente Nuri al Maliki desapareciera de la escena política. Una señal de la pérdida de peso de Washington en Irak es el hecho de que John Kerry no haya conseguido que al Maliki niegue el espacio aéreo a Irán en su esfuerzo por apoyar al régimen sirio.
En todo caso, los principales factores determinantes de este alto nivel de violencia son de carácter interno. Y entre ellos el que más destaca es, precisamente, la rebelión cada vez más abierta contra los dictados de un primer ministro, Al Maliki, irrefrenablemente autoritario, hasta el punto de haber activado simultáneamente a suníes y a kurdos en su contra. Lo que en principio (diciembre de 2012) fueron manifestaciones pacíficas contra sus decretos y medidas discriminatorias, combinadas con la aplicación del eternamente válido principio de “divide y vencerás”, aprovechando las fisuras entre kurdos y suníes, ha pasado a ser ya una opción violenta para frenar sus derivas dominantes.
No solamente grupos como El Estado Islámico de Mesopotamia (franquicia local de Al Qaeda, que parece decidida a sumar fuerzas con el sirio Frente Al Nusra), sino también otros como el Movimiento Naqshbandi (suní, neobaazista) y un naciente Ejército Libre de Irak (en la provincia de Anbar) han entendido que la fuerza es el único medio para evitar la irrelevancia a la que Al Maliki quiere condenar a quienes no pertenezcan a su bando. Mirando ya a las elecciones de 2014, el actual primer ministro trata de ese modo de despejar el camino para eternizarse en el poder, evitando que la
mayoría suní pueda recuperar el poder del que ha disfrutado desde la creación del Estado y que los kurdos puedan gestionar directamente las riquezas en hidrocarburos fósiles que atesora la región norte del país.