Un visitante pasa ante las fotos de Ahmadineyad y Netanyahu en la exposición "Rostros del poder"./ AP
Curioso lugar la Asamblea General de la ONU donde cada líder se dedica a señalar la paja en el ojo ajeno obviando la viga en el propio. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, dedicó su discurso del jueves a darnos una lección sobre los peligros del programa nuclear de Irán, sin hacer referencia a sus violaciones de los derechos de los palestinos (sobre las que también hay resoluciones del Consejo de Seguridad). El día anterior, su homólogo iraní, Mahmud Ahmadineyad, apuntó incluso más alto y, tras referirse al chantaje de las potencias nucleares, esquivó la inquietud que su régimen despierta entre sus vecinos y optó por profetizar el advenimiento de un mundo feliz.
A los iraníes más que a nadie debió de resultarles paradójico que su presidente hablara de amor y fraternidad ante la ONU, cuando en su país andan a puñaladas traperas entre las diferentes facciones que se disputan el poder. Encaja sin embargo con el personaje que se fuera por peteneras glosando la pronta llegada del Mahdi, el Mesías del chiísmo, que va a salvarnos de todos los males. Si acaso, llamó la atención la ausencia de las provocaciones a las que nos había acostumbrado en años anteriores. Claro que en sus encuentros previos con la prensa se había despachado a gusto afirmando que los israelíes sólo llevan en la zona “60 o 70 años frente a los varios milenios de civilización persa".
El hambre y las ganas de comer. Netanyahu no pudo contenerse y empezó su discurso hablando de los 3.000 años de presencia del pueblo judío en Oriente Próximo. Está bien que los políticos conozcan la historia de sus países (miren sino el apuro que pasó David Cameron en el show de Letterman). Otra cosa es cuando se utiliza la historia como arma arrojadiza. La pulla entre ambos sería casi cómica sino estuviera de por medio el riesgo de una guerra.
Nadie pone en duda que la incontenible verborrea de Ahmadineyad ha dado motivos a Israel para recelar de las intenciones de la República Islámica. Pero cualquiera que conozca Irán sabe que ni su negación del Holocausto, ni sus pronósticos sobre la pronta desaparición de Israel, son compartidos no ya por la mayoría de los iraníes, sino siquiera por las élites gobernantes. Aún así, pocos se han atrevido a levantar la voz para desautorizarle, lo que ha permitido que los halcones israelíes saquen partido a sus exabruptos.
Lo uno lleva a lo otro. Pero hay un límite que es la distorsión de la verdad. Traspasarlo resulta mucho más grave en el caso de un dirigente elegido democráticamente. Netanyahu repitió el error del ex presidente Bush (junior) al equiparar Irán con Al Qaeda (“No hay ninguna diferencia en que esas armas letales [nucleares] estén en manos del régimen terrorista más peligroso del mundo o de la organización terrorista más peligrosa”, afirmó). Nada más opuesto ideológicamente al islamismo chií en el que se funda el régimen iraní que el extremismo suní de Al Qaeda. Además de que esta organización considera herejes a los chiíes, ninguna investigación seria ha podido demostrar ni vínculos ni objetivos comunes.
El primer ministro israelí también rechazó que la posibilidad de disuadir a Irán al estilo de lo que se hizo con la Unión Soviética porque dijo “los militantes yihadistas se comportan de forma muy diferente a los marxistas laicos. No había terroristas suicidas soviéticos. Sin embargo Irán produce hordas de ellos”. Tampoco es cierto. Los militantes yihadistas son los de Al Qaeda y organizaciones afines. A la espera de que se aclare el obscuro atentado contra turistas israelíes en Bulgaria, nunca se ha identificado a un iraní entre los autores de atentados suicidas, pero sí a paquistaníes, saudíes, yemeníes, jordanos, libios e incluso occidentales.
Ahora bien, los radicales iraníes juegan peligrosamente con los miedos de Occidente. Durante la guerra de Israel contra Hezbolá en 2006, varios cientos se presuntos voluntarios al martirio desfilaron ante las cámaras occidentales en Teherán envueltos en sábanas blancas a modo de sudarios. No obstante, cuando la asociación a la que pertenecían anunció que iba a fletar autobuses para viajar hasta Líbano a ayudar a sus hermanos chiíes, el líder supremo, Ali Jamenei, intervino para decir que nadie iba a ninguna parte. Algo similar sucedió cuatro años después cuando la Media Luna Roja iraní anunció el envío de un barco de ayuda a Gaza, a imagen del turco Mavi Marmara. Todo se quedó en fanfarria.
El régimen iraní no es un modelo de democracia ni está libre de amistades peligrosas. Ya lo sabemos. Sin embargo, demonizarlo y arrinconarlo, exagerando sus intenciones agresivas, o dando por hecho algo que hoy por hoy sólo es una sospecha (que su programa nuclear tenga intenciones militares), sólo agrava el desencuentro y dificulta la posibilidad de encontrar una salida diplomática.
Netanyahu no cree que eso sea posible. Comparte, como dejó claro durante su discurso, el análisis de Bernard Lewis sobre el carácter milenarista de la ideología de los dirigentes iraníes. Un repaso a su política exterior desde el triunfo de la revolución de 1979 hasta hoy contradice esa lectura. El régimen iraní se ha movido más por intereses nacionales que ideológicos. Hace mucho que abandonó el sueño de exportar la revolución y no tiene empacho en aliarse con la cristiana armenia, el heterodoxo Chávez o el ateo Castro. En realidad ha dado múltiples bandazos en busca de aliados con el objetivo último (aunque mal encauzado) de lograr el reconocimiento de EEUU, con el que desea hablarse de igual a igual.
Más allá de rivalidades históricas y regionales, Israel, o más bien sus halcones, lleva advirtiendo de la inminencia de que Irán se haga con la bomba desde 2003, cuando su entonces ministro de Defensa, Shaul Mofaz, anunció que su programa cruzaría el “punto de no retorno” en el plazo de un año. Ni lo cruzó entonces ni parece que esté a punto de hacerlo ahora, según se infiere de la gestión de la crisis que está haciendo Washington (donde existen dudas de que el líder supremo haya tomado siquiera esa decisión). El ilustrativo gráfico que Netanyahu llevó a la ONU para marcar su nueva línea roja, no cambia eso.
La posibilidad de que Teherán consiga armas nucleares es una preocupación no sólo para Israel, sino también para sus vecinos árabes, los europeos, EEUU e incluso Rusia (como ha demostrado retrasando las obras de la central de Bushehr). Exagerar el avance de su programa, su amenaza o incluso la supuesta irracionalidad de sus líderes no ayuda a resolver la crisis. Al contrario, contribuye a enquistarla más para desánimo de los iraníes de a pie y hartazgo del resto del planeta.