Tras una anterior entrada tratando de aclarar los diferentes tipos de velo que usan las musulmanas, dejé pendiente hablar de su significado. Como resultado de la oleada de refugiados que han llegado a Europa en el último año y de los atentados con sello islamista que se han producido en el continente, la presencia de mujeres veladas, total o parcialmente, incluso en algunas playas, ha desatado un debate, a menudo pasional, sobre si aceptar o prohibir esa forma de presentarse en público.
El conservadurismo que sugiere el uso el velo islámico, en especial el que cubre la cara, se ha asociado de forma instintiva no sólo con las interpretaciones más rigoristas del islam, sino incluso con el radicalismo violento de los grupos terroristas que se atribuyen dicha etiqueta. Sin distinciones, ni matices. Además de hacer el juego a esos sectores intransigentes, la ausencia de un análisis más equilibrado está convirtiendo a las mujeres musulmanas (y a su ropa) en terreno de una batalla ideológica que las ignora.
¿Qué significa el velo con el que se cubren muchas musulmanas? ¿Es obligatorio, impuesto, o una elección personal? ¿Constituye una barrera para su integración en las sociedades occidentales? ¿Debe prohibirse?
Defender que el Estado, cualquier Estado, no debiera interferir en cómo se visten sus habitantes, sean del sexo que sean, es una obviedad que ha quedado enterrada bajo el desconocimiento y el miedo. Tan irritante es oír a los dirigentes iraníes criticar la falta de libertad por la prohibición del velo en la escuela francesa (cuando ellos precisamente lo imponen), como a políticos europeos que, por motivos populistas, proponen leyes restrictivas contrarias a las libertades individuales tan arduamente conquistadas.
Para muchos europeos, y occidentales por extensión, especialmente entre las mujeres, resulta sin duda difícil de entender el apego al pañuelo de las musulmanas cuando ellas han luchado para librarse de velos y corsés. Ven en el hecho de cubrirse una imposición patriarcal que, salvo lavado de cerebro, ninguna mujer libre aceptaría.
El cambio en el vestir de las iraníes tras la revolución, en sendas imágenes del equipo nacional de voleibol.
Más allá de la cuestión teológica de si el islam exige que sus seguidoras tengan que cubrirse y cómo deben hacerlo, algo sobre lo que hay opiniones para todos los gustos, el problema es que hay muchos velos (y no me refiero aquí a los distintos estilos de hiyab con que las musulmanas de distintos países buscan cumplir con el precepto religioso).
He conocido a egipcias que utilizaban el pañuelo porque su situación económica no les permitía gastar en peluquería; a afganas que tras el derribo de los talibán, seguían usando el burka para evitar las miradas y comentarios obscenos de sus vecinos; a cristianas iraquíes que se cubrían ante la inseguridad que reinaba en la calle, y a abuelas palestinas, sirias o paquistaníes que lo hacían por costumbre. Pero, durante tres décadas viajando por países de mayoría musulmana, también he encontrado a muchas piadosas que se cubrían por convicción.
Mientras que en Irán la imposición legal hace que el pañuelo no nos diga mucho sobre la religiosidad de su portadora (aunque sí la forma de colocárselo), al otro lado del golfo Pérsico, en las petromonarquías árabes, la abaya es con frecuencia un signo de distinción que separa a las mujeres autóctonas de las inmigrantes; no hay leyes que obliguen a usar ese sayón negro, aunque en algunos entornos, sobre todo en Arabia Saudí y Yemen, existe presión social para hacerlo.
Ahí radica gran parte del problema. Desde afuera, asumimos que siempre existe coacción para cubrirse, e incluso un proyecto político detrás. La experiencia reciente tampoco ayuda. A raíz de la revolución iraní de 1979, una ola de islamismo se extendió por todos los países de mayorías musulmanas. Las imágenes del antes y después, no sólo de Irán sino de otros países, son significativas. Allí donde antes había cabelleras al aire y faldas a media pierna, ahora (casi) sólo hay pañuelos y pantalones largos.
Una vuelta a la religiosidad, argumentan los adeptos. Tal vez. Pero también una reacción al laicismo impuesto durante el colonialismo o por los dictadores posteriores, como Ataturk en Turquía, Saddam Husein en Irak o la familia Al Asad en Siria. Y, no nos engañemos, la ayuda de los petrodólares.
Durante los años que viví en Egipto, de 1990 a 1992, fui testigo de cómo se popularizaba el niqab, un velo integral sin arraigo previo en el país. Mi entonces secretaria me contó que los Hermanos Musulmanes pagaban el equivalente a 50 dólares a las universitarias que optaban por ese atuendo. Con o sin ese estipendio, lo cierto es que la atención que la cofradía prestaba a los más desfavorecidos (totalmente olvidados por el Estado) alentaba el cubrirse. Evoluciones similares se han vivido en otros países donde la predicación de los islamistas saudíes ha radicalizado el islam local, como Afganistán o Pakistán.
A los gobernantes, tampoco les viene mal. Cubrir el cuerpo de la mitad de la población es una forma de control social y político. A este respecto, resulta interesante comparar la evolución de Irán (donde a raíz de la revolución se impuso el velo) y Turquía (donde Ataturk lo prohibió en los espacios públicos). Mientras en el primero, sirvió para permitir que muchas mujeres de familias conservadoras accedieran a la educación y el trabajo (y en numerosos casos terminaran cuestionando su obligatoriedad), en el segundo, muchas se han sentido frustradas por tener que elegir entre sus convicciones religiosas y sus estudios (o viajar fuera para cursarlos, a menudo a escuelas islámicas de Siria que eran las únicas que se podían pagar).
Se trata pues de un fenómeno complejo con muchas variantes locales. ¿Y en Europa? ¿Qué se debe hacer con quienes se tapan la cara o quieren bañarse en burkini? La respuesta rápida sería, nada.
Es decir, respetar la elección individual. Dado que el nivel de derechos y libertades alcanzado en las sociedades occidentales es mayor que el de cualquiera del medio centenar de países que forman parte de la Organización para la Cooperación Islámica (que agrupa a los Estados de confesión musulmana), asumamos que quienes se cubren lo hacen por su propia voluntad. O al menos consultemos a las interesadas.
Si realmente se quiere evitar su segregación, se debe trabajar para evitar los barrios-gueto en las ciudades, asegurarse de que los velos no llevan a la marginación de niñas y mujeres en la educación, el ejercicio físico y el empleo, y arbitrar los medios para que quienes se sientan presionadas para cubrirse por sus familias o comunidades puedan encontrar ayuda y refugio.
En el caso del velo integral (niqab, burka o similares), existen sin duda argumentos de seguridad para requerir que muestren el rostro ante los funcionarios públicos, en operaciones bancarias y donde necesario probar la identidad. Pero ¿realmente el puñado de mujeres que optan por esta cobertura extrema justifica dictar leyes y multas difíciles de aplicar? ¿No será más útil dejar de obsesionarnos con los pañuelos y quitar argumentos a unos islamistas que explotan nuestra fijación con esa pieza de tela?