Ángeles Espinosa

Regreso a Kabul

Por: | 30 de marzo de 2014

Las malas noticias preceden cualquier viaje a Afganistán en estas fechas preelectorales. La organización con la que iba a alojarme me llama la víspera para decirme que tras los últimos atentados, temen convertirse en un objetivo. Así que están pensando dispersarse y trabajar cada uno por su lado hasta que pase la alerta. La oferta de hospitalidad de un diplomático es retirada por su jefe, quien se justifica diciendo que la situación es muy peligrosa y ellos no pueden sacar las castañas del fuego a todos los imprudentes periodistas que se aventuran a venir al país.

Casi mejor, porque no me veo pasando toda la semana en un refugio con un burócrata y su docena de guardaespaldas. A pesar de los pesares, y sin despreciar los riesgos, hay mucha vida en las calles de Kabul. Pero empecemos por el principio.

Los vuelos de FlyDubai y Emirates procedentes de Dubai van a tope. El atentado contra la sede de la Comisión Electoral impidió ayer el aterrizaje de ambas aerolíneas y hoy se han juntado con el doble de pasajeros. Entre ellos, tiarrones cuadrados de esos que no pueden ocultar que trabajan en alguna empresa de seguridad, funcionarios internacionales, media docena de periodistas, pero sobre todo, afganos, muchos afganos, no sé si acostumbrados a la violencia o inasequibles al desaliento. Al fin y al cabo vuelven a su país.

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Terminal del aeropuerto de Kabul. / khaama.com

Cuando descendemos del avión me percato de que algunas de las viajeras, sobre todo las afganas, se han cubierto la cabeza aunque ya no es obligatorio como en tiempos de los talibán. “La mentalidad aún no ha cambiado. Hacen falta generaciones”, me ha dicho poco antes mi compañero de asiento (un afgano). Incluso quienes dejamos el pelo al aire, llevamos el pañuelo colgado del cuello como si fuera un talismán protector. En la cola de los pasaportes, reflexiono sobre lo absurdo de ese gesto.

A los retrógrados que quieren imponer su ley, no les preocupa que se vea un mechón o dos de pelo, sino el hecho mismo de que las mujeres se muevan con independencia y ocupen el espacio público. Además, en estos días están enfrascados en una guerra mayor: la lucha por el poder. Ningún problema con quienes eligen ocultar su cuerpo o meterse monjas de clausura. El problema es que las afganas siguen sin tener opción.

Tras casi cinco años de ausencia, noto el lavado de cara del aeropuerto, mucho más limpio y organizado que la última vez que lo utilicé. Los procedimientos también se han modernizado. Ahora, los policías que controlan los pasaportes también fotografían y toman las huellas dactilares del pasajero. Tras recoger las maletas, una funcionaria se asegura de que nadie se lleve la que es no es suya y todo el mundo pasa el equipaje por una máquina de rayos X.

A la salida, todo está tan inusitadamente tranquilo y organizado que me extraña no encontrar al conductor que viene a esperarme. Por seguridad, se ha restringido el acceso del público y tanto familiares como chóferes esperan en un aparcamiento más alejado, al que sólo puede llegarse en autobús. El que había justo enfrente de la terminal se ha convertido en una granja solar.

Pero lo más sorprendente es que todo funciona con orden y diligencia. Incluso los mozos que ayudan a cargar los equipajes en los autobuses increíblemente altos que trasladan a los pasajeros entre el parking y el aeropuerto, se muestran comprensivos cuando los extranjeros les dan la propina en riales iraníes o dírhams de Emiratos, o se disculpan por no tener cambio.

Ya fuera del recinto, de camino al barrio de Qala-e-Fatullah, donde finalmente he encontrado acomodo, encuentro una ciudad viva, llena de gente que va y viene. Incluso hay mujeres en la calle. Buen signo. Y las más jóvenes parecen haber copiado la moda iraní del pañuelo y el abrigo corto. Al menos en el centro, los burkas ya no son la única vestimenta posible.

Hay 1 Comentarios

Los imperialistas van a saquear las riquezas de Afganistán, a matar, a crear clanes asesinos, a corromper a los jefes de las tribus, a crear conflictos entre diferentes tribus, a vender armas, a aumentar las plantaciones de opio, a implantar bases para mercenarios venidos de todas partes del mundo, etc..
Y para maquillar su vandalismo, se hacen acompañar con agentes de la propaganda, de periodistas legitimadores, que hablan de cosas tiernas y emotivas.
Sin ese maquillaje, los pueblos occidentales no aceptarían mandar sus hijos a guerrear y saquear en nombre del capitalismo salvaje.
Algunas lectoras que no se darían cuenta en donde reside la manipulación y el engaño, saltarían a comentar con rabia feminista desconsolada lo de que la mujer afgana aún sigue llevando burka.

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Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

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