Ángeles Espinosa

Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

Eskup

A las cinco en Tahrir

Por: | 30 de junio de 2013

Aterrizo en El Cairo cargada de emociones. Vengo al duelo por la muerte de un amigo. Y sin embargo, no puedo evitar sentirme contenta por el regreso a una ciudad que fue mi hogar durante varios años entre finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa del siglo pasado. Hace justo tres años de mi última visita. Fue en junio de 2010. Vine a entrevistar a Mohamed el Baradei, cuyo regreso tras haber sido el director general del OIEA había despertado un inusual runrún político. ¿Consideraba el diplomático presentarse a las siguientes elecciones previstas para el otoño de 2011? Nada hacía prever entonces el estallido popular que se produciría meses más tarde, Al Zaura (La Revolución), como la bautizarían los jóvenes egipcios (de edad o de espíritu) que la impulsaron.

Vuelvo pues a un país diferente al que conocí. En un fin de semana, además, muy especial. Hoy se cumple un año de la elección como presidente de Mohamed Morsi, un miembro de los hasta entonces ilegalizados Hermanos Musulmanes, y los egipcios, muchos egipcios, están más que defraudados con su gestión. Nada menos que 22 millones han firmado una petición para que adelante las elecciones, según Tamarrod (literalmente, Rebelión), la coordinadora popular que ha convocado una macro manifestación para decir a Morsi que no le quieren, que se vaya. Erhal! (Vete) corean igual que lo hicieron hace dos años hasta que consiguieron echar al faraón convertido esfinge que era Hosni Mubarak. Quieren acabar una revolución que sienten les han arrebatado.

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Sólo que ahora la sociedad está mucho más polarizada. En un año, Morsi y los Hermanos Musulmanes no sólo no han logrado arreglar las muchas goteras económicas y sociales que afectan al país, sino que han alienado a liberales, cristianos, laicos, chiíes y cualquiera que no encaje en su particular molde religioso, moral y político. Después de décadas en una oposición semiclandestina, han agarrado el poder como un tesoro propio que no parecen dispuestos a compartir y, temerosos de perderlo a manos de una nueva revuelta popular, han tomado el peligroso camino de movilizar a sus seguidores en una contrarrevuelta. El riesgo de que eventuales choques entre unos y otros desaten un incendio ha sido evocado incluso por Al Azhar, la sede de la más alta autoridad religiosa suní.

“La situación puede agravarse y corres el riesgo de que cierren el aeropuerto unos días”, me había advertido por teléfono la amiga que me acoge. Qué le vamos a hacer. En cualquier caso, siento El Cairo como mi segunda casa. “¿Te has fijado en la cantidad de barbudos que hay por todas partes?”, me pregunta al recogerme en el aeropuerto. La verdad es que no. No sé si ya estoy acostumbrada y no me llama la atención, o que realmente no son tantos. Lo que si he notado es la ausencia de los grupos de turistas extranjeros en la sala de llegadas. Por primera vez, no tengo que hacer cola para comprar mi visado. También me llaman la atención las largas colas de salida que hay en el aeropuerto. Al parecer los vuelos hacia Europa y los países del Golfo están saliendo llenos.

Aunque esta vez no vengo de trabajo, mis ojos entrenados para captar detalles que puedan servirme para una crónica buscan signos de nerviosismo en los policías, refuerzo de presencia policial, pero lo único extraordinario que detecto en el trayecto del aeropuerto a Heliópolis son los numerosos vendedores de banderas egipcias que tanto los pro como los anti Morsi llevan a sus concentraciones. Luego, en el supermercado, la gente hace compras más nutridas que de costumbre “por si acaso”.

Todo parece tranquilo, y sin embargo, la gente está inquieta. Al caer la noche, mientras las cadenas locales calientan motores con imágenes de las dos manifestaciones antagónicas, empiezan a oírse los tambores con los que los partidarios de Morsi se hacen notar y que sus rivales políticos consideran amenazadors. “Son tambores de guerra. Es una tradición muy africana”, comenta preocupado un vecino que ha venido a dar el pésame a la viuda de mi amigo. Las veladas de duelo se han convertido en reuniones políticas, que apenas nos apartan de la televisión a la que todos viven pegados a la espera de noticias.

“Mañana no se queden mirando la tele en casa, bajen a la calle”, les anima Ibrahim Eissa, uno de los periodistas críticos más respetados. Los asistentes al duelo son profesionales de clase media, musulmanes y cristianos, algunos religiosos y otros liberales, pero todos están de acuerdo. Hoy a las cinco estarán en la plaza de Tahrir.

¿Gigolo a domicilio?

Por: | 27 de junio de 2013

Desde que llegué a Dubái con mi Santo (espero que Elvira Lindo no tenga el copyright o que al menos me lo ceda por esta vez), estoy con la mosca detrás de la oreja. Raro es el día que no nos echan por debajo de la puerta anuncios de masajes. Normal, me dirán. En una ciudad dedicada tanto a hacer dinero como al buen vivir, qué menos que premiarse con unas reparadoras fricciones al final de un largo día ante el ordenador (que es la pareja más habitual del currito/a contemporáneo).

La cuestión es que hay algo raro en las tarjetitas que los ofrecen. La mayoría de ellas tienen como reclamo la foto de una atractiva joven, preferentemente de rasgos asiáticos, aunque en ocasiones también alguna rubia de aspecto eslavo. Una amiga no tiene duda de que bajo la aparente oferta de los masajes se esconde un mercado humano mucho menos inocente.

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Varias tarjetas ofreciendo masajes a domicilio. / M.S.

“Son putas, tonta, que no enteras”, asegura. Y me recuerda que hace cosa de un año, a raíz de un congreso sobre el masaje tailandés, la Embajada de Tailandia incluso hizo algunas advertencias para que no se confundieran los términos.

En Dubái, como en el resto de los Emiratos, la prostitución está prohibida (es incluso ilegal tener relaciones sexuales fuera del matrimonio). Para un país donde la moral oficial es tan puritana, también sorprende que en la mayoría de los centros de masaje sean mujeres quienes atienden tanto a otras mujeres como a hombres.

Hablando hace unos días con un vecino de un país europeo, me enteré que ha dejado de ir a spas que no tengan hombres masajistas a raíz de que una masajista le ofreciera un special massage. No preguntó en qué consistía porque le pareció evidente.

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Siete dias no son nada…

Por: | 17 de junio de 2013

… Ni siquiera viviendo en el Laleh, el hotel donde las autoridades iraníes han obligado a quedarse a los periodistas extranjeros a los que dieron visado para cubrir las elecciones. ¿A qué ese empeño de juntarnos a todos? Probablemente, ha sido por cuestiones prácticas. También la Oficina de Prensa Extranjera del Ershad y las agencias con las que ese Ministerio de Orientación Islámica nos hace trabajar, se han instalado allí durante la semana electoral. Pero tal forma de organizar casa mal con el espíritu independiente de los reporteros. Quien más quien menos ha sospechado que era un intento de controlarnos.

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Claro que al lado del espionaje masivo de datos que se ha revelado en Estados Unidos, el peligro de que los servicios secretos iraníes entraran en nuestros ordenadores, como nos advertía Reporteros Sin Fronteras, parece un chiste. Nos han mareado con normas, limitaciones y el habitual ejercicio de entorpecer nuestro trabajo con papeles y permisos que nunca llegan (no existe el no en Irán). Pero al menos, no nos han obligado a abrir nuestros correos electrónicos o a desvestirnos en el control del aeropuerto como en ocasiones ocurre en Israel.

En Irán la censura es más sutil. O más retorcida. Según se mire. Pongamos por caso, el intento de entrevistar a Faezeh Hachemí, la hija del ex presidente Rafsanyaní (no sé por qué en la prensa occidental se ha generalizado su patronímico en vez de su apellido, Hachemí). Una colega de una tele europea intenta verse con ella. Deja un mensaje en el contestador. Faezeh, como es popularmente conocida, devuelve la llamada y da cita. Veinte minutos más tarde, una eficiente funcionaria del Ershad, avisa a la traductora de la reportera de que la entrevista no está permitida.

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¿Qué están haciendo aquí?

Por: | 12 de junio de 2013

A entre 100 y 150 euros al día, una esperaría que las “agencias de apoyo a los medios” con las que nos obliga a trabajar el Ershad (Ministerio de Orientación Islámica) dieran un servicio más esmerado. No soy tan ingenua como para creer que van a facilitarnos entrevistas con los dirigentes reformistas que el régimen mantiene bajo arresto domiciliario, pero al menos cabría que promocionaran las elecciones que hemos venido a cubrir.

Pues no. La niñera que nos asignan, por lo menos la mía, no tenía ni idea de dónde estaban las sedes electorales de los candidatos o cuándo iban a intervenir estos ante sus seguidores.

“No, yo no tengo teléfonos de gente y esas cosas. Yo sólo traduzco”, me dijo poniendo su mejor acento americano. Y cómo. En su peculiar lingo, un candidato suficientemente cualificado es un “candidato perfecto” y los simpatizantes del susodicho son sus “fans”.

Lo más grave es que en la agencia de la que depende, tampoco tienen esa información. O eso nos dicen. Así que no nos queda más que patearnos Teherán, una ciudad de 15 millones de habitantes, en busca de sedes donde poder preguntar cuándo van a reunirse los candidatos con sus fans.

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Vista aérea del centro de Teherán./ TehranTimes

Con tal objetivo, nos echamos a la calle el lunes. En la sede de campaña de Rohani, el candidato al que a falta de mejor alternativa se agarran quienes desean acabar con el autoritarismo, nos recibió un simpático empleado que además de darnos varios folletos, prometió llamarnos en cuanto supiera el programa de su jefe (aún estamos esperando).

De allí nos fuimos en busca de Qalibaf, pero las pistas que nos dieron en la agencia eran erróneas. Finalmente, llegamos al centro de operaciones del alcalde y tras esperar unos minutos en la entrada, nos recibió un responsable de prensa, Mehdi Mohamedi. Tras contestar a mis preguntas y facilitarnos su teléfono, se ofreció a enseñarnos las instalaciones. Más por cortesía que por verdadero interés, accedí.

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¿Dónde se ha metido?

Por: | 10 de junio de 2013

A diferencia del ayatolá Jomeini que dijo no haber sentido nada al pisar suelo iraní a su regreso del exilio en 1979, yo sí que he sentido un vuelco en el corazón cuando el avión aterrizaba el aeropuerto que lleva su nombre, a las afueras de Teherán. Había bastante de personal en ello tras dos años de una ausencia que no fue deseada por mí, pero también de incertidumbre sobre la libertad de movimiento que voy a tener para trabajar durante los siete días que permite mi visado.

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Sala de llegadas del aeropuerto Imam Khomeini./ wordpress.com

Las perspectivas no son muy halagüeñas. Como ocurre con los candidatos a la presidencia, los periodistas también somos preseleccionados. Aunque los criterios están menos claros. El ministro de Cultura y Orientación Islámica, Mohammad Hosseini, bajo cuya responsabilidad se sitúa el control de los medios de comunicación, pidió la semana pasada al aparato de seguridad del Estado que “refuerce su supervisión en la entrada de periodistas extranjeros”. Su justificación para tal recelo fue que durante las elecciones presidenciales de 2009 “un periodista israelí se coló en el país sin el conocimiento de los servicios secretos”.

Sea como fuere, el mensaje quedó claro. Dado que para la República Islámica Israel es un enemigo irreconciliable, la asociación de los periodistas con ese país nos convierte a todos por extensión en potenciales enemigos ante los que hay que estar alerta. Al final, lo grave no fueron las protestas que se desataron tras la reelección de Mahmud Ahmadineyad hace cuatro años, sino que hubiera testigos para contarlo. Cada vez quedan menos, ya que a partir de entonces no sólo se limitó la presencia de extranjeros sino, lo que es mucho más grave, los propios iraníes han visto cómo se restringía su marco de trabajo.

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Necesitamos sus huellas dactilares

Por: | 08 de junio de 2013

Nos habíamos quedado ayer a la entrada del Consulado de Irán en Dubái. Cogí un número y me senté a esperar mi turno. Había bastante gente, así que saqué una revista del bolso. A la vuelta de un rato, me percaté de que en la ventanilla para visados de “no árabes”, a la que yo debía de dirigirme, estaban atendiendo a varios hombres que habían llegado directamente sin coger número. Así que me levanté, esperé a que acabaran y expliqué que había acudido a recoger mi visado.

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Entrada al consulado de Irán en Dubái

“¿Sabe cuál es el número de expediente?”, respondió el funcionario. Aclaré que no tenía dicho número, que mi visado venía directamente de Teherán y que de la Embajada de Irán en España ya habían advertido de mi visita. El hombre me miró con incredulidad, cogió mi pasaporte, introdujo algún dato en el ordenador y me dijo que no había nada, que volviera a solicitarlo. Como no era la primera vez que me ocurría algo así, no me desesperé.

Volví al control de la entrada, donde había tenido que depositar mi móvil, lo recuperé (tras convencer al portero de que no necesitaba salir sólo para hacer una llamada) y llamé al diplomático que estaba siendo mi interlocutor en la Embajada iraní en Madrid. Me aseguró que hacía cinco minutos que había hablado con su colega en Dubái, que todo estaba arreglado  e incluso me facilitó el nombre de éste.

El señor M. debe de tener un cargo importante en el Consulado porque el funcionario de la ventanilla casi se cuadró cuando regresé y mencioné su nombre. Entonces, sí que finalmente me tomó en serio. Como por arte de magia, mi visado apareció.

“¿Cuándo va a viajar a Teherán?”, preguntó. Le dije que dependía de las fechas del visado. Entonces, empezó a explicarme que el visado era sólo para siete días, que tenía que regresar antes del día 15, que tenía que llevar el billete de avión… Yo le decía a todo que bien, que así lo haría, pero había algo o que yo no entendía o que él no se atrevía a mencionar. Al final, me envió a otra sala a hablar con el responsable de prensa.

El hombre me repitió las restricciones que acompañaban a mi visado, más añadió la obligatoriedad de que me pusiera en contacto con una de las empresas encargadas de los medios extranjeros para la reserva de mi hotel y “otros asuntos prácticos”. Pero me decía que, si quería estar en Teherán el día de las elecciones, el 14 de junio, tenía volver a por el visado el día 9, porque si me lo daban en ese momento, iba a caducar antes.

No daba crédito. ¿No podían poner en el visado que sólo era válido entre los días 9 y 15 de junio, y evitarme una nueva visita al Consulado, con el trastorno que acompaña el tener que disfrazarse de Doña Rogelia sólo para ser recibida? ¿De qué tenían miedo? ¿De que fuera antes de tiempo y me escapara a su vigilancia? ¿O de que entre tanto pasara algo en Irán y las autoridades decidieran suspender la presencia de periodistas en las elecciones?

A la vista de que no podía haber una explicación lógica para ello, el funcionario me aseguró que tenían “un problema técnico”. Me sonó a mentira piadosa. No pude evitarlo. Se me escapó un ¿por qué en Irán todo tiene que ser tan complicado?

El hombre, que hasta entonces se había mostrado muy amable, aprovechó la ocasión para sermonearme a gusto. Desde las dificultades de las niñas francesas para asistir a clase con hiyab, hasta las trabas que los países europeos ponen a los iraníes para lograr visados, pasando por la imagen de terroristas que tienen en el mundo… La verdad es que yo estaba de acuerdo en muchas de sus quejas, pero no veía la relación entre esos problemas y mi visado. Entonces, pronunció la palabra clave, reciprocidad.

Acabáramos, se trataba de hacerme pagar por las injusticias del sistema de relaciones internacionales. Me di cuenta de que aquella conversación no iba a ninguna parte. Así que encajé el gol y traté de al menos obtener que me estamparan el visado de forma que pudiera salir el día 9 y aprovechar los siete días hasta el 15, ya que debido a que el fin de semana en Dubái es viernes y sábado, si les llevaba mi pasaporte el domingo, no podía salir hasta el lunes y perdía un día. Acordamos que lo entregara antes del fin de semana y que me lo devolverían el sábado a mediodía para que pudiera viajar esa misma noche.

Le di las gracias y me despedí, no sin antes anotar su teléfono por si algo fallaba. Ya fuera del recinto, me liberé del sayón y cogí un taxi. No había llegado a casa cuando sonó mi móvil. Era el responsable de prensa. Se había olvidado de decirme que para que me dieran el visado, necesitaba presentar un “certificado de huellas dactilares”. Nunca me habían pedido semejante cosa. ¿Lo hacen en el Consulado?, pregunté sorprendida. “No, llame al señor B. [el funcionario de la ventanilla] y él le dará la dirección”, me indicó.

Así que llamé al señor B., quien me dijo que debía acudir al Cuartel General de la Policía de Dubái. ¿Y eso se lo piden a todo el mundo?, inquirí un poco mosqueada. “No, sólo a los ciudadanos de los países Schengen”, me respondió con total naturalidad. Entonces caí. Era de nuevo la reciprocidad. Sólo que en Europa, a los periodistas iraníes que vienen a trabajar no se les obliga a alojarse en un hotel determinado y contratar un traductor-vigilante de una empresa oficialmente aprobada ni se les prohíbe salir de la capital sin un permiso escrito. Por ese motivo, por acercarme a Qom, que es algo así como viajar de Madrid a Ávila, me detuvieron en el verano de 2010 y me expulsaron en julio de 2011.

¿Creen que todas somos putas?

Por: | 07 de junio de 2013

Aún hay espacio para la sorpresa. La semana pasada recibí un email de Teherán que me anunciaba que el Ershad había aprobado mi visado para cubrir las elecciones presidenciales del 14 de junio, y que en un par de días recibiría la confirmación oficial. El Ershad es el Ministerio de Cultura y Orientación Islámica, el mismo que me expulsó de Irán hace dos años. La fuente era buena, pero no osé mencionar el asunto a mis jefes porque no terminaba de creérmelo. Las autoridades iraníes llevan semanas reforzando el control informativo para evitar que los comicios  se conviertan en una nueva manifestación de descontento como la que hace cuatro años sacudió el país. ¿De verdad iban a dejarme entrar?

Dos días después, el diplomático que estaba siendo mi interlocutor me informó del visado. Así que a primera hora del día siguiente me dirigí, pasaporte en mano, al Consulado General de Irán en Dubái. Fue allí donde empecé a chocar con la realidad de que mi buena fortuna tenía un precio.

“No puede pasar así, tiene que ponerse una bata islámica”, me espetó el portero al cargo del control de entrada.

Precisamente porque iba al Consulado iraní, había sustituido las bermudas y la camiseta con las que trato de sortear los inmisericordes 41ºC que castigan Dubái por estas fechas por un pantalón largo y una camisa de mangas que me cubría la cadera. También llevaba una chaqueta para el aire acondicionado de dentro, así que me ofrecí a cubrirme la cabeza con ella. No le pareció suficiente al mal encarado vigilante de la moral de los otros. “Tiene que taparse hasta aquí”, insistió señalando debajo de sus rodillas.

No daba crédito. La última vez que estuve en ese Consulado, entré vestida de calle y recuerdo que llevaba unos pantalones pirata que me llegaban hasta media pantorrilla. Insistí en que no era iraní, que sólo iba a recoger un visado y que mi casa estaba a media hora de coche. No sirvió de nada. Tras una consulta telefónica con algún superior, el tipo reiteró su negativa, me volvió la espalda y se dedicó a sus asuntos.

Me sentí terriblemente humillada. No era tanto por la exigencia del atavío como por la mirada de superioridad moral que me había lanzado. Mientras buscaba un taxi, mi cerebro echaba chispas.  ¿No les basta con negarse a darnos la mano para no contaminarse con nuestra naturaleza impura de mujeres? ¿Creen que todas somos putas? ¿O es que los funcionarios del Consulado están tan salidos que la visión de una mujer vestida normalmente les hace interrumpir su trabajo? Porque no nos engañemos, por muy bien que una se conserve, no estamos hablando de Beyoncé o de Jennifer López. Ni siquiera de Lady Gaga.

De camino a casa, pensé que si los iraníes quieren que el resto del mundo les respete, van a tener que empezar por respetar ellos al resto del mundo. Al parecer no les vale con imponer cómo tiene que vestirse la gente dentro de su país (a los hombres también les prohíben la corbata, los pantalones cortos y las camisetas con dibujos “satánicos”), sino que necesitan extender la exigencia a sus recintos diplomáticos. Roza lo ridículo.

Como me dijo mi marido, después de dos décadas lidiando con las peculiaridades de la República Islámica debería de haber estado curada de espanto. Pero hay cosas a las que una no se acostumbra nunca. Además, en el pasado, cuando las Embajadas iraníes insistían en hacer del pañuelo la bandera de su revolución, tenían el detalle de ofrecerte uno a la entrada. Nunca me hicieron volver a casa a ponerme un saco por encima. Y desde la llegada de Jatamí a la presidencia, incluso la exigencia desapareció. Como cortesía, solía elegir trajes de pantalón o faldas largas cada vez que tenía cita con algún diplomático.

Si hubiera sido una turista, hubiera renunciado al viaje en aquel mismo momento. No hay sitio arqueológico, monumento o paisaje natural que justifiqué pasar por una humillación semejante. Sin embargo, el deber de informar exige sacrificios. Llegué a casa, cogí la abaya más negra y más larga de mi ropero, y volví al Consulado. Una hora más tarde y 20 euros de taxi extra, allí estaba ocultando mi cuerpo bajo el sayón y ajustándome el pañuelo ante la mirada de triunfo del probo funcionario que, ahora sí, me franqueó el acceso. 
(contiuará)

El País

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