Por Daniel Burgui Iguzkiza, responsable de comunicación de Acción Contra el Hambre en Filipinas. Todas las fotos son del autor. Esta es la primera de una nueva serie de entradas sobre Filipinas con las que @3500M analiza el escenario del desastre una vez que las cámaras y los periodistas lo han abandonado.
Arnold Otasin, de 60 años, posaba el jueves 21 de noviembre de 2013 con los viejos instrumentos que ha logrado recuperar.
Hasta hace unos días, Alfred S. Romualdez, el alcalde de Tacloban, no podía entrar a su despacho sin sortear la barricada de exhaustos periodistas que dormían en el umbral de su puerta, desperdigados por el suelo de los pasillos de la casa consistorial. Entre cartones y sacos de dormir.
La prensa internacional enviaba esos primeros días crónicas sobre la destrucción y desesperación de los habitantes de esta ciudad y alarmaba sobre los asaltos y los saqueos. Todo al mismo tiempo que esos reporteros y todos los que estábamos aquí alojados chupábamos hasta el último vatio de energía que se podía conseguir en este edificio, el único lugar de la ciudad con electricidad, lo mismo con el agua o todo lo que este ayuntamiento podía ofrecer. A pesar de que parte del edificio estaba inundado y dañado. Algunos reporteros asaltaban discretamente los destartalados despachos en busca de material de oficina o cualquier cosa que se pudiese encontrar por aquí. Era, a nuestra manera, un elegante saqueo. La ONU advirtió en su último informe a todas las organizaciones que vengan aquí ayudar que sean lo más autosuficientes posibles. La escasez de agua y alimentos fue un asunto que afectó también a los cooperantes de lleno.
Alfred S. Romualdez ha recuperado su despacho y la mayoría de los periodistas se han marchado ya. El espacio que ocupaban antes los reporteros en el ayuntamiento ha sido remplazado ahora por toneladas de sacos de arroz que llegan hasta el techo, se han multiplicado las organizaciones internacionales que merodean este edificio y hay tránsito constante de camiones para distribuir comida. Algo que hace unos días era impensable: el gobierno local distribuía sacos de arroz en algunos vehículos militares pero sobre todo en triciclos a pedales o sidecars.
Pero que los reporteros abandonen la ciudad significa también que las noticias sobre esta catástrofe van empequeñeciendo cada día en los periódicos, al mismo ritmo que la tragedia se va agigantando en la medida que algunas organizaciones internacionales salimos para hacer evaluaciones fuera de la ciudad: un vasto páramo de destrucción. Algunos barrios de las afueras siguen sin recibir absolutamente nada y siguen encontrando vecinos bajos los escombros.
Las calles principales de Taclobán, cada vez más limpias.
Pero al menos, el pulso diario en el centro de Taclobán va retomando sus constantes vitales. Cuando llegamos aquí tan solo una carretera era transitable y recorrer aquellos 11 kilómetros que separaban el aeropuerto del centro se eternizaban casi una hora. Ahora los chóferes de Acción contra el Hambre conducen despistados por Taclobán, cada día más calles son desescombradas y abiertas. Nuevos cruces en los que dudar si girar a la derecha o la izquierda donde antes solo había toneladas de amasijos.
Hoy en la rueda de prensa que cada día ofrece la alcaldía, además de seguir cantando como un pregonero la incesante cifra de muertos y desaparecidos –se siguen recuperando unos cien cadáveres diarios–, el portavoz ha querido hacer hincapié en estos síntomas de normalidad: primeros puestos de frutas, primeras comunicaciones y transportes. Y algo sorprendente: se acaba de reabrir el primer cajero automático y el primer restaurante de la ciudad. A pesar de que no hay luz, tampoco agua y que esta primera cantina deberá cerrar antes de la ocho de la noche para respetar el toque de queda con el que Ejército todavía echa el cerrojo a las calles.
Pero si algo sorprende es el sonido.
Tacloban tiene una música constante desde hace días que no cesa y suena con la épica de una orquesta filarmónica: A donde quiera que uno vaya se oyen ronronear a los generadores de gasolina que tratan de dar luz en algunos lugares, el martilleo machacón y constante de gentes levantado enclenques vigas de madera, hombres y mujeres que sin descanso apremian sus serruchos como violinistas interpretando la obra de sus vidas, sonidos metálicos de las chapas retorcidas siendo enderezadas, un rumor constante de bolsas de plástico y lonas. Y en cualquier lugar, estrepitosas estampidas de escombros o algún hombrecillo removiendo cascotes.
Esta gente es un vivo monumento a la tenacidad.
Dos jóvenes de Taclobán, tratan de obtener agua desde un camión de bomberos, al fondo uno de los nuevos hitos de la ciudad: un coche volcado.
Frente a la costa, en un lugar donde aparentemente no queda nada me encontré hace días bajo una lona a Arnold Otasin, de 60 años. Estaba durmiendo a apenas unos metros de la bahía de San Pedro, un muro de un edificio que está detrás salvó su casa de la tremenda ola y vientos con los que el tifón arrasó la ciudad. Casi todos sus vecinos murieron, siete familias enteras desaparecidas. Su mujer se refugió como él allí. “Esta pared salvó mi vida y la de mi familia”, dice señalándola.
Dos días más tarde revisité a Arnold y ya había convertido la lona en una digna y diminuta choza, donde alojar a su parentela, unas 10 personas. “No me importaría irme, pero si puedo, si Dios me lo permite, prefiero quedarme, este es mi hogar”, contaba mientras rebuscaba entre las escorias y desperdicios en los que Yolanda transformó su vecindario. “Para el próximo día que me visites habré alzado el techo y ya será posible ponerse de pie dentro”, me explica señalando la casa.
Arnold me confiesa, con vergüenza, que el primer día mandó a sus hijos acercarse a un supermercado que se enteraron que estaban asaltando: “¿Qué íbamos a hacer? No teníamos ni si quiera ropa. Mis hijos robaron estos chándals y unas camisetas, nada más. Algo para vestirnos. Somos gente honrada”. Su hijo, David, nos interrumpe la conversación: “Eres de España, ¿verdad? Mira, ayer nos dieron estas mantas, pone Barcelona. ¿Las han enviado desde allí?”.
Pero lo más sorprende de Arnold no es su pericia en reconstruir su hogar, sino su vida en el sentido más amplio. Arnold es músico. “Apenas queda nada de todo lo teníamos en casa, todo fue arrojado a metros de distancia”, explica. Y de pronto señala un saxofón. Arnold y su familia formaban la Rondayan Band y durante 29 años este pequeño hombre, consumido sobre sí mismo, se ha dedicado a tocar en bodas, bautizos, comuniones y fiestas populares. Su mujer, Mary Flor, era la vocalista y su sobrino, el bajista. El resto de la familia también músicos.
Arnold ha recuperado ya un saxo, un trombón y una trompeta de todos los instrumentos que tenía. Están abollados, retorcidos, inservibles. Pero los guarda con especial cariño. “El trombón estaba casi a medio kilómetro de aquí, pero lo encontré”, relata con alegría. “Pero me parece que va a pasar mucho tiempo hasta que podamos tocar en ninguna fiesta”, dice entre risas y con un extraordinario ánimo.
Es esta entereza lo que más sorprendente de este pueblo, cuya gesta se irá disolviendo cada día más rápido en la maraña de noticias y titulares que ahogan los periódicos, sin embargo con o sin nuestra ayuda siguen saliendo adelante.
Eglindo Cabañas, un muchacho de 25 años, que encontré un día cargando agua por la ciudad con dos amigos, lo resumió muy bien: “Necesitamos ayuda de todo tipo, pero si no nos ponemos en pie nosotros, nadie nos va a levantar, así que hay que seguir para adelante”. A lo que su amigo apostilló: “Es que el espíritu filipino es así, a prueba de tifones, somos impermeables”.
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