Texto de nuestro colaborador Juan de Sola sobre el trabajo de la organización Comunicación para el Desarrollo en Guinea Ecuatorial.
Ocurría con carácter diario. Cada mañana, el pequeño de la familia esperaba, con cierta inquietud, la llegada de su hermana mayor. Desde primera hora, la pizarra ya quedaba colocada en posición vertical. Se encontraba apoyada en una de las paredes, bañadas con cal blanca, del modesto patio. Aquella casa era en una de las pocas, ubicadas en el barrio de Covadonga de la ciudad de Bata (Guinea Ecuatorial), construidas a base de ladrillos y un poco de cemento.
En un ambiente relajado pasaban los minutos previos. Entretenido, más bien atrapado, con un viejo juguete permanecía con todo dispuesto para llevar a cabo una nueva lección de letras y números. En una caja metálica, vestida de óxido por el paso del tiempo, guardaba una gran variedad de cachivaches usados por otros niños; la segunda, o incluso tercera mano, forma parte de una tierna cultura del préstamo entre madres. Y, bajo este principio, no parece posible tener almacenados decenas juguetes, en evidente buen estado, en un recóndito trastero. “La cadena de usuarios debe continuar hasta que quede inservible”.
Un balón pelado, un triciclo con las ruedas gastadas o un camión con el chasis azul, decolorado por el uso, sobresalían de la voluminosa caja metálica. Demostrando así la larga longevidad que un juguete puede tener con una mínima voluntad y mentalidad de aplicar el abecedario del reciclaje.
Bien sea por necesidad o costumbre colectiva, el sistema funciona a la perfección…
La diferencia de edad era innegable entre ambos. El salto generacional marcaba casi diez años de distancia entre hermanos: Lila y Unai. Ese día - un legañoso miércoles de junio - ella llegaba muy disgustada del colegio. Una mala nota en francés había reventado las expectativas de finalizar el curso con todo ‘limpio’. Retomar, de nuevo, la materia no entraba en los cálculos para el verano. Pero, “no me queda otra que volver a estudiar toda la materia”, se lamentaba mientras acariciaba la menuda cabeza de su hermano.
Alrededor de las once, empezaba con un repaso general sobre lo aprendido en el día anterior. Posteriormente, cogía una tiza gastada y escribía, con tanto espero que llamaba la atención de todos los allí presentes. A base de paciencia e insistir – como si se tratase de una experta profesora – mostraba y repetía en alto la conjunción de letras y el resultado de sumar dos y hasta tres números.
Nadie osaba interrumpir durante los cuarenta minutos que solía durar aquella improvisada pasantía diaria. El respeto era máximo. Mientras los amigos iban llegando de forma escalonada. Guardaban silencio hasta que todo hubiese terminado para comenzar a jugar.
Y otra jornada más, la generosidad, por una parte, y el deseo de saber, por otra, quedaban plasmados en un encerado convertido en un fastuoso cómplice de la educación para el desarrollo en el África Central.
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