Una familia saudí ante el supermercado del centro comercial Ibn Batuta de Dubái. / Khaleejtimes.com
Al poco de instalarme en Dubái, estaba haciendo unas compras en el centro comercial Ibn Batuta cuando me di de bruces con un joven clérigo iraní y su flamante esposa. Por un instante pensé que tras seis años viviendo en Irán, sufría alucinaciones. En un balbuceante inglés me pidieron si podía hacerles una foto con el enorme barco que decora el pabellón de China. En un balbuceante persa, les respondí que sin problema. Aunque la mujer llevaba el chador firmemente sujeto a la altura de la boca, como corresponde a la cónyuge de un hombre de religión, pude intuir una sonrisa bajo la tela negra. Me dijeron que eran de Shiraz, que estaban de viaje de novios y que les había encantado la ciudad.
Así que, pensé, no sólo los occidentalizados de Teherán se escapan de fin de semana a esta metrópoli árabe que para los más conservadores de los iraníes es una moderna Gomorra. Desde entonces no pasa un día sin que en el metro o en el paseo que recorre la marina no me cruce con algún iraní que ha venido de compras o a visitar a familiares entre los cerca de 400.000 compatriotas que viven en el emirato. Sólo hay otro grupo de turistas que les supera en número, los saudíes, quienes a pesar de sumar apenas una cuarta parte de los casi 80 millones de iraníes, tienen mayor poder adquisitivo y la posibilidad de venir en coche.
Por más que Irán y Arabia Saudí rivalicen en el liderazgo regional, sus poblaciones comparten la misma necesidad de una válvula de escape ante las restricciones sociales con las que sus dirigentes les encorsetan. Así que cada vez que llega un puente como con el que a partir de mañana los musulmanes celebran la Fiesta del Sacrificio (Eid al Adha), todos aquellos que pueden permitírselo viajan en busca de otros aires. Y Dubái se ha convertido en un destino favorito tanto para iraníes como para saudíes en estas escapadas, salvando las distancias, como para los españoles viajar a Perpiñán o Biarritz en los tiempos de Franco.
Los más cínicos dirán que los herederos del imperio persa y los súbitos de los Al Saud vienen a este templo del consumo en busca de bebidas y chicas. No lo niego, pero eso no basta para justificar la excursión. Alguien que tiene suficiente dinero para venirse un fin de semana a tomar unas copas, también puede pagarse la (abundante) priva de contrabando con la que se lucran algunos pasdarán y príncipes corruptos. No faltan vicios ni tentaciones tanto en Teherán como en Riad. La clandestinidad les añade si acaso algo más de morbo.
Lo que yo he visto aquí es otra cosa. Familias enteras que respiran la libertad de pasear por los grandes centros comerciales sin el miedo a que los vigilantes de la moral afeen a sus hijas que se les escapa un mechón de pelo, y muchas parejas jóvenes a las que nadie pide el libro de familia. Hombres y mujeres pueden sentarse juntos en restaurantes y cafeterías (algo prohibido en Arabia Saudí), y ninguna ley obliga a las mujeres a cubrirse la cabeza y ocultar las formas de su cuerpo bajo una bata (como en Irán). Algunas iraníes aprovechan para lucir sus lustrosas cabelleras; incluso las que no lo hacen, se relajan en la vestimenta.
Más conservadoras en las costumbres, sólo unas pocas saudíes muestran la cara. Observarlas mientras comen una hamburguesa o toman un zumo sin quitarse el niqab resulta curioso (y no son pocos los occidentales y asiáticos que se les quedan mirando de reojo). Pero lo que a mí más me ha llamado la atención es ver a alguna de esas jóvenes completamente cubiertas de negro acurrucada en su pareja durante una película. Para entender lo que eso significa hay que tener presente que en Arabia Saudí están prohibidos los cines y cualquier gesto de afecto público está mal visto, incluso entre un matrimonio.
Tal vez por eso, los saudíes acuden en tropel a ver los últimos éxitos de Hollywood. No creo que exagere si digo que el pasado fin de semana, eran el 80% de los espectadores de Venganza: Conexión Estambul en el cine del Dubai Mall. En Irán, aunque hay salas de cine, no proyectan películas occidentales, ni siquiera las iraníes premiadas en el extranjero, sólo aquellas que se amoldan a los valores de su régimen islámico.
¿En qué están pensando las autoridades de esos países? ¿De verdad creen que pueden poner puertas al campo? ¿No les avergüenza que sus nacionales tengan que irse fuera para pasárselo bien?
Ni Dubái, ni la federación de Emiratos Árabes Unidos a la que pertenece, son una democracia ni ofrecen los derechos y libertades que en Occidente se dan por hechos. Las películas pasan censura (que corta sin piedad los besos de tornillo) y en las librerías no venden las obras de Salman Rushdie. Como en Irán y en Arabia Saudí, aquí no hay partidos políticos ni sindicatos; pero al menos la gente disfruta de un mínimo de libertad personal que le permite elegir cómo pasar su tiempo libre.