Algún lector me preguntará qué espero en Irak. Pero la verdad es que nunca me acostumbraré a los disparos y quizá por ello confiaba en que algún día a los iraquíes se les acabaran las balas. No me refiero a las de los combates que esas siempre hay quien las ofrece de saldo, sino las celebratorias, las que usan para comunicar su felicidad por un nacimiento, una boda o un partido de fútbol.
Un chaval en el centro de Bagdad con el arma lista para celebrar algo./ Ángeles Espinosa
Como conté ayer en mi Eskup, de repente estalló un tiroteo cerca del lugar en el que me alojo en el barrio de Al Mansur. Hace apenas dos semanas, un incidente similar fue el preludio para el asalto a una cárcel juvenil que se completó con varios coches bomba y granadas de mortero. Así que permanecí alerta. Poco después, todo había acabado y volví a mi trabajo. Pero el tableteo de las ametralladoras volvió a repetirse dos o tres veces más en la siguiente media hora.
Fue mi anfitriona, una libanesa animosa que acompaña a su marido diplomático en este destino, quien me contó que había un partido de fútbol y que los iraquíes estaban celebrando algún gol. En efecto, la selección de sub22 ganó nada menos que a Arabia Saudí, un rival político además de deportivo, lo que insufló de entusiasmo a la hinchada iraquí, de Mosul a Basora y de Kirkuk a Ramadi. Nada como el fútbol para aparcar (momentáneamente) las diferencias etnosectarias (o abrir puertas al extranjero, sobre todo español).
Da la casualidad de que me acompaña en este viaje Ni se les ocurra disparar, una colección de artículos de Javier Marías que me regalaron las pasadas navidades, y anoche me tocaba precisamente el que da título al libro. Con su agudeza habitual, el autor critica la tibieza de las autoridades españolas a la hora de autorizar el uso de la fuerza para repeler a los piratas. Aquí estaba yo en el otro extremo del paradigma, un país con el gatillo fácil, donde a pesar de sucesivas guerras, aún no han desarrollado alergia a las máquinas de matar.
Claramente Irak no es España. Pero no sólo por esa historia reciente, sino también por la geografía. “Nuestros vecinos no nos quieren bien”, me comentaba un amigo iraquí antes de enumerar sus diferencias con los países fronterizos empezando por esa Arabia Saudí, a la que sus jóvenes vencieron anoche al fútbol, y que ve con recelo la simple posibilidad de un Irak democrático. Tal eventualidad, además de afear su monarquía absoluta, da el poder a la mayoría chií, algo que el reino considera anatema. Pero ni siquiera a Irán (un aparente beneficiario de ese reequilibrio de la balanza) o a Turquía les interesa un Irak fuerte, y mayormente trabajan para contenerlo.
Así, no es de extrañar que las balas se vendan baratas en el mercado. Mientras los iraquíes anden a tiro limpio, tendrán menos tiempo de crecer y hacer sombra a quienes les rodean.