Protesta de bidún ante el Parlamento de Kuwait en 2008./ Refugees International
Amna ha llegado a los titulares de la prensa emiratí tras haber sido abandonada en un hospital de Sharjah. A sus tres años, la niña había sido maltratada y tenía signos de quemaduras. Pero detrás de su tragedia no sólo hay unos padres indignos de tal nombre, sino también el drama de miles de personas que viven sin nacionalidad ni documentación, invisibles para las autoridades. Como Amna, no figuran en las estadísticas ni los servicios sociales saben nada de ellos. Sin embargo, son entre 200.000 y 300.000 en la península Arábiga, donde algunos de los países más ricos del mundo se niegan a reconocerles como nacionales.
La madre de Amna es una mujer etíope que se encontraba ilegalmente en Emiratos Árabes Unidos (EAU) y aprovechó una reciente amnistía para regresar a su país. Aunque lo hubiera querido, no hubiera podido llevarse con ella a la niña. No tiene papeles. Ni pasaporte, ni partida de nacimiento, ni siquiera un papel que justifique su filiación. En EAU, como en la mayoría de los países árabes, es el padre quien trasmite la nacionalidad y el de Amna, al que las autoridades han detenido por el abandono de la pequeña, resultó ser un bidún, según el diario 7Days.
Bidún viene de bidún yinsiyya, que en árabe significa ‘sin nacionalidad’, y se refiere a personas que no accedieron a ésta cuando las seis monarquías de la península Arábiga fueron alcanzando su independencia a lo largo del siglo XX. Muchos eran nómadas y analfabetos. En unos casos no consideraron importante hacer las gestiones; en otros no lograron reunir las pruebas necesarias de su arraigo en la zona. Sus descendientes siguen siendo apátridas. También hay quienes, a la formación de los nuevos Estados, fueron reclutados en otros países para trabajar en la policía o las fuerzas armadas y que luego se quedaron, sobre todo en Kuwait. Y víctimas de la discriminación de género que impide que las mujeres casadas con bidún puedan transmitir su nacionalidad a los hijos.
“Los apátridas [en estos países] son fruto de leyes de naturalización restrictivas, y de la falta de mecanismos para escuchar y revisar las reclamaciones de los solicitantes”, asegura Human Rights Watch (HRW) en Prisioneros del Pasado, un informe centrado en el caso kuwaití que publicó en 2011. El texto señala que también existen “amplias poblaciones de personas sin nacionalidad en Emiratos Árabes Unidos, Qatar y Arabia Saudí”.
El presidente de EAU, el jeque Khalifa al Nahyan, se comprometió en 2006 a resolver el problema de los entre 10.000 y 100.000 bidún que, según distintas fuentes, hay en su país (aunque medios oficiales niegan que alcance la menor de esas cifras). Desde entonces, al menos 1.294 apátridas se han convertido en emiratíes. Además, con motivo del 40 aniversario de la independencia, promulgó un decreto por el que los hijos de mujeres emiratíes casadas con extranjeros pueden acceder a la nacionalidad al cumplir los 18 años. Un primer grupo de 1.117 recibió la ciudadanía el último día de 2011, según la prensa local.
La diferencia no es baladí. Dado el generoso Estado de bienestar que caracteriza a estos países, las prerrogativas asociadas son grandes: educación y sanidad gratuitas, ayudas económicas al matrimonio y la construcción de vivienda, e incluso hasta recientemente, trabajo garantizado en la administración. De ahí que las autoridades, tanto en EAU como en Kuwait, argumenten que “algunos [bidún] destruyen sus documentos originales para beneficiarse”. En Arabia Saudí, donde la ONU estima que hay al menos 70.000 apátridas, o en Qatar, con 1.200, ni siquiera se habla del tema.
“Kuwait es el mayor infractor de lejos, al menos en proporción a su población total”, afirma Christopher M. Davidson en After the Sheikhs (Después de los jeques).
Según HRW, de naturalizarlos, ese emirato incrementaría en un 8% su población nativa (1,3 millones de sus 3,7 millones de habitantes). En noviembre de 2010, el Consejo Supremo de Planificación hizo públicos los resultados de un estudio que había contabilizado 106.000 personas “sin una nacionalidad específica”, de las cuales admitió que 34.000 eran candidatos válidos a la ciudadanía kuwaití, mientras que a 68.000 les atribuía otros orígenes, principalmente iraquíes y se arriesgan a ser deportados. Desde entonces, va concediendo los papeles con cuentagotas.
Refugees International, una ONG que defiende los derechos de los apátridas, eleva su número en Kuwait a 140.000, convencida de que muchos no están ni siquiera registrados. Pero incluso quienes lo están, carecen de vías legales para reclamar sus derechos o apelar las decisiones de un Gobierno que aún así reconocen como suyo.
No obstante, a principios de 2011, al hilo de la primavera árabe, los apátridas kuwaitíes se manifestaron para protestar por su falta de reconocimiento. Ha sido el único país en que el malestar se ha expresado en la calle. En EAU, un activista bidún, Ahmed Abdul Khaleq, fue detenido y deportado a Tailandia, oficialmente “por atentar contra la seguridad nacional”. La mayoría de los afectados prefieren guardar silencio en la esperanza de que su lealtad sea eventualmente premiada, ya que como denuncian las organizaciones de derechos humanos, el proceso es opaco y depende de la magnanimidad de los gobernantes.
Davidson cita la situación de los apátridas en su lista de “crecientes presiones internas” que amenazan el futuro de las monarquías árabes del Golfo. ¿Por qué países cuya escasa población autóctona les obliga a recurrir a millones de trabajadores extranjeros rechazan aceptar como nacionales a unas decenas de miles de personas?
“Les perciben como competencia por unos recursos limitados. Esta es una sociedad de nuevos ricos y la gente tiene miedo a perder las prebendas que ha permitido el petróleo”, opina Dana Winner, una estadounidense casada con un bidún kuwaití.
Existe también el temor a los eventuales cambios de poder que produciría la incorporación al censo de ese grupo poblacional. Resulta evidente en el caso de Kuwait, donde la demarcación de los distritos electorales es altamente sensible. Del mismo modo en Bahréin, donde el control político en manos de la familia real (suní) está siendo cuestionado por la mayoría chií y las naturalizaciones afectan a ese desequilibrio.
Cualquiera que sean los motivos, decenas de miles de personas se encuentran atrapadas por su pasado en un callejón sin salida. Su situación es diferente a la de los inmigrantes ilegales, con quienes a menudo les equiparan las autoridades. Éstos, tanto si han sobrepasado el tiempo de su visado de trabajo como si cruzaron la frontera de forma ilícita, tienen un país de origen al que regresar, aunque en ocasiones no dispongan de medios para costearse el viaje de vuelta. Los bidún no tienen otra patria a la que volver. Como la pequeña Amna, de quien por ahora se han hecho cargo los servicios sociales emiratíes.