Antes de marcharme de Kabul, he ido a visitar el Museo Nacional. Así he descubierto que frente las ruinas del palacio de Dar-ul-Aman, están construyendo el nuevo Parlamento. Es la imagen perfecta de la situación en que se encuentra este país. Mientras el edificio que un día alojó al rey Amanullah refleja la destrucción de las últimas décadas, la nueva obra constituye una promesa de la balbuciente democracia. El pasado y el futuro de Afganistán.
Una visitante en el Museo de Kabul. / fineart.about.com
Resulta milagroso que aún se mantengan en pie las paredes de aquel edificio mil veces bombardeado. Lo mismo podría decirse de esta nación que se convirtió en el punto caliente de la guerra fría durante la ocupación soviética (1979-1989), se sumió luego en la guerra civil (1992-1996), padeció la tiranía de los talibanes (1996-2001) y respira desde entonces con la ventilación asistida de las fuerzas internacionales.
Sorprendente es también la apuesta que revela el nuevo Parlamento. Aunque señores de la guerra, jefes tribales y grupos armados siguen arrogándose un poder que nadie les ha dado, la población acude a las urnas jugándose literalmente la vida y sonrojando a quienes en países con democracias consolidadas obviamos el trámite. Los talibanes y otros grupos extremistas pueden denunciar las elecciones como una perversión occidental, pero los afganos ya no están dispuestos a vivir sometidos a sus delirios medievales.
A menudo leo comentarios de lectores que justifican los atentados y asesinatos de esos radicales como una insurgencia legítima contra “la ocupación extranjera”. No es tan sencillo. Por supuesto que a los afganos no les gusta esa presencia, pero para muchos de ellos no se trata de si está justificada o no, si no de mera supervivencia.
Sólo hay que hablar con las minorías (tayikos, hazaras, uzbekos, nuristanis, kuchis, hasta un puñado de sijs). Pero también con muchos pastunes educados. Todos ellos fueron víctimas de las luchas de poder de los a menudo idealizados líderes muyahidín, primero, y del obscurantismo talibán después. La idea de que unos u otros recuperen el poder, les provoca horror. (Y si Irak sirve de pista, la salida de los ejércitos foráneos no acabará con su violencia sino que la agudizará.)
Por supuesto que los talibanes también son parte de este país. Pero sus acciones violentas deslegitiman su causa. Mientras se quejan, con razón, de las víctimas que causan los soldados extranjeros, callan que ellos han matado a 16.000 civiles, además de a miles de uniformados afganos. Por no hablar de que coartan la libertad de sus compatriotas para expresar sus preferencias políticas y sociales.
El Museo Nacional es un buen ejemplo del objetivo de esos intransigentes. Durante la guerra civil, fue saqueado. Pero durante su gobierno, hubo “un programa de destrucción planificada de esculturas y figuritas” (no lo digo, yo, lo dicen los responsables afganos del museo). ¿Sus objetivos? Piezas de la edad de bronce, de la época greco-bactriana… todo lo que fuera anterior al islam, pero en especial las estatuas de madera de Nuristán y los budas. Al menos dañaron dos mil piezas.
Si se borran las huellas de la historia, se puede reinventar el pasado a la medida de unos ideales que no todos comparten. Interesante también, la sala etnográfica, donde se exhiben varios ejemplos de trajes femeninos de las distintas etnias en el siglo XIX. No hay un solo burka.