Campo de cereal en Kurdistán después de la siega. / Á.E.
Puestos a ver el lado positivo de las cosas, el cierre del aeropuerto de Erbil, primero, y el hecho de que algunas compañías aún mantengan los vuelos interrumpidos, ha tenido consecuencias educativas para mí. Volé al pequeño aeropuerto de Suleimaniya (igual de bien organizado que el de la capital kurda). Planeaba coger un taxi y venir directamente hasta aquí. Sin embargo, mi vuelo llegaba de noche y Suha, una amiga kurda cuyo consejo valoro, opinaba que no era prudente.
“Antes sí, no había problema; pero ahora con lo que está pasando, es peligroso”, me dijo.
Lo que está pasando es que desde primeros de agosto el autodenominado Estado Islámico ha empezado a atacar las posiciones de los peshmergas (las fuerzas kurdas), de los que en junio se mantenía a una distancia prudente. Así que todo el perímetro de la región autónoma de Kurdistán, 1.050 kilómetros, linda ahora con “las fuerzas oscuras”, como gráficamente me describió el politólogo Khaled Salih. Y no sólo porque hayan adoptado el negro como uniforme.
Me estoy desviando. El caso es que hice caso a Suha. Me quedé a dormir en Suleimaniya (donde no había estado antes) y desde la ventana de mi habitación descubrí una agradable y tranquila ciudad de provincias. A la mañana siguiente, al salir en dirección a Erbil, me sorprendió su vocación universitaria. A la derecha el campus de la Universidad de Suleimaniya (pública). A la izquierda, la Universidad Americana (privada).
Dos días después me acordaría de esa imagen cuando, en el campo de desplazados de Bakharka, Uday Nazar, de 21 años, me preguntaba “¿dónde voy a examinarme ahora?”. Uday, un joven kakai, tuvo que huir en junio de Mosul en cuya universidad estudiaba inglés, y ahora de nuevo se había salido corriendo de su pueblo, junto a su familia, ante el avance yihadista. “No pude hacer los exámenes, pero quiero hacerlos”, me decía sabedor de la importancia de tener acabados sus estudios para dejar atrás la pobreza que castiga a buena parte de las minorías de Irak. La guerra destruye proyectos de vida.
“Señora, ¿prefiere que vayamos por la carretera de Kirkuk o por la de Dokan?”, me preguntó Aram, el taxista que el día anterior me había recogido en el aeropuerto.
“¿Cuál es mejor?”, pregunté.
“Por Dokan, tardamos algo menos de tres horas, y por Kirkuk, un poco más y podemos encontrarnos con el Daish”, me respondió muy serio usando el acrónimo árabe para el Estado Islámico.
No había duda. Aunque como periodista resultaba tentador viajar por Kirkuk y tal vez observar de lejos algún combate, sólo la idea me pareció de una frivolidad vergonzosa. ¿Qué derecho tenía yo a poner en riesgo a un taxista tan simpático?
“Por Dokan”, entonces.
El hombre respiró aliviado.
El viaje me permitió tres horas de asueto, algo inusitado en este trabajo. A un lado de la carretera las estribaciones septentrionales de los montes Zagros, que marcan la frontera con Irán. Al otro una meseta cuyos campos dorados a ratos me recuerda a la de Castilla. Pero a pesar de las zonas cultivadas del camino, luego descubriré que Kurdistán ha dejado de ser el granero de Irak.
Hoy en día, en la región autónoma importa la mayoría de los alimentos que consume. La emigración del campo a la ciudad y el aumento del nivel de vida gracias al petróleo han alejado a las jóvenes generaciones de la agricultura. Aunque el problema empezó en tiempos de las sanciones internacionales contra Saddam, durante el programa Petróleo por Alimentos. “La ONU traía los alimentos de fuera y dejó de compensar trabajar la tierra”, me asegura una fuente humanitaria. Pero eso es otra historia.
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