Parece mentira que Arabia Saudí sea el mayor país de la península Arábiga y uno de los más ricos del mundo. Sus infraestructuras no están a la altura. Se han quedado pequeñas y obsoletas. El aeropuerto Rey Jaled de Riad es un buen ejemplo, en especial si se viene desde Dubái. En cuanto llegan tres vuelos a la vez, el control de pasaportes se atasca y las colas se alargan como si estuvieran regalando petróleo en barriles.
Sala de espera del aeropuerto internacional de Riad / wordpress.com
Mi vuelo coincide con otros dos procedentes de Pakistán, con varios cientos de obreros que vienen a hacer los trabajos más humildes a cambio de un sueldo de miseria que aún así es mucho más alto que en su país. Al dirigirme a las garitas de inmigración, me coloco instintivamente en la fila donde veo más hombres de negocios. O al menos que van trajeados. También hay alguna mujer, pero bajo las abayas (sayones negros) no se sabe si visten traje o están en ropa interior.
Un funcionario me pregunta si tengo visado de residencia o si es de una sola entrada. Lo segundo. Entonces, me envía a la otra cola. Aunque son casi igual de largas, la primera corre más porque se trata de personas que entran y salen casi todas las semanas. O trabajan en el Reino del Desierto y tienen a su familia en Dubái para evitarles los rigores de un país con muchas limitaciones sociales. O, si viven en Riad, se van los fines de semana a la ciudad emiratí para respirar y tomar una cerveza (algo prohibido en Arabia). Es domingo por la mañana, el primer día de la semana laboral.
En la otra fila, a quienes estrenamos visado tienen que tomarnos los datos biométricos (huellas dactilares, foto, etc). El proceso se demora y con él la paciencia de los viajeros. Entre los paquistaníes, que sabe Dios cuántas horas de viaje llevarán desde sus pueblos en Waziristán o en Buner, hay algunas familias y los bebés no paran de llorar. Agotados y sin concepto del espacio personal, intentan ocupar el mínimo hueco libre sin respetar el orden.
Una pantalla enorme, da la bienvenida en árabe e inglés y pide a los viajeros que se acerquen a al control de pasaportes. ¡Qué más quisiera yo! Con semejante riada humana resulta imposible. Miro para atrás y me siento afortunada, estoy en el tercio delantero de la cola, aunque eso no evita el agobio.
Me veo estrujada entre la espalda del hombre que me precede y la impaciencia de la familia que va detrás. Primero lanzan al abuelo a ver si me desplaza. Al ver que no lo consiento, son las féminas en tropel las que arremeten. Tocan mi bolso, el maletín del ordenador, el tejido de mi abaya… Es tan obvio que el policía que trata de mantener el orden, les para detrás de mí para dejarme un poco de espacio. Dado que este es un país segregado por sexos, empiezo a preguntarme dónde está la fila para mujeres. No veo letrero alguno. Una pena porque como somos menos, acabaríamos antes.
La familia se queja y el guardia, que había empezado a colar a quienes llevan bebés, deja pasar a los abuelos, pero frena al resto de la pequeña tribu avasalladora. Observo que junto a la siguiente familia, se cuelan dos mujeres con aspecto occidental. Miro al policía con aire de qué-está-pasando-aquí. Debo de estar cansada (me he levantado a las cuatro de la mañana para coger el vuelo) porque el hombre se apiada, suelta la cinta y me hace gesto de que pase.
Delante de mí, el funcionario de inmigración sonríe y suelta un alegre “Welcome to Saudia Arabia” (¡Bienvenidos a Arabia Saudí!) a dos sorprendidos (y asustados) paquistaníes. Noto que los agentes han sustituido el uniforme verde por la túnica blanca y el pañuelo a cuadros que constituye el traje nacional. Sin duda intentan mejorar su imagen, pero mientras no acaben con las colas hasta logran que eche de menos la segregación…
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