Ángeles Espinosa

Diez años después

Por: | 05 de marzo de 2013

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Mezquita de Al Kadhumiya, Bagdad./ worldphotos.com

Acceder a la Kadhumiya es más difícil que cruzar una frontera. En realidad se cruza una frontera mental mucho más marcada que algunas de las lindes físicas que separan países. Después de la violencia sectaria que desató la ocupación estadounidense, muchos barrios de Bagdad se han parapetado detrás de enormes muros de hormigón y barreras que los aíslan de los barrios vecinos. Con más razón Al Kadhumiya, que alberga el gran santuario chií que le da nombre, un centro de peregrinación equivalente a Santiago de Compostela para los católicos. Esa comunidad ha sufrido, y sigue sufriendo, frecuentes ataques terroristas y el propio recinto del templo ha sido objeto de varios atentados.

“¿Vive usted aquí?”, pregunta el policía al conductor. “Sólo los residentes pueden acceder; tendrá que dejar el coche en el parking”, añade ante la respuesta negativa.

Para llegar al parking hay que dar un enorme rodeo que permite ver la penuria de las calles secundarias: Sin asfaltar o con el asfalto destrozado, miles de cables de la luz colgando peligrosamente de postes improvisados y aguas residuales a la vista. La única estructura nueva es un aparcamiento para las furgonetas que traen a los peregrinos. El otro, el de los coches particulares, es una especie de patio en una esquina donde o se cayó el edificio o nunca se construyó uno. Está lleno y tanto el encargado como el policía que dirige el tráfico se encogen de hombros cuando se les pregunta por una alternativa. No la hay.

Imposible aparcar en una bocacalle, junto a la acera, como se haría en Madrid, Roma o Buenos Aires. El temor a coches bomba hace que los dueños de los comercios o de las casas impidan el estacionamiento a desconocidos. En todo caso, nadie deja el vehículo desatendido por si acaso la policía lo confunde y lo vuela por su cuenta y riesgo. Así que no queda más que irse a otro barrio y volver en taxi.

Junto al control que cierra el acceso a los vehículos de los no residentes, hay una entrada para peatones donde un policía cachea a los hombres. Un poco más a la derecha, una hilera de mujeres todas de negro espera ante la cabina de cemento donde se las registra a ellas.

“Esto es un móvil, pero ¿esto?”, pregunta la estricta vigilanta ante mi grabadora electrónica. Tras demostrarle la inocuidad del aparato, me da el visto bueno.

Mi acompañante y yo nos encaminamos hacia el santuario en medio de un gran trasiego de personas y mercancías. Los alrededores de la mezquita donde están enterrados el séptimo y el noveno imames del chiísmo son un zoco en el que se intercalan joyerías, tiendas de dulces y puestos de té. Antes de llegar a la plaza central, un nuevo control vuelve a separar a hombres y a mujeres. Aquí, mi grabadora no llama la atención, pero recibo un cacheo más intenso. A la salida, un guía se afana por reagrupar a su grupo de peregrinos, que se distraen en los escaparates.

“Iraníes”, me dice mi acompañante. No hace falta. He vivido seis años en Teherán y el soniquete del persa me resulta familiar. Hay decenas de grupos como ellos. Dos o tres hombres jóvenes y adustos, vestidos de gris y con el chafiyeh, la versión del pañuelo palestino que han adoptado los revolucionarios iraníes, pastoreando a un grupo de entre 15 y 20 personas mayores, sobre todo mujeres, pero también algunos matrimonios. Para ellos, ninguna incomodidad supone un obstáculo en su deseo de visitar el santuario, el más importante del chiísmo tras los de Nayef y Kerbala, que normalmente han recorrido en el mismo viaje organizado. Son tantos que en las tiendas incluso aceptan los riales iraníes y al llegar al tercer control, justo a la entrada del santuario, el guardián me pide que me ajuste el rusarí, que es como los iraníes llaman al pañuelo, y que me haga con un chador para poder cruzar la puerta de acceso.

Aunque es un día laborable, el recinto está bastante concurrido. Bajo los enormes parasoles verdes desplegados en el patio, algunas mujeres leen el Corán, otras sestean y otras más conversan entre ellas mientras vigilan de reojo a sus hijos pequeños. Dentro, la devoción se desborda. Hay quienes lloran, quienes besan las puertas, quienes le hablan al imam como a un confidente que no tienen en la vida real. Algunas se agarran a la reja que protege la tumba. Hasta que una de las vigilantas, plumero en mano, las obliga a dejar sitio a las siguientes.

Hace diez años por estas fechas, ante la inminencia de un ataque estadounidense al Irak de Saddam Husein, me acerqué también hasta la Kadhumiya para tratar de captar el sentir la población chií de Irak, dos tercios del total. Allí me encontré con una familia de Babilonia, los Al Misaji, cuyo cabeza de familia me dijo haber venido al santuario para “pedir a Dios que proteja a Irak y eche a Estados Unidos y a los gobiernos árabes traidores”. Imposible saber si lo decía de corazón o sólo repetía la línea oficial. En cualquier caso, no se cumplió tal deseo.

Estados Unidos vino y se marchó, los vecinos árabes y no árabes continúan malmetiendo de acuerdo con sus propios intereses y ni siquiera Irak parece proteger a los iraquíes.

Hay 3 Comentarios

IRAK está mucho mejor sin Sadam Husein. Eso es innegable!

IRAK está mucho mejor sin Sadam Husein. Eso es innegable!

Es una lastima a dies años de aquella injustificable y desgraciada agresion...los periodistas incluyendo a los periodistas y periodicos decentes ,n o hayan hecho un balance de aquella infame guerra...ademas del millon de iraquies que murieron como consecuencias de las acciones combatibas, los crimenes de las tropas norteamericanas y los contratistas contra la poblacion civil ..las condiciones en que los invasores han dejado a ese pais...con las infraestructuras destruidas ,con la situacion higienico sanitaria en estado espantoso, las situacion de la educacion ...en fin un balance , que seria la obligacion de los periodistas contarnosla...Han dejado un pais enfrascado un una guerra civil sectaria y una nacion destruida...el petroleo bien..los miles de millones que fueron destinados a la reconstrccion tambien muy bien hay que preguntarle a los Bush y Cheany.

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Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

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