Aterrizo en El Cairo cargada de emociones. Vengo al duelo por la muerte de un amigo. Y sin embargo, no puedo evitar sentirme contenta por el regreso a una ciudad que fue mi hogar durante varios años entre finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa del siglo pasado. Hace justo tres años de mi última visita. Fue en junio de 2010. Vine a entrevistar a Mohamed el Baradei, cuyo regreso tras haber sido el director general del OIEA había despertado un inusual runrún político. ¿Consideraba el diplomático presentarse a las siguientes elecciones previstas para el otoño de 2011? Nada hacía prever entonces el estallido popular que se produciría meses más tarde, Al Zaura (La Revolución), como la bautizarían los jóvenes egipcios (de edad o de espíritu) que la impulsaron.
Vuelvo pues a un país diferente al que conocí. En un fin de semana, además, muy especial. Hoy se cumple un año de la elección como presidente de Mohamed Morsi, un miembro de los hasta entonces ilegalizados Hermanos Musulmanes, y los egipcios, muchos egipcios, están más que defraudados con su gestión. Nada menos que 22 millones han firmado una petición para que adelante las elecciones, según Tamarrod (literalmente, Rebelión), la coordinadora popular que ha convocado una macro manifestación para decir a Morsi que no le quieren, que se vaya. Erhal! (Vete) corean igual que lo hicieron hace dos años hasta que consiguieron echar al faraón convertido esfinge que era Hosni Mubarak. Quieren acabar una revolución que sienten les han arrebatado.
Sólo que ahora la sociedad está mucho más polarizada. En un año, Morsi y los Hermanos Musulmanes no sólo no han logrado arreglar las muchas goteras económicas y sociales que afectan al país, sino que han alienado a liberales, cristianos, laicos, chiíes y cualquiera que no encaje en su particular molde religioso, moral y político. Después de décadas en una oposición semiclandestina, han agarrado el poder como un tesoro propio que no parecen dispuestos a compartir y, temerosos de perderlo a manos de una nueva revuelta popular, han tomado el peligroso camino de movilizar a sus seguidores en una contrarrevuelta. El riesgo de que eventuales choques entre unos y otros desaten un incendio ha sido evocado incluso por Al Azhar, la sede de la más alta autoridad religiosa suní.
“La situación puede agravarse y corres el riesgo de que cierren el aeropuerto unos días”, me había advertido por teléfono la amiga que me acoge. Qué le vamos a hacer. En cualquier caso, siento El Cairo como mi segunda casa. “¿Te has fijado en la cantidad de barbudos que hay por todas partes?”, me pregunta al recogerme en el aeropuerto. La verdad es que no. No sé si ya estoy acostumbrada y no me llama la atención, o que realmente no son tantos. Lo que si he notado es la ausencia de los grupos de turistas extranjeros en la sala de llegadas. Por primera vez, no tengo que hacer cola para comprar mi visado. También me llaman la atención las largas colas de salida que hay en el aeropuerto. Al parecer los vuelos hacia Europa y los países del Golfo están saliendo llenos.
Aunque esta vez no vengo de trabajo, mis ojos entrenados para captar detalles que puedan servirme para una crónica buscan signos de nerviosismo en los policías, refuerzo de presencia policial, pero lo único extraordinario que detecto en el trayecto del aeropuerto a Heliópolis son los numerosos vendedores de banderas egipcias que tanto los pro como los anti Morsi llevan a sus concentraciones. Luego, en el supermercado, la gente hace compras más nutridas que de costumbre “por si acaso”.
Todo parece tranquilo, y sin embargo, la gente está inquieta. Al caer la noche, mientras las cadenas locales calientan motores con imágenes de las dos manifestaciones antagónicas, empiezan a oírse los tambores con los que los partidarios de Morsi se hacen notar y que sus rivales políticos consideran amenazadors. “Son tambores de guerra. Es una tradición muy africana”, comenta preocupado un vecino que ha venido a dar el pésame a la viuda de mi amigo. Las veladas de duelo se han convertido en reuniones políticas, que apenas nos apartan de la televisión a la que todos viven pegados a la espera de noticias.
“Mañana no se queden mirando la tele en casa, bajen a la calle”, les anima Ibrahim Eissa, uno de los periodistas críticos más respetados. Los asistentes al duelo son profesionales de clase media, musulmanes y cristianos, algunos religiosos y otros liberales, pero todos están de acuerdo. Hoy a las cinco estarán en la plaza de Tahrir.