Durante esta semana, reflexionamos sobre la acción humanitaria con motivo de la cumbre de Estambul.
Hoy escribe Belén de la Banda @bdelabanda, periodista
Campo de refugiados en el Kurdistán irakí. Imagen de Acnur/E.Dorfman
Dicen que estamos en la peor situación humanitaria global, por encima del hito histórico marcado por la II Guerra Mundial. Por hacer un repaso rápido: 60 millones de personas han tenido que salir traumáticamente fuera de sus lugares, y 125 millones tienen sus vidas destruidas por distintos tipos de tragedias evitables. Demasiada gente que se ha quedado sin nada, devastada por el sufrimiento y los traumas, demasiado que superar sin nada entre las manos. Un panorama del mundo que a nadie le gusta, y que en cambio resulta tan difícil de mejorar. ¿Es tan difícil realmente?
Esta semana he seguido con mucho interés los dos días de Cumbre Global de Ayuda Humanitaria: era importante que se planteara una reunión así para poner sobre la mesa lo más importante que está pasando en nuestro mundo y la necesidad de abordarlo de una vez. Creo que ha habido cosas muy buenas, como la presencia y la palabra de personas directamente afectadas por las diferentes crisis, o el reconocimiento a las organizaciones locales, que son las primeras en movilizarse y las que se quedan cuando desaparece la atención mediática y la inversión internacional.
Pero desgraciadamente una vez más todo se queda demasiado corto, en el ámbito de las buenas intenciones, o ni siquiera: en el de las intenciones sencillamente. Y me resulta muy peculiar, por dos motivos a los que les estoy dando muchas vueltas últimamente.
El primero es una paradoja. Sabemos que la acción humanitaria es muy compleja, requiere la colaboración y la coordinación de diversos actores: autoridades locales, regionales, internacionales, organizaciones con diferentes especialidades, expertos y, sobre todo, las propias personas afectadas. Pero curiosamente, cuando hablas con las personas que participan directamente de ese trabajo descubres que, a pesar de la complejidad, los actores suelen coordinarse bien y funcionar muy eficazmente ante las situaciones de emergencia real. Hay organizaciones que son un modelo de criterio, de rapidez y de eficacia. En los lugares a los que se puede llegar, cuando se permite la acción en medio del conflicto y se cuenta con mínimos medios, lo que se despliega es increíble. Se salvan muchísimas vidas porque existen una experiencia, un conocimiento, una capacidad y un compromiso que lo permite. Es muy difícil, pero es posible. Y se hace cada día.
Y el segundo es que, como en nuestra vida cotidiana, estas situaciones excepcionales hacen que se comprenda y se valore qué es lo esencial, lo importante, y que se genere un orden de prioridades orientado a atender esto esencial. La vida humana depende de unas pocas variables fundamentales, y no necesitamos pensar mucho tiempo para darnos cuenta de las que son, y para reconocerlas en situaciones muy diversas. Tampoco para saber cuándo están en riesgo.
Por eso resulta tan extraño para cualquier persona mínimamente cabal que quienes tienen verdadero poder para salvar vidas se hagan los remolones o remen en la dirección contraria con tanta persistencia, una y otra vez, a lo largo de la historia. Pero más aún en este momento histórico de tecnologías increíbles que permiten resolver las necesidades más absurdas que somos capaces de crearnos en el primer mundo. Sí se puede, pero no quieren.
Unos días antes de la cumbre tuve la suerte de participar en una charla muy interesante con personas involucradas de distintas formas en la colaboración humanitaria. Era viernes por la tarde, todos estábamos cansados y algunas no habíamos comido, pero fue una hora intensa y luminosa. Al final, me quedó la sensación de que lo que hace especial la acción humanitaria es que se dirige a salvaguardar lo que es esencial en el ser humano, a la vida y la supervivencia, pero se proyecta hacia los valores también esenciales que los seres humanos compartimos. Creo que deberíamos ser capaces de entenderla como un recorrido seguro entre la desesperación y la esperanza; o entre la negación y el futuro. Porque es quizá el espacio donde, con más claridad, lo urgente sólo deja tiempo para lo importante.
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