Decoración de Ramadán en una calle de Ammán, Jordania./ The Economist
A punto de cruzar el ecuador del Ramadán, empiezan a notarse los efectos de ese mes de ayuno (y abstinencia) que constituye uno de los cinco pilares del islam. En oficinas públicas y despachos privados, los empleados desfallecen. Y es que por mucha devoción que uno tenga, resulta extremadamente duro abstenerse de comer y beber durante las entre 15 y 16 horas que transcurren desde el amanecer hasta la puesta del sol en estos días de julio y agosto con los que ha coincidido la penitencia este año. Así que no es de extrañar que algunos falten al trabajo.
Claro que lo de Kuwait ha desbordado todas las previsiones. Por lo menos 15.000 funcionarios pidieron la baja sólo en los tres primeros días de Ramadán, según ha informado el diario Al Jarida. El periódico, que cita fuentes oficiales, cuenta que la mayoría de los justificantes emitidos por los centros de salud alegan “agotamiento y dolores de cabeza”, y son presentados por mujeres. Pero es que además, 100.000 empleados públicos llegaron con retraso y otros 15.000 se fueron antes de concluir su jornada laboral. El 80% de los kuwaitíes trabaja en la administración, lo que teniendo en cuenta que la población activa es de 1,375 millones y los nacionales son un tercio de todos los habitantes, supone unos 250.000 burócratas.
No he encontrado estadísticas similares para otros países de mayoría musulmana, pero sospecho que al menos en el resto de las monarquías de la península Arábiga no debe de haber muchas diferencias. En principio, el objetivo del ayuno Ramadán, como cada año se encargan de recordar los clérigos, es experimentar las carencias de los necesitados y poner a prueba la paciencia y voluntad de uno mismo, una suerte de purificación espiritual no muy diferente de la que los católicos buscan durante la Cuaresma. Sin embargo, entre la teoría y la práctica hay un abismo.
Desayuno de Ramadán para los pobres en El Cairo./ The Economist
Recuerdo mi primer Ramadán en El Cairo, cuando fui destinada allí como corresponsal en 1989, y aquello tenía más de celebración navideña que de abstinencia. Cierto que, a excepción de Titi que sufría del riñón, todos los empleados de la oficina donde tenía alquilado mi cubículo cumplían con rigurosidad el ayuno. Bueno, a veces Seftab venía a mi despacho a echar un cigarrito y Nagwa confesaba haber bebido un trago de agua en el lavabo. Pero Reda era seguro que aguantaba firme hasta que sonaba el cañonazo que anunciaba la ruptura del ayuno, el iftar.
Entonces, la capital egipcia se transformaba en una fiesta que duraba hasta el amanecer. Desde las comidas colectivas que los ricos ofrecían a sus vecinos menos favorecidos en plena calle, hasta los elaborados bufetes con que muchas familias recibían a parientes y amigos, Ramadán se convertía en sinónimo de opípara pitanza. Se tiraba la casa por la ventana y los comerciantes hacían su agosto aunque el mes de ayuno cayera en noviembre. Todos mis conocidos cogían peso durante esos treinta días. Una invitación a un iftar servía para comprender porque al día siguiente el empleado del banco dormitaba sobre la mesa y nadie cogía el teléfono en la oficina de prensa extranjera antes de mediodía.
Ese volcarse en la comida revelaba, además de la generosidad egipcia, las carencias cotidianas de la mayoría, equiparable a las mesas rebosantes de nuestras abuelas que hoy se consideran fuera de lugar. No todos los países viven ese mes de forma tan festiva. Mi primer Ramadán en Teherán fue una desilusión por lo normalito. No había excesos, ni invitaciones a grandes iftares. Todo seguía funcionando con una pequeña reducción de horario. Apenas se notaba el ayuno, salvo que uno le coincidiera la hora del almuerzo fuera de casa porque, por ley todos los restaurantes y casas de comida, permanecían cerrados.
Sin embargo, para un país oficialmente tan piadoso, no encontré nunca tantas personas con justificación médica para saltarse el sacrificio como en Irán. Tampoco tanta gente comiendo en la calle. Algunos oficinistas bajaban a sus coches y se escondían tras los maleteros abiertos. Otros trabajadores se refugiaban en los parques. Y no dejaba de haber colas frente a las panaderías, un signo elocuente, dado que a los iraníes el pan les gusta calentito y nadie lo compra a mediodía para la hora de cenar. La cosa ha debido ir a más desde mi salida el verano pasado puesto que este año un responsable policial ha anunciado “duras sanciones para quienes beban, coman o fumen en público”.
Al otro lado del golfo Pérsico, en la cosmopolita Dubái donde ahora resido, las autoridades hacen equilibrios entre su deseo de satisfacer a los sectores más conservadores de su población y su vocación de ciudad abierta al mundo. Así que también se prohíbe comer o beber en público, incluso mascar chicle tal como ha recordado Gulf News. Pero en todos los hoteles y grandes centros comerciales hay al menos un restaurante que discretamente (con las puertas cerradas o tras una cortina) sirve alimentos y bebidas no alcólicas a cualquier hora. Previo pago, eso sí, de la correspondiente tasa a la municipalidad. Además siguen funcionando los servicios de comida para llevar.
El problema se plantea para los trabajadores extranjeros (el 95% de los habitantes del emirato), al menos la mitad de los cuales no son musulmanes. Sujetos a las normas locales, muchos empleados indios, filipinos y de otros países asiáticos tienen que ingeniárselas para no desfallecer durante la jornada laboral. En los centros comerciales, la gente forma largas colas en los aseos con bolsas que apenas disimulan la botella de agua o el zumo y el tentempié. Otros improvisan un rápido picnic en los vestuarios de gimnasios o piscinas. Uno de los vigilantes de seguridad de mi edificio me guiña el ojo cada vez que le encuentro en el ascensor con el batido energético en la mano. Incluso he visto oficiales del Ejército comprando cervezas sin alcohol frías a mediodía.
Además el ansia que precede a la ruptura del ayuno provoca enormes atascos y hace aumentar el ya elevado número de accidentes de tráfico que se producen en este país. Según un responsable policial, en los diez primeros días de Ramadán se han producido 195 accidentes en la media hora anterior al iftar debido a la excesiva velocidad y a la imprudencia.
Los medios locales pueden desgañitarse con reportajes que aseguran que el ayuno reduce el riesgo de infarto o que es posible ayunar aunque se tenga diabetes (los enfermos no están obligados a hacerlo), pero si tan convencidos están de las bondades de pasarse 15 horas sin beber y con el estómago vacío, ¿por qué necesitan imponerlo? No sólo lo pregunto yo. Lo ha cuestionado nada menos que el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, quien en un arranque de liberalidad sugirió hace unos días a la policía de su país que en lugar de cerrar cafés y restaurantes, eduque a los ciudadanos para que elijan por sí mismos. Sólo entonces sabremos quiénes ayunan de corazón y quiénes sólo de cara a la galería.
Ramadán Karim!