Cuando el pasado fin de semana fui a cortarme el pelo, aquí en Dubái, me fijé en un pequeño letrero en la puerta de la peluquería que prohíbe la entrada a los hombres. No es nuevo. Ha estado ahí desde siempre. Tampoco es infrecuente en esta parte del mundo donde muchas mujeres, por creencias o costumbre, se cubren el cabello. Consideran indecoroso que hombres ajenos a su familia las vean melena al viento.
Lo que sucedió ese día es que caí en la cuenta de contradicción: todos menos uno de los estilistas que trabajan dentro de la peluquería son hombres, jordanos para más señas. ¿Tendrán alguna bula para poder tocar las cabelleras tan celosamente guardadas? ¿Habrán hecho un voto especial? ¿O es simplemente otro ejercicio más de equilibrismo pragmático entre unas normas que intentan satisfacer a los sectores más conservadores y una realidad que poco a poco las está dejando atrás?
Me inclino por esto último. Pero mientras el asunto se resuelve del todo, hay algunas situaciones bastante más peligrosas que en manos de quién dejamos el pelo y las tijeras. Esa misma noche salí a pasear con mi marido y al bajar las escaleras de unos jardines topamos con una mujer tumbada en el suelo, como si se hubiera desmayado.
Tanto mi marido como un joven que venía de frente se inclinaron a la vez que le preguntaban si estaba bien y si necesitaba ayuda. Antes de que terminaran la frase, un guardia de seguridad se acercó, inquirió si conocíamos a la mujer y ante nuestra negativa, nos conminó a marcharnos. Nos sorprendió la firmeza de su tono, como si nos dijera “no se metan donde no les llaman”. Así que tras alejarnos un poco, decidimos observar qué estaba pasando.
Aparentemente, el vigilante había llamado a los servicios de emergencia y enseguida aparecieron dos auxiliares sanitarios en sus bicicletas (sí, es una forma de no quedar atrapados en los atascos y poder acceder a los parques y zonas peatonales). Poco después, llegaron un médico y un enfermero, que se ocuparon de la afectada. Proseguimos nuestro paseo, pero de regreso nos volvimos a cruzar con los auxiliares y nos interesamos por el estado de la mujer.
“No ha sido nada, una lipotimia”, sonrieron cubriendo la evidencia de que tenía unas copas de más. Cuando les contamos que el vigilante nos había impedido ayudarle a levantarse, nos explicaron que era el protocolo, que hombres extraños no pueden tocar a una mujer. “¿Tampoco ustedes?”, no pude evitar preguntarles. “Nosotros, sí”, respondieron mientras se alejaban en sus bicis.
Menos mal, me dije. Pero no deja de parecerme preocupante que algo así tenga que regularse. Con todo el respeto para los rigoristas que rehúyen el contacto físico con personas del otro sexo, preferiría que si me caigo en la calle, me dejaran elegir si quiero aceptar o no la mano de un vecino que se ofrece a levantarme. Aún recuerdo con horror cuando en una ocasión resbalé sobre la acera helada en medio de la avenida Vali-e-Asr de Teherán y varios caballeros se acercaron a preguntarme si estaba bien, sin atreverse a ayudarme. Fue una escena realmente ridícula. Como ese cartel en el salón atendido por peluqueros jordanos que prohíbe la entrada a los hombres.