Ángeles Espinosa

Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

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Barbacoa junto al Tigris

Por: | 24 de junio de 2014

“Por la amistad hispano-iraquí”, brinda alguien elevando un botellín de agua. “Por la amistad hispano-iraquí”, le responden con sus cervezas varios españoles (y algún iraquí). Sendas banderas colgadas de una caseta cercana enmarcan la reunión. Empieza a ponerse el sol y a la luz del anochecer, las mesas y sillas de plástico cuidadosamente colocadas  a la orilla del río dan aspecto de chiringuito de playa en fin de semana. Pero el río es el Tigris; estamos en Bagdad y es jueves por la noche, la víspera del descanso semanal en Irak.

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Vista del Tigris a su paso por Bagdad. / AFP

Un empresario y varios arquitectos e ingenieros españoles que trabajan en Bagdad han organizado una barbacoa con varios colegas iraquíes. En un país, plagado por la violencia, donde las oportunidades de ocio están limitadas por el riesgo de atentados, el toque de queda y la pesadez de los controles de seguridad, la cita es más que una ocasión social. Constituye una reivindicación de la normalidad.

Es lo mismo que hacen las familias iraquíes que aún van a pasear a los parques los fines de semana. O los enamorados que dan un paseo en barco por el Tigris. O los intelectuales que siguen reuniéndose en los cafetines cargados de humo de Al Mutanabbi para resolver el mundo frente a una pipa de agua y un té cargado de azúcar. En los callejones alejados de las vías principales, incluso es posible ver a niños jugando al fútbol.

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Iraquíes a bordo de uno de los barcos que surcan el Tigris. / Reuters

 

 

 

Como en cualquier reunión de amigos y colegas, Abbas, Manuel, Hathal, Jorge, Hasan, Antonio y el resto del grupo de la barbacoa se ponen al día de sus actividades y planes; hacen bromas, e inevitablemente, hablan de política. De política iraquí, por supuesto. En vez de Rajoy, Rubalcaba y la cuestión catalana, se menciona a Al Maliki, a Allawi, a chiíes  y suníes, a los kurdos… Todo muy parecido si no fuera por la violencia.

Hay preocupación, pero no pánico. La mayor contrariedad es la suspensión de Whatsapp, Skype, Viber y otros servicios de Internet, que les permitían estar casi permanentemente comunicados con sus parejas y familiares. Ahora, saben que cualquier incidente les tendrá preocupados hasta que llamen al concluir su jornada laboral.

Aún así, ninguno de los españoles se plantea marcharse de momento. El contacto diario con sus colegas iraquíes les da otra perspectiva, una visión más matizada que la que transmiten los titulares de prensa. Se sienten valorados y tienen la posibilidad de hacer un trabajo que ahora mismo sería imposible en España. Unos construyen la futura Ópera de Bagdad; otros supervisan el proyecto de dos hospitales inspirados en el de Móstoles; uno más acaba de registrar su empresa y espera empezar a trabajar enseguida.

¿No está Irak a punto de saltar por los aires? No esta noche, junto al Tigris. Como si todas las amenazas se hubieran quedado detenidas fuera, reina un clima de confianza. Eso no significa que desconozcan los riesgos.

Alfonso ha estado tres meses viviendo dentro del estadio de Ciudad Sadr, que está renovando la empresa estadounidense para la que trabaja. Era el único español entre tres centenares de empleados venidos de Turquía. Tras el secuestro en Mosul de 80 ciudadanos de ese país, incluido el cónsul, todos sus compañeros han sido evacuados. La obra se ha parado y él espera un nuevo destino; tal vez en Basora, al sur.

Aunque desde fuera parezca que Irak es una amalgama imposible de grupos étnicos y confesionales en perpetua lucha, la guerra, como la suerte, va por barrios. O mejor por regiones. Mientras en el Noroeste suní atraviesan un periodo inestable e incierto, el Sur chií y el Norte kurdo continúan tranquilos y seguros.

Mi familia y mis amigos (sobre todo María y Tania) se inquietan cuando viajo a países en conflicto como Irak o Afganistán. Es normal. Una de las cosas que suelen repetirme es “no sé cómo lo aguantas, cómo aguanta la gente de esos sitios”. Y la barbacoa, o el paseo por el parque o la reunión familiar, es una de las razones. Porque incluso en medio de la locura de la guerra, hay momentos de normalidad que hacen llevaderas las dificultades interminables.

Tal como aprendí en Beirut, donde viví al final de la guerra civil que se prolongó de 1975 a 1989, ni siquiera los combatientes se pasan las 24 horas del día luchando. Incluso bajo los bombardeos, los afectados se mantienen a flote agarrándose a pequeños detalles cotidianos y a veces sonríen y hasta se enamoran.

Se prohíben las armas durante las horas de funcionamiento del bar

Por: | 22 de junio de 2014

“Se prohíben las armas durante las horas de funcionamiento del bar”. El cartel situado en la puerta del establecimiento parece razonable. Como en el caso de la conducción, “si bebes, no dispares”. Sólo que no estoy invitada a tomar una copa en el último garito de moda de Bagdad, sino a asistir a una misa.

La eucaristía se celebra dentro del perímetro fortificado de la Embajada de Estados Unidos en Irak. Aunque las instalaciones son lo suficientemente amplias para haber albergado a 16.000 personas hasta hace dos años, la sala multiusos que por las tardes-noches hace de bar, sirve durante el día para las ceremonias religiosas de los habitantes de este oasis-prisión.

Incluso con la última reducción de personal la semana pasada, a raíz de la ofensiva yihadista que ha capturado un tercio de Irak, aquí trabaja y vive  más gente que en muchos pueblos. Unas 4.000 personas, se estima. Y desde luego, disponen de una dotación de servicios que envidiaría la mayoría en este país, e incluso en el resto del mundo.

Superadas los gigantescos portones de entrada y la gigantesca bandera de Estados Unidos, el lugar tiene aspecto del típico campus universitario americano. Edificios bajos rodeados de césped, con campos de deporte y gente que se traslada en bicicleta de un lado a otro. También hay un servicio de minibús, y puntos de reciclaje. Sólo unas pequeñas casamatas de hormigón en las esquinas desentonan con el paisaje. Son los refugios para caso de bombardeo.

Además de la Cancillería, las residencias del embajador y su segundo, hay varios bloques de viviendas para el personal. Los habitantes de este idílico enclave disponen de gimnasio, piscina, supermercado, cafeterías, terrazas al aire libre, sala de lectura… Incluso una oficina del Banco de Bagdad. En total, 42 hectáreas en la orilla occidental del Tigris, cuya construcción costó casi 600 millones de dólares (unos 440 millones de euros).

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“Las ventanas son todas blindadas”, explica el anfitrión que en todo momento tiene que acompañar a sus visitantes.

El elevado coste de esa prevención contra los previsibles ataques de quienes consideran a EEUU el origen de sus males, ha hecho que las construcciones que albergan a contratistas y equipos de seguridad carezcan de ventanas. Así que la hilera de cubos de cemento, con apenas unos respiraderos, no son salas de maquinaria sino “alojamientos seguros”. Seguros y, sin duda, opresivos.

También el gran comedor colectivo, similar al que frecuenté durante mi estancia en la Universidad de Ohio, está protegido por enormes paredes de hormigón. Los lavabos de la entrada (cuyo uso es obligatorio) me recuerdan a las instalaciones militares que visité mientras duró la ocupación. El resto ofrece una apacible normalidad… como cualquier barrio de clase media americana.

Es fácil olvidarse de que estamos en Bagdad, donde la gente carece de servicios públicos. En la capital del quinto productor de petróleo, no hay una recogida de basuras digna de ese nombre, los cortes eléctricos son una constante y el agua que sale de los grifos no es potable. Con temperaturas que ya superan los 45ºC, el aire acondicionado es un lujo que sólo se pueden permitir aquellos con dinero suficiente para disponer de un generador potente.

En contraste, el recinto de la embajada estadounidense resulta un oasis de tranquilidad. Pero también es en buena medida una cárcel para sus habitantes, que tienen muy restringidas las salidas. A pesar de encontrarse dentro de lo que se denomina Zona Verde (han fracasado los esfuerzos iraquíes por rebautizarla Zona Internacional), no todo el mundo tiene permiso para asomarse al exterior, menos aún a la Zona Roja, donde nos alojamos el resto de los mortales. Para hacerlo, necesitan un enorme despliegue de seguridad (coche blindado, chaleco antibalas, guardaespaldas).

“Estamos un poco prisioneros”, admite el anfitrión. “Y como los prisioneros de verdad, algunos contratistas que llevan aquí diez años se han acostumbrado tanto a las rutinas que cuando vuelven [a EEUU] tienen dificultades para adaptarse a la vida fuera”.

Toda una metáfora de los problemas que afrontan para entender la región.

En el bar-capilla, se nota la ausencia de muchos habituales que han sido evacuados o que han adelantado el final de su contrato. La liturgia del día incluye la lectura del Salmo 147: “Alaba a tu Dios, oh Sion.Porque fortificó los cerrojos de tus puertas”. No podía ser más adecuado.

 

 

Vuelo a Bagdad

Por: | 17 de junio de 2014

Con la que está cayendo, una no imaginaría que fuera difícil conseguir plaza en un vuelo a Bagdad. Pero una vez más, todo depende de la perspectiva, de desde dónde se quiera viajar.

Los vuelos que salen de la capital iraquí, hacia Estambul, Dubái o Doha, van comprensiblemente llenos. No sólo los extranjeros, sino también los iraquíes con medios intentan poner pies en polvorosa antes de que lleguen los milicianos del Ejército Islámico en Irak y el Levante. Incluso si como es lo más posible se quedan a las puertas, el aumento de la tensión y los atentados hacen todavía menos apetecible una ciudad ya de por sí difícil, con continuos cortes de electricidad, enormes atascos y bajo toque de queda psicológico.

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La oficina de Iraqi Airways en Erbil, el lunes. / Á. E.

Sorprenden sin embargo las colas ante la oficina en Erbil de Iraqi Airways, la compañía nacional. Erbil es la capital de la región autónoma del Kurdistán iraquí, un enclave virtualmente separado del resto de Irak desde la guerra de 1991. La seguridad que han garantizado sus Peshmerga (las tropas kurdas) ha actuado como un imán para muchos iraquíes. Numerosos árabes suníes y cristianos, sobre todo, han encontrado refugio aquí en la última década. ¿Por qué habría alguien de querer volver a un Bagdad casi en pie de guerra?

“Las carreteras están cerradas. Todo el mundo necesita volar. Hemos aumentado a ocho nuestros dos vuelos diarios”, me explica el encargado de la oficina cuando le pregunto por la multitud que se agolpa a sus puertas. Aún así, el rumor es que todos los vuelos están llenos hasta el 5 de julio. El empleado hace un gesto de impotencia.

He llegado a las ocho y media de la mañana, media hora antes de la hora oficial de apertura, porque había oído que había colas. Y en efecto, varias decenas de hombres y un puñado de mujeres esperan para entrar. Dos guardias de seguridad (una mujer y un hombre) les enseñan sendas porras para intentar que mantengan la fila y guarden su turno, un empeño condenado al fracaso en cualquier lugar de Oriente Próximo.

Me aprovecho de mi condición femenina y me apunto a la cola de mujeres, como siempre, más corta. Los empleados están trabajando desde las ocho, pero no dan abasto. Uno de ellos sale con una lista. Al parecer, algunos aspirantes a viajeros están apuntados desde anoche.

Aprovecho la espera para conversar con mis vecinas. Dos señoras cuarentonas y tres chicas jóvenes, todas entradas en carnes y con la ropa muy ajustada. “Estábamos aquí de vacaciones, visitando a unos parientes, pero tenemos que volver a casa”, explican. Vinieron en un GMC, los grandes vehículos todo terreno que hacen los viajes largos por carretera en Irak, pero ahora, con todas las rutas al sur cortadas por la ofensiva yihadista no tienen forma de regresar. Salvo el avión.

Anisa, una señora de unos cincuenta y tantos años, pañuelo claro y guardapolvo azul marino hasta los pies, me cuenta que tiene su empresa tiene una oficina en Bagdad y que ella va todos los meses. Aunque es árabe lleva años viviendo en Erbil. “Los kurdos tienen muy buena seguridad, pero ya sabe cómo nos tratan aquí a los árabes…”, apunta justo cuando se entreabre la puerta.

Las colas mantenidas a duras penas con la exhibición de las porras, se deshacen sin remedio y todos intentamos colarnos. El termómetro ya supera los 30ºC y el sol da de lleno sobre la fachada de la línea aérea. No hay suerte. Sólo pasan los afortunados cuyos nombres pronuncia el empleado. La operación se repetirá tres veces más antes de que finalmente, pasadas las nueve y media, mi nombre se encuentra entre los elegidos a pasar al aire acondicionado. Otro empleado da un número e indica una hilera de asientos.

Antes de venir a la oficina, he oído que también están volando a Bagdad los soldados que han logrado escaparse de los yihadistas y que van a reintegrarse al Ejército. Miro a mi alrededor, pero entre quienes me rodean veo poco espíritu marcial. Pego la hebra con un joven que podría ser militar o policía.  No hay suerte. Es un kurdo que ha ido a comprar dos billetes para unos conocidos de su familia que regresan a Najef.

La mayoría de quienes esperan son miembros de la clase media que pueden pagarse los casi cien euros que cuesta el pasaje a cualquier otra ciudad de Irak. Los demás, quienes normalmente viajan por carretera (más barato), no tienen más remedio que esperar a que algún día se abran las rutas terrestres.

Dos horas después, me llega el turno. Gracias a un amigo en Bagdad, tengo un código de reserva, pero hasta que no veo el billete en mi mano no termino de creérmelo. De hecho, la primera reacción de la empleada es decirme que no hay nada. Insisto. “Ah sí, aquí está”, admite. Pago, recojo el trozo de papel que me da como ticket. Y salgo. Fuera la cola ha aumentado y la tensión también. 

El Mundial en tiempos de guerra

Por: | 16 de junio de 2014

Un soldado iraquí le dice a otro: “La hemos cagado”. “A veces pasa”, trata de consolarle el segundo. “Ya, pero esto es muy grave”, insiste el primero. “Peor fue lo de España anoche”, zanja su compañero.

En este momento, semejante ejemplo de humor negro tal vez sólo sea posible en Kurdistán. Desde la semana pasada, buena parte del noroeste de Irak ha caído en manos del Ejército Islámico en Irak y el Levante (EIIL) ante la inexplicable huida de los soldados y policías. Algunos Peshmergas, los soldados kurdos cuyo nombre significa literalmente “los que plantan cara a la muerte”, han ridiculizado la falta de gallardía de sus vecinos. Pero también es cierto, que tres de esos aguerridos mozos me aseguraron haber llorado ante la derrota de España el pasado viernes.

No hay puesto de control, oficina, cuartel o puesto del bazar en el que al enterarse de mi nacionalidad no me mencionen el partido. Unos me dan el pésame, otros me ofrecen consuelo (“estamos con la selección española”), y los más osados, incluso me dan mensajes para Casillas sobre cómo debe actuar en el próximo encuentro.

Eso a mí que nunca me ha interesado el fútbol y el único partido que he visto en mi vida fue el Irán-Estados Unidos de 1998. Pura obligación profesional. No se lo digo a mis interlocutores kurdos. Cada vez que veo una mano levantada con la palma abierta recordándome los cinco goles, me llevo la mía a los ojos, finjo vergüenza y les digo que voy a pedir la nacionalidad china (por lo lejos que queda de España, más que todo).

A ver si en el próximo partido, ganan los de la Roja y puedo cruzar fronteras con la cabeza alta.

 

Reflexión al margen: ¿Les gustará el fútbol a los milicianos del EIIL y otros grupos asociados? ¿Verán los partidos? ¿Jugarán entre ellos para descargar la tensión de un día de combate?  Si se entretuvieran dándole al balón en vez de cortando cabezas…

Cosas que pueden hacerse con un periódico

Por: | 03 de junio de 2014

Cuando era niña, en mi pueblo, Santo Domingo de la Calzada, los periódicos viejos se utilizaban para secar el suelo recién fregado. Para los periodistas constituía toda una cura de humildad. Por muy relevante que fueran nuestros artículos tal vez terminaran pisoteados en algún pasillo. Hoy ya no es habitual, tal vez porque cada día se leen menos periódicos en papel, pero aún hay limpiacristales que aseguran que sus hojas son lo mejor para abrillantar espejos. Y acabo de descubrir otro uso de los diarios atrasados que hasta ahora desconocía: como protección contra el fuego.

Sí, ¿no me creen? Sigan leyendo y verán que no miento.

Ha sido la semana pasada en Segovia, donde acudí a la entrega del XXX Premio Cirilo Rodríguez para corresponsales y enviados especiales (enhorabuena de nuevo a Marc Marginedas, el laureado de este año). El galardón incluye una pieza de cristal, la Lente de la Tierra, elaborada en la Real Fábrica de Cristales de La Granja. Así que miembros del jurado, finalistas, y acompañantes fuimos invitados a visitar tanto los talleres donde se soplan las piezas como el museo anejo (una excursión que me permito recomendar).  

Allí pudimos ver como los cinco maestros sopladores mezclaban las materias primas (arena de sílice, carbonato de sodio, caliza y plomo) y las funden ¡a 1.550ºC! Es entonces cuando el modesto papel de periódico interviene para ayudar a moldear la masa incandescente que sale del horno. Previamente empapado con agua, protege la mano de la operaria que la manipula. Sólo entonces, se introduce en el molde correspondiente y se sopla la pieza que luego se completa con un torneado, un grabado o una aplicación de pan de oro.

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Una artesana utliza un periódico mojado para moldear la masa incandescente con que se fabrica el cristal.

El día de nuestra visita, era día de copas. Unos cinco minutos lleva hacer cada una de ellas. Después tienen que enfriarse durante 24 horas. Y un 20% se descarta porque sale con burbujas o defectos a pesar del esmero y dedicación que ponen sus autores. Evidentemente, ese proceso artesano no puede competir en precio con la producción industrial en masa. Tampoco su exquisita calidad tiene nada que ver con las piezas sin alma de la fabricación en serie.

Mientras, asistía al proceso, me vino a la mente que los periódicos (de papel) son como esas piezas de cristal confeccionadas de forma artesanal, una especie en extinción. No porque no se los necesite, si no porque ya no tenemos ni paciencia para esperar su llegada al quiosco, ni dinero para su elaboración. ¿Terminarán también los noticieros impresos convertidos en un museo ante el avance de las gacetillas digitales y las aplis de chismorreo viral?

Un compañero me sacó de mi ensimismamiento al interesarse por la resistencia del papel (mojado) al calor extremo del cristal.

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Las hojas de periódico protegen las manos de los operarios que elaboran el cristal.

“Antes utilizábamos el BOE, pero como ya no se imprime, recurrimos al periódico”, bromeó uno de los artesanos. “Es la mejor protección en caso de incendio”.

¿Y qué usarán cuando dejen de imprimirse los periódicos?

El País

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