Esta entrada ha sido escrita por Laura Villadiego y Nazaret Castro, fundadoras del blog Carro de Combate, un proyecto de lucha contra el trabajo esclavo que está investigando el sector del azúcar. El resultado será el libro Amarga Dulzura, que saldrá a la luz el próximo 1 de mayo, y que se puede conseguir haciéndose mecenas del proyecto por 5 euros.
Plantación de azúcar en Sudáfrica. © WWF-Canon / WWF Intl./Rachel Wiseman.
El azúcar ha estado ligado durante siglos a esclavitud y explotación. Durante la época colonial, millones de esclavos africanos fueron desplazados a los campos americanos para cultivar principalmente caña de azúcar. Hoy en día su producción sigue relacionada con duras condiciones de trabajo, expropiaciones forzosas y degradación del medio ambiente.
El mercado internacional del azúcar movió 24.000 millones de dólares en 2012, el 80 % desde países en desarrollo, según datos de FAO. El azúcar es, por tanto, un mercado que genera beneficios elevados y que podría ser un vector importante de desarrollo, ya que buena parte de la producción de caña, principal materia prima de la industria, se concentra en países pobres. La demanda de azúcar es además inelástica, es decir, se mantiene estable a pesar de la fluctuación de los precios, lo que debería hacer de éste un mercado muy seguro.
Pero el azúcar se rige en realidad por un mercado distorsionado. Como herencia del régimen colonial, unos pocos actores siguen controlando la mayor parte del pastel. Las grandes empresas se concentran en países como Alemania, Francia, Reino Unido o Estados Unidos, cuyos gobiernos han protegido durante décadas las producciones locales y han limitado la importación.
La liberalización del sector que la Unión Europea inició en 2006 debía haber sido un primer paso para cambiar las cosas. Europa fue acusada durante muchos años de hundir el precio internacional del azúcar, por la sobreproducción de remolacha en su mercado protegido, y de perjudicar así a los países en desarrollo.
El mercado ha cambiado mucho desde entonces, pero no ha beneficiado a los más débiles. Brasil y Tailandia han sido los países más favorecidos y se han convertido en los principales exportadores mundiales. Curiosamente sus industrias han sido impulsadas y son mantenidas desde sus respectivos gobiernos, aprovechándose del mismo juego sucio que hunde a sus vecinos más pobres. En ambos países, los trabajadores siguen, además, cortando la caña manualmente por apenas unos dólares diarios y muchos han perdido sus tierras por los contratos abusivos con las fábricas que, en el caso de Tailandia, les permiten quedarse con las parcelas si el propietario no genera la caña de azúcar acordada.
En este rentable negocio, las plantaciones de caña avanzan con rapidez, impulsadas no sólo por el desarrollo de la industria del azúcar sino también del bioetanol. Según la organización ecologista WWF, la caña de azúcar es probablemente el cultivo que ha supuesto una mayor pérdida de biodiversidad en el mundo, debido a las inmensas plantaciones que en algunos países suponen más del 50 % del total de la superficie arable.
Los países menos desarrollados sobreviven gracias a que el mercado no ha sido completamente liberalizado en Europa y que aún tienen un acuerdo preferencial con Bruselas para exportar. Sin embargo, este acuerdo probablemente terminará en 2020 (aún se está debatiendo la fecha), cuando el mercado termine de abrirse. Cuando llegue ese momento, según un estudio de LMC International y Overseas Development Institute, cinco serán los países que se verán obligados a abandonar el cultivo de caña: Barbados, Belice, Fiji, Guyana y Jamaica. Otros siete, Laos, Malawi, Mauricio, Mozambique, Swazilandia, Zambia y Zimbabwe, podrían sobrevivir, pero con una reducción sustancial de sus ingresos. En números más concretos, el estudio asegura que la liberalización del mercado del azúcar europeo supondrá devolver directamente a la pobreza a unas 200.000 personas que dependen de esta industria. Otros seis millones podrían verse en la misma situación si los precios internacionales del azúcar bajan demasiado, algo que el acuerdo preferencial evitaría.
La relación entre caña de azúcar y pobreza parece perpetuarse. No es, sin embargo, inevitable. La propia industria ha reconocido el problema social y ecológico del sector y ha puesto en marcha el proyecto Bonsucro, una especie de etiqueta de comercio justo que, sin embargo, avanza lentamente. Otros proyectos similares han demostrado la capacidad del cultivo de ser sostenible y beneficioso para la comunidad. Pero el azúcar tiene pocas posibilidades de convertirse en un vector real de desarrollo si no terminan las prácticas abusivas de ciertos países. Mientras sean unos pocos los que impongan las reglas, la cadena productiva del azúcar nunca será dulce y seguirá manchada de sudor y sangre.
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