A mi generación canaria le
resultan inolvidables algunas figuras, aparte de aquellas que se quedan en la
memoria por la historia personal de los afectos. Y aquellos personajes
inolvidables que no son ni nuestros parientes ni nuestros amigos de colegio se
quedan en la memoria no siempre por las mismas razones. Unos se quedan porque
los trataste mucho y los añoras, son seres con los que te gustaría seguir
hablando, están presentes en tu conversación contigo mismo y son en ese sentido
imprescindibles para que tú mismo sigas hablando, sintiendo, refiriéndote a la
vida como una continuidad que no se detiene jamás. Y no se detiene jamás
gracias a la concatenación de la memoria. Los otros existen, tú sigues
existiendo; y cuando tú ya no existan, otros recordarán que una vez tú
exististe. Y así, sucesivamente, es la vida. Y otros están en la historia, son
figuras que ayudaron decisivamente a hacer tu tiempo como es ahora en el
recuerdo.
Después de pésima noticia
del adiós al artista Raúl de la Rosa, noble habitante civil del universo mejor
de la isla, ahora se han muerto en Tenerife, sucesivamente, como suelen ocurrir
las despedidas, dos personas que conforman esas características que acabo de
describir. Dos contemporáneos, dos hermanos mayores de nuestro tiempo. Patricia
Olivera y Antonio Cubillo. Con el primero tuve una relación muy directa, muy
afectiva, durante muchos años, y conservo de él hermosas memorias muy gráficas
de su manera de ser, un gentleman exactamente británico que decía el inglés,
que dominaba perfectamente por su origen directamente británico, con acento de
La Laguna. A Cubillo apenas lo conocí personalmente; pero fue en los tiempos
del final del franquismo, y antes, un mito de nuestro tiempo. Como recordaba
Carmelo Rivero en su necrológica de El País, fue un guerrero de las ondas, por
la independencia de Canarias, cuando esa lucha la libraba él desde Argel y
nosotros escuchábamos, expectantes, lo que nos tuviera que decir cada noche a
través de las entrecortadas ondas de su emisora argelina.
De Patricio recuerdo dos
imágenes; en una él está, inmenso, guapísimo, muy joven aún, en Bath, la ciudad
inglesa; está por allí, paseando por el territorio de su madre y se ha acercado
a ver la ciudad de los baños romanos. Nosotros estamos dentro de un bar,
absortos en alguna conversación. Y, de pronto, en el inmenso ventanal que da a
la calle, alguien se acerca, pone las manos grandes sobre la cristalera, ordena
sus ojos para mirar adentro y nos descubre. Y nosotros lo descubrimos, claro.
Era Patricio Olivera Kroker. Luego nos llevó a pub (el decía pub, en la
pronunciación española: siempre disimulaba su extraordinario inglés, siempre
disimuló lo mucho que sabía) que tenía el nombre de Willie Fog, y de nuevo aquí
se impidió a sí mismo decirlo en inglés, así que tradujo el nombre del famoso
viajero. La otra imagen ocurre en el Monte de las Mercedes. Estamos allí muchos
de sus amigos, y sobre todo están sus parientes, tan bienhumoradas sus hijas,
tan cálida su mujer, tan elegantes todos; en un momento determinado toca el
tiempo de los regalos, y a Patricio le han regalado un hermoso traje de color
beis, hecho a la medida, seguro, de sus extremidades larguísimas y de su cuerpo
que aún conservaba la verticalidad insumisa de un hombre elegante. Como no era
cuestión de seguir ignorando hasta que llegara a casa que si le servía el
regalo para ese cuerpo, Patricio se desnudó entre los árboles, se enfundó la
vestimenta, y así siguió, vestido de estreno, hasta que acabó la juerga. Me
llenan de nostalgia esas imágenes que representan una mínima parte del viaje de
este hombre generoso, cordial y cálido por esta tierra. Cuando viajó a la India
con su amigo Cristino de Vera volvió con anécdotas muy suculentas del trayecto
en que estos dos compinches geniales compartieron las dos maneras tan
peculiares de ser. Como decía Cristino entonces, ahí descubrió el pintor la
naturaleza hindú, ensimismada, de su amigo anglolagunero, y ahí descubrió
Patricio hasta qué punto el místico de Santa Cruz, Cristino, es también un ser
de carne y hueso que en un momento de los viajes se comporta como todo el
mundo: queriendo cariño. Y los dos se pasaron ese viaje, y la vida, dándose
cariño. Fue un gran lector Patricio Olivera. Como otros lectores que son grandes,
no presumía de lo leído. No presumía de nada, en realidad; era un hombre culto,
cultivado y natural, un gentleman. Lo he recordado mucho siempre y últimamente
lo recordaba en su bruma, la memoria yéndoselo por los vericuetos del tiempo.
Conocí a algunos hombres buenos y sabios, y entre ellos está Patricia Olivera.
Inolvidable.
Con Cubillo, ya digo, tuve un contacto muy menor, casi tan solo el del
oyente que cada noche seguía sus emisiones independentistas. Como todo el mundo
entre nosotros, asistí con horror al intento de asesinato que, según todos los
indicios, perpetraron unos desalmados del servicio secreto español. Conocimos
todos que antes de su trabajo político en Argel, con el que quiso articular una
posición independentista para Canarias, fue en Tenerife un pionero de la acción
de protesta contra el poder económico y político (que entonces también estaban
unidos). Sus amigos o conocidos de entonces (José Badía, Alfonso García-Ramos,
Antonio Cos) hablaban de sus anécdotas, no todas políticas o relacionadas con
la lucha laboralista, y nosotros escuchábamos cómo se iba consolidando, a
nuestros ojos, la dimensión de un mito. La vida en Canarias luego se normalizó
democráticamente, Cubillo siguió manteniendo sus posiciones, las expuso en la
prensa, y su presencia en los medios se hizo cotidiana, un ciudadano diciendo
lo que pensaba en la plaza de su pueblo, sin otra atadura que la que él mismo
se quisiera poner. El documental que ha hecho su sobrino, que aún no he visto,
es señalado ahora como una cumplida visita a la historia de este hombre que
acaba de morir y al que desde esta columna dedico el homenaje que se debe a un
hombre empeñado en luchar, cuando menos se lo esperaba, y a seguir luchando,
cuando ya era libre y estaba aquí, por ideales que merecen el respeto y por
tanto también la respetuosa discrepancia.