“Por la amistad hispano-iraquí”, brinda alguien elevando un botellín de agua. “Por la amistad hispano-iraquí”, le responden con sus cervezas varios españoles (y algún iraquí). Sendas banderas colgadas de una caseta cercana enmarcan la reunión. Empieza a ponerse el sol y a la luz del anochecer, las mesas y sillas de plástico cuidadosamente colocadas a la orilla del río dan aspecto de chiringuito de playa en fin de semana. Pero el río es el Tigris; estamos en Bagdad y es jueves por la noche, la víspera del descanso semanal en Irak.
Vista del Tigris a su paso por Bagdad. / AFP
Un empresario y varios arquitectos e ingenieros españoles que trabajan en Bagdad han organizado una barbacoa con varios colegas iraquíes. En un país, plagado por la violencia, donde las oportunidades de ocio están limitadas por el riesgo de atentados, el toque de queda y la pesadez de los controles de seguridad, la cita es más que una ocasión social. Constituye una reivindicación de la normalidad.
Es lo mismo que hacen las familias iraquíes que aún van a pasear a los parques los fines de semana. O los enamorados que dan un paseo en barco por el Tigris. O los intelectuales que siguen reuniéndose en los cafetines cargados de humo de Al Mutanabbi para resolver el mundo frente a una pipa de agua y un té cargado de azúcar. En los callejones alejados de las vías principales, incluso es posible ver a niños jugando al fútbol.
Iraquíes a bordo de uno de los barcos que surcan el Tigris. / Reuters
Como en cualquier reunión de amigos y colegas, Abbas, Manuel, Hathal, Jorge, Hasan, Antonio y el resto del grupo de la barbacoa se ponen al día de sus actividades y planes; hacen bromas, e inevitablemente, hablan de política. De política iraquí, por supuesto. En vez de Rajoy, Rubalcaba y la cuestión catalana, se menciona a Al Maliki, a Allawi, a chiíes y suníes, a los kurdos… Todo muy parecido si no fuera por la violencia.
Hay preocupación, pero no pánico. La mayor contrariedad es la suspensión de Whatsapp, Skype, Viber y otros servicios de Internet, que les permitían estar casi permanentemente comunicados con sus parejas y familiares. Ahora, saben que cualquier incidente les tendrá preocupados hasta que llamen al concluir su jornada laboral.
Aún así, ninguno de los españoles se plantea marcharse de momento. El contacto diario con sus colegas iraquíes les da otra perspectiva, una visión más matizada que la que transmiten los titulares de prensa. Se sienten valorados y tienen la posibilidad de hacer un trabajo que ahora mismo sería imposible en España. Unos construyen la futura Ópera de Bagdad; otros supervisan el proyecto de dos hospitales inspirados en el de Móstoles; uno más acaba de registrar su empresa y espera empezar a trabajar enseguida.
¿No está Irak a punto de saltar por los aires? No esta noche, junto al Tigris. Como si todas las amenazas se hubieran quedado detenidas fuera, reina un clima de confianza. Eso no significa que desconozcan los riesgos.
Alfonso ha estado tres meses viviendo dentro del estadio de Ciudad Sadr, que está renovando la empresa estadounidense para la que trabaja. Era el único español entre tres centenares de empleados venidos de Turquía. Tras el secuestro en Mosul de 80 ciudadanos de ese país, incluido el cónsul, todos sus compañeros han sido evacuados. La obra se ha parado y él espera un nuevo destino; tal vez en Basora, al sur.
Aunque desde fuera parezca que Irak es una amalgama imposible de grupos étnicos y confesionales en perpetua lucha, la guerra, como la suerte, va por barrios. O mejor por regiones. Mientras en el Noroeste suní atraviesan un periodo inestable e incierto, el Sur chií y el Norte kurdo continúan tranquilos y seguros.
Mi familia y mis amigos (sobre todo María y Tania) se inquietan cuando viajo a países en conflicto como Irak o Afganistán. Es normal. Una de las cosas que suelen repetirme es “no sé cómo lo aguantas, cómo aguanta la gente de esos sitios”. Y la barbacoa, o el paseo por el parque o la reunión familiar, es una de las razones. Porque incluso en medio de la locura de la guerra, hay momentos de normalidad que hacen llevaderas las dificultades interminables.
Tal como aprendí en Beirut, donde viví al final de la guerra civil que se prolongó de 1975 a 1989, ni siquiera los combatientes se pasan las 24 horas del día luchando. Incluso bajo los bombardeos, los afectados se mantienen a flote agarrándose a pequeños detalles cotidianos y a veces sonríen y hasta se enamoran.