Ángeles Espinosa

Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

Eskup

Talibanes

Por: | 07 de abril de 2014

Antes de marcharme de Kabul, he ido a visitar el Museo Nacional. Así he descubierto que frente las ruinas del palacio de Dar-ul-Aman, están construyendo el nuevo Parlamento. Es la imagen perfecta de la situación en que se encuentra este país. Mientras el edificio que un día alojó al rey Amanullah refleja la destrucción de las últimas décadas, la nueva obra constituye una promesa de la balbuciente democracia. El pasado y el futuro de Afganistán.

Kabul_Museum

Una visitante en el Museo de Kabul. / fineart.about.com

Resulta milagroso que aún se mantengan en pie las paredes de aquel edificio mil veces bombardeado. Lo mismo podría decirse de esta nación que se convirtió en el punto caliente de la guerra fría durante la ocupación soviética (1979-1989), se sumió luego en la guerra civil (1992-1996), padeció la tiranía de los talibanes (1996-2001) y respira desde entonces con la ventilación asistida de las fuerzas internacionales.

Sorprendente es también la apuesta que revela el nuevo Parlamento. Aunque señores de la guerra, jefes tribales y grupos armados siguen arrogándose un poder que nadie les ha dado, la población acude a las urnas jugándose literalmente la vida y sonrojando a quienes en países con democracias consolidadas obviamos el trámite. Los talibanes y otros grupos extremistas pueden denunciar las elecciones como una perversión occidental, pero los afganos ya no están dispuestos a vivir sometidos a sus delirios medievales.

A menudo leo comentarios de lectores que justifican los atentados y asesinatos de esos radicales como una insurgencia legítima contra “la ocupación extranjera”. No es tan sencillo. Por supuesto que a los afganos no les gusta esa presencia, pero para muchos de ellos no se trata de si está justificada o no, si no de mera supervivencia.

Sólo hay que hablar con las minorías (tayikos, hazaras, uzbekos, nuristanis, kuchis, hasta un puñado de sijs). Pero también con muchos pastunes educados. Todos ellos fueron víctimas de las luchas de poder de los a menudo idealizados líderes muyahidín, primero, y del obscurantismo talibán después. La idea de que unos u otros recuperen el poder, les provoca horror. (Y si Irak sirve de pista, la salida de los ejércitos foráneos no acabará con su violencia sino que la agudizará.)

Por supuesto que los talibanes también son parte de este país. Pero sus acciones violentas deslegitiman su causa. Mientras se quejan, con razón, de las víctimas que causan los soldados extranjeros, callan que ellos han matado a 16.000 civiles, además de a miles de uniformados afganos. Por no hablar de que coartan la libertad de sus compatriotas para expresar sus preferencias políticas y sociales.

El Museo Nacional es un buen ejemplo del objetivo de esos intransigentes. Durante la guerra civil, fue saqueado. Pero durante su gobierno, hubo “un programa de destrucción planificada de esculturas y figuritas” (no lo digo, yo, lo dicen los responsables afganos del museo). ¿Sus objetivos? Piezas de la edad de bronce, de la época greco-bactriana… todo lo que fuera anterior al islam, pero en especial las estatuas de madera de Nuristán y los budas. Al menos dañaron dos mil piezas.

Si se borran las huellas de la historia, se puede reinventar el pasado a la medida de unos ideales que no todos comparten. Interesante también, la sala etnográfica, donde se exhiben varios ejemplos de trajes femeninos de las distintas etnias en el siglo XIX. No hay un solo burka.

Seguridad

Por: | 04 de abril de 2014

Kabul está totalmente tomado por las fuerzas de seguridad afganas. Los controles se han extremado ante las elecciones presidenciales y provinciales de mañana sábado. En las carreteras de acceso a la capital, los soldados paran a los camiones ante el temor a que puedan esconder explosivos, causando enormes colas. En la ciudad, la policía ha pedido a cafés y restaurantes frecuentados por extranjeros que cierren sus puertas hasta que pasen los comicios, como medida de precaución. La psicosis es grande. Y a la vista de los atentados que se han sucedido en las últimas semanas, fundada.

Estaba escribiendo este post a primera hora de la mañana cuando ha llegado la noticia del tiroteo contra las dos compañeras de AP, que ha matado a Anja Niedringhaus y dejado malherida a Kathy Gannon. Conocí a Katy en Islamabad, de la mano de Françoise Chipaux. Siempre ha sido una referencia para los periodistas que nos interesamos por esta parte del mundo. Inevitablemente, el suceso ha influido en mi estado de ánimo.

Coche
Coche en el que viajaban las dos periodistas cuando fueron tiroteadas./ Reuters

“Ten cuidado”, te dicen en la redacción (y por descontado, tus familiares y amigos). ¿Qué significa eso? ¿Qué no te pongas en el camino de un terrorista suicida? ¿Qué no pases por delante de la sede de la Comisión Electoral cuando la ataca un comando talibán? ¿Qué no vayas a los restaurantes o a los hoteles? ¿Qué no salgas de casa para que no te pase como al periodista sueco Nils Horner, asesinado a tiros en el centro de Kabul? ¿O qué estés siempre fuera por si acaso la asaltan como en el caso de la ONG Roots of Peace?

Nadie lo sabe. Parece prudente no acudir inmediatamente a la escena de un atentado porque a menudo los terroristas hacen estallar un segundo artefacto justo cuando llegan los servicios de socorro (el colmo de la crueldad) y los reporteros. En algunas organizaciones, establecen toques de queda y piden a sus empleados que no estén fuera de sus alojamientos cuando cae la noche o más tarde de las nueve, o de las diez. Son límites aleatorios cuya lógica desconozco.

Si bien evitar salir de noche puede hacer más improbable que a uno lo asalten y lo desvalijen (no sólo en Kabul, sino en medio mundo), no creo que esa sea la principal preocupación aquí. Además, la mayor parte de los atentados suceden a plena luz del día. En un par de salidas nocturnas, a cenar y a una entrevista, he encontrado mayor tranquilidad que durante el día. Apenas hay nadie en las calles y el riesgo de quedar atrapado en un atasco, con escasas posibilidades de escapatoria en caso de atentado, es mucho menor.

Todos hemos visto estos días cómo aumentaba el celo con el que los guardas de cualquier embajada o sede pública pasan el espejo debajo de los coches, o el perro entrenado para detectar explosivos.  También se han intensificado hasta el aburrimiento las veces que uno tiene que ser cacheado antes de acceder a un mitin político o un centro oficial.

“Si se hiciera un buen registro una vez, no harían falta los demás”, me dijo un especialista en seguridad en una ocasión en Irak. Pero no se hace bien. O se hubiera evitado que cuatro talibanes se colaran en el hotel Serena y mataran a ocho personas, entre ellas un colega de France Presse, y que un hombre vestido de soldado matara a seis policías en la entrada al Ministerio del Interior.

¿Qué podemos hacer los periodistas para protegernos? “Tú, sé prudente”, me ha dicho cariñoso un compañero en un email. “Cuidado, mil ojos”, ha escrito un amigo en mi muro de Facebook.

Estoy segura de que Anja y Kathy eran prudentes y andaban con mil ojos. Eran periodistas experimentadas. Acompañaban a un equipo de distribución de material electoral a los centros de votación. Iban escoltadas por miembros de las Fuerzas de Seguridad afganas, que han entrenado tropas occidentales. Y ha sido justo uno de ellos, el jefe al parecer, el que al grito de “Dios es el más grande” ha arrebatado la vida de Anja y lo ha intentado con Kathy.

(Los musulmanes de bien, que son muchos, deberían empezar a quejarse de que los asesinos usen su proclamación de fe como seña de identidad; ningún agravio justifica atacar a dos personas desarmadas en ningún lugar del mundo).

Vivir en un búnker

Por: | 01 de abril de 2014

Hoy he tenido la tentación de sentarme a comer en la terraza del Estambul, en Shahr-e Naw, un barrio cuyo nombre significa literalmente Ciudad Nueva. Es un garito de comida rápida que ofrece los ubicuos donner turcos, con un par de mesitas en la puerta. El sol se colaba por entre las nubes dando un aspecto apacible al ese rincón de Kabul. ¿Engañosamente?

Tal vez. La gruesa barrera de metal que rodea el pequeño aparcamiento adyacente recuerda la realidad de los atentados que con frecuencia sufre la capital afgana. No es el único signo. Para entrar en los supermercados, los hoteles e incluso los restaurantes de más postín, también hay que pasar controles más propios de una instalación estratégica. Y aún así, los esfuerzos no siempre logran evitar que se cuele algún descerebrado con aspiraciones al martirio, a ser posible de los otros.

Kabul
Barreras de metal protegen un banco en Kabul. / pajhwok.com

Kabul se ha bunkerizado. Sin embargo, en mis idas y venidas a la caza y captura de datos con los que completar el puzzle de mis crónicas, no he tenido la sensación de opresión que me suele producir Bagdad. Tal vez sea porque no hay tantos muros de hormigón armado ni una Zona Verde, que es todo menos color esmeralda. Cierto que algunos rincones se han aislado de la ciudad (y de los afganos) tras esas nuevas murallas como el Palacio Presidencial, la Embajada de EEUU o el complejo que reúne a las legaciones de Francia y Canadá.

Pero nada alcanza el nivel del Green Village, un alojamiento teóricamente seguro para extranjeros, de estética a medio camino entre prisión de alta seguridad y campamento de scouts. Sólo alguien masoca se va a vivir allí por gusto. A otros, como a los miembros de EUPOL o a los funcionarios de la ONU tras el atentado contra el hotel Serena, no les queda más alternativa.

Situado en la carretera de Jalalabad, en uno de los tramos más peligrosos de la periferia de la capital, para llegar al interior de ese recinto amurallado hay que franquear tres enormes portones metálicos. Tras el primero, un guarda jurado se asegura de que personas y vehículos estén autorizados a pasar, o incluidos en la lista de invitados. Sólo entonces pronuncia el abretesesamo que da acceso al segundo compartimento blindado.

Allí, detrás de unos sacos terreros, un grandullón con aspecto anglosajón supervisa el trabajo de otra media docena de hombres (ninguno afgano) que revisan el coche y vuelven a comprobar la documentación. Pero la apertura de la tercera puerta, una operación que requiere ayuda hidráulica, no da paso al paraíso sino a un parking. Todavía habrá que cruzar un nuevo control a pie, esperar a que tu anfitrión venga a recogerte y entregar el pasaporte a cambio de una tarjeta que te marca como elemento ajeno al recinto. O sea, que no puedes usar sus zonas comunes.

No se pierde mucho. A pesar de las luces de feria de pueblo que iluminaban el jardín el día de mi visita, los comedores despedían un aire militarote que no animaba mucho a una cena de confidencias y puesta al día con una amiga a la que no veía desde hace tiempo. En el gimnasio se respiraba testosterona. Desconozco a qué se dedican esos caballeros (pocas mujeres) cuando no están levantando pesas, pero me temo que no a las obras caritativas.

Los diferentes grupos de inquilinos están distribuidos en barracones. Policías europeos por aquí, funcionarios de la ONU por allá, contractors (el último eufemismo para los mercenarios) por todas partes. Los distintos bloques se comunican por caminos de cemento con márgenes ajardinados como si fuera un campamento de scouts. Sólo que en casi cada esquina hay una trinchera de sacos terreros para servir de refugio en caso de ataque. Y ya han sufrido un par ellos, según me cuenta mi anfitriona.

A las diez, hay toque de queda. Me voy antes. Con una sensación triste. ¿Qué recuerdo se llevarán de Kabul quiénes sólo hayan visto el Green Village y las oficinas donde estén trabajando?

Esta vida bunkerizada termina contagiándonos a todos (si tanto se protegen por algo será, te dices). Al final, he cogido mi donner en el Estambul y me lo he llevado a comer a casa. Lástima de sol primaveral. Fin

El País

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