Soy poco dada a la nostalgia. Pero confieso haberla sentido en esta ocasión. Ha sido al acudir al Consulado General de Arabia Saudí en Dubái para gestionar mi visado y ser enviada a una gestoría especializada que, cada vez más, se encargan de esos trámites. Aunque tenía noticia de esas empresas, es la primera vez que me he visto obligada a utilizarla y he quedado perpleja. No me malinterpreten. El servicio es cortés, pero he sentido como que le faltaba alma. Nada que ver con el tiempo en que conseguir un visado de periodista para uno de estos países considerados “difíciles” era todo un arte.
El lugar, VFSTasHeel, destila eficacia por todo los lados. Situado en la segunda planta de un centro comercial, da la impresión de ser la lanzadera de salida del viaje en sí. A uno y otro lado del ascensor, sendas entradas diferenciadas, una para varios países Schengen y otra para Arabia Saudí, que era a donde yo me dirigía. En medio, una tienda duty-free como si se tratara de un aeropuerto.
Un ejército de empleados impecablemente uniformados en azul marino se encarga de guiar a los despistados como yo. Antes de pasar el arco detector de metales, varios de ellos se aseguran de que uno lleve consigo todos los documentos necesarios.
-¿Y su billete de avión?
-Es electrónico y lo tengo en el email.
-Pues baje al piso de abajo donde hay una oficina donde alquilan ordenadores y puede imprimirlo.
Con la impresión aún fresca, vuelvo a la empleada, que ahora sí, sella mis papeles, pero antes de devolvérmelos me pregunta: “¿Servicio Sala, Oro o Platino?” Ante mi indisimulada sorpresa, me explica que si elijo Sala obtendré el visado por unos 150 euros; Oro, que cuesta el doble, me dará también un seguro de viaje, y Platino, cuatro veces más, incluye traslado al hotel desde el aeropuerto y viceversa. Le digo que sólo necesito el visado e insiste en repetir la pregunta. Varias veces. Hasta que pronuncio la palabra “sala”.
Tras el control de seguridad, me envían a una sala del fondo. El vestíbulo que atravieso está a medio camino entre zona de espera de un hospital pijo (por las paredes blancas y las luces azules) y pasillo de aeropuerto. Tres empleadas con aspecto de azafatas toman mis documentos y me hacen pasar a la estancia. A la vuelta de un rato me devuelven el pasaporte con un número y a su debido tiempo, me toca el turno.
El joven que hay detrás del ordenador ya tiene mis papeles y teclea los datos con gran profesionalidad. Sólo cuando me pregunta por mi religión, me doy cuenta de que estoy solicitando un visado para Arabia Saudí y no registrándome para un tratamiento de cirugía estética.
“Estará listo dentro de tres o cuatro días. Le enviaremos un mensaje al móvil”, me informa. Al hombre le da igual que mi visado ya esté aprobado por el Ministerio de Exteriores en Riad, que yo haya estado antes en el país, o que mi vuelo salga al día siguiente. Es un proceso automático, despersonalizado, sin alma.
Tal vez sea la única forma de procesar las decenas de miles de visados a los que algunos países tienen que hacer frente cada mes. Y desde luego evita las lamentables colas que solían formarse alrededor de algunos consulados. Sin embargo, no puedo evitar echar de menos cuando lograr el preciado sello en el pasaporte requería de entusiasmo, capacidad de convicción y paciencia, mucha paciencia, pero sobre todo contacto personal.
Como periodista, aprovechas fiestas nacionales y otros saraos no sólo para comer canapés (que también), sino sobre todo para hacerte con tarjetas de visita. El cónsul de un país árabe al que nadie está prestando atención. El guaperas número dos de la embajada de un Gobierno intratable. La joven diplomática despistada de un país más poderoso. Todos son un potencial abridor de puertas ante la eventual necesidad de un visado. Luego, eso sí, hay que mantener el contacto. Pasar un día a tomar un té. Hacer de vez en cuando una llamada. Acudir a su fiesta nacional.
Aún recuerdo las incontables visitas que realicé al entonces cónsul iraquí en Ammán antes de la guerra de Irak de 1991. Sólo su visto bueno garantizaba el acceso a un país a punto de ser bombardeado y los periodistas, ya se sabe, nos pirramos por los fuegos artificiales. Es cierto que los permisos venían desde Bagdad. Pero nadie dudaba que el hombre pudiera dar el cambiazo a un par de papeles y colar a un reportero o reportera especialmente simpático. Quién iba darse cuenta en aquellas circunstancias.
Conseguir convencer al enviado de una autocracia cualquiera del genuino interés de tu medio en contar las bondades ocultas de su país, también requiere cintura para no pillarte los dedos haciendo una loa del dictador. A veces, ellos mismos tienen reparos y tratan de ayudarte. O simplemente quieren dar una buena imagen. O les caes bien. Quién sabe. Pero el tira y afloja, las visitas y los tés, hacían que el viaje empezara mucho antes de coger el avión para Riad, Bagdad o Kabul. Y en las conversaciones ibas aprendiendo.
Por eso echo de menos al cónsul.
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