¿Puede alguien llegar a matar para vengar la quema de un libro por muy sagrado que sea? Es lo que ha sucedido en Afganistán tras descubrirse que soldados estadounidenses quemaron unos ejemplares del Corán destinados a los presos. Durante varios días las protestas se han sucedido y con ellas los llamamientos a atacar a cualquier soldado extranjero, y por extensión a cualquier extranjero, que se encuentre sobre territorio afgano. Desde una perspectiva occidental resulta incomprensible.
Sabemos que Afganistán es un país pobre, atrasado, olvidado de la mano de Dios que diría mi difunta abuela. ¿No tienen los afganos nada más importante de lo que quejarse? ¿No sería mejor que protestaran por la falta de empleos, de educación, de sanidad, de un Gobierno representativo y responsable? Resulta fácil reducir a quienes han salido a la calle a una panda de fanáticos, ignorantes y desocupados. De alguna forma, son precisamente esas carencias las que subyacen bajo su pasional defensa del Corán. A falta de otras certitudes, los afganos se aferran a lo único que tienen, su libro sagrado.
Afganistán es un país complejo a pesar de la aparente simplicidad de su gente. Tres décadas de guerras sucesivas lo han convertido también en un país torturado y disfuncional. Hacía falta un gran acto de fe, y cierto grado de ingenuidad, para esperar que la floja implicación de la comunidad internacional fuera a ser capaz de reconducirlo hacia un mínimo de desarrollo y normalidad. Pero además a fuer de superficial, la intervención ha terminado por ser perniciosa.
Hay varios ángulos desde los que puede analizarse el fracaso internacional en Afganistán: el militar, el económico, el político… Pero ninguno como el de la droga explica el grado de perversión, crueldad y desesperanza que se ha adueñado de una población que recibió con muestras de alivio el derribo del régimen del los talibanes, con los que ahora se intenta negociar una salida por la puerta de atrás.
Acabo de terminar la lectura de Opium Nation (Harper Perennial, 2012), donde se explica cómo ese cáncer se ha extendido por el país corrompiendo a sus políticos, a sus soldados y toda una generación. Su autora, Fariba Nawa, es una afgano-americana cuya familia abandonó Afganistán tras la invasión soviética cuando ella apenas contaba 11 años y que regresó en el año 2000, aún bajo la dictadura talibán, para descubrir sus raíces. Desde entonces, esta mujer determinada ha trabajado y vivido en el país mientras tejía el entramado de este libro que es a la vez un viaje de descubrimiento personal y una travesía por las entrañas afganas.
Conocí a Fariba en el verano de 2002 cuando me dedicaba a recorrer Afganistán por carretera (aún era posible hacerlo) para una serie de reportajes en EL PAÍS. Unimos fuerzas en Kandahar, y junto a la fotógrafa alemana Heike Schütz que me acompañaba desde Kabul, nos trasladamos a Lashkar Gah, la capital de Helmand y centro mundial de producción de opio. El cultivador que visitamos aún dudada y optaba con prudencia por dividir sus tierras entre los frutales y las amapolas. En el mercado, la pasta de opio se ocultaba de la vista. Todavía no estaba claro cuál iba a ser la política de drogas de los ocupantes y del nuevo Gobierno.
Desde allí, y después de que una banda de talibanes parara nuestro vehículo en el camino, nos dirigimos a Herat, donde su familia nos acogió con una hospitalidad largamente perdida en nuestra parte del mundo. Fue allí, en casa de los Ehrari, donde comprendí lo que Afganistán podía haber sido de no haberse convertido en un escenario de la guerra fría y lo que los afganos. Esa estancia me permitió, nos permitió, viajar a Ghurion, la localidad que hasta la salida de los talibanes fue el centro de la mafia del narcotráfico, y ver de primera mano la esperanza de cambio de la población. La comarca había llegado al límite: 3.700 adictos y 3.000 viudas entre apenas 200.000 habitantes.
Les defraudamos. La estrechez de miras de EEUU cuyos soldados se centraron exclusivamente en eliminar a los miembros de Al Qaeda, olvidándose de la droga, cuando no utilizándola para comprar aliados, sembró en gran medida el desastre que iba a venir luego. Ha sido el dinero de ese tráfico ilícito el que ha financiado la vuelta a escena de los supuestamente puritanos talibanes.
No volví a Ghurion, pero Fariba sí que lo hizo. No sólo eso sino que tiró del hilo de las mafias. Se reunió con traficantes y adictos. Descubrió que las deudas de droga se pagan a menudo con niñas-novias. E incluso compartió guardias con policías honestos cuyo trabajo se ve a menudo cercenado por oficiales corruptos. Todo eso lo cuenta en este libro apasionante porque a diferencia de otros escritos antes por periodistas, políticos o académicos, está contado desde el lado humano, desde sus protagonistas afganos. Sería estupendo que alguna editorial lo publicara en español. En él están muchas de las claves que explican por qué los afganos, algunos afganos, están dispuestos a matar por un Corán.