“Lamento no poderles ofrecer algo, pero estamos en Ramadán”, se disculpa un director general al que Ali Falahi, el colaborador de EL PAÍS en Irán, y yo estamos visitando. Es casi el único que hace tal comentario. La mayoría de los entrevistados durante este especialmente cálido mes de ayuno musulmán obvian el asunto e incluso, en un par de casos, insisten en que tomemos algo, aunque ellos eviten hacerlo. “¿Prefieren un té, un café, algo fresco?”, preguntan. La cortesía se impone a un precepto religioso que cada vez menos iraníes respetan, al menos en Teherán.
Datiles y frutos secos son los alimentos favoritos para romper el ayuno de Ramadán. / Á.E.
No es cosa de las élites occidentalizadas. Si acaso entre estas se mantienen las formas en público. Lo que me ha llamado la atención es la normalidad con la que la gente se echa un trago de agua en medio de la calle. No es sólo por las altas temperaturas. También hay quien come, e incluso que echa un pitillo, sin que a su alrededor nadie se inmute.
Durante los años que residí en esta ciudad, entre 2005 y 2011, ya me percaté de que el Ramadán se vive de forma mucho más relajada que en otros lugares de Oriente Próximo. Casi todo el mundo parecía tener una justificación médica o de otro tipo para saltarse la abstención que requiere el islam. En El Cairo o en Gaza increparon a personas con las que me encontraba por mascar un chicle o fumar. Tampoco aquí vi nunca los excesos festivos que acompañaban el iftar, la comida de ruptura del ayuno, en la capital egipcia.
Aunque los restaurantes están cerrados durante el día, de forma discreta, en los parques o en los coches, es posible echar un bocado. Además, el trasiego de las panaderías a la hora del almuerzo, en un país en el que el pan se toma recién salido del horno, parece indicar que en muchos hogares no se altera el horario de comidas. Hasta ahí ninguna sorpresa. Este país siempre ha tenido una cara privada distinta de la pública.
La cuestión es que ahora los iraníes, al menos en Teherán, dan la impresión de no dejarse intimidar ni por la norma (saltarse el ayuno está castigado con una multa y hasta con latigazos en algunos casos) ni por la presión social. Si el señor S. esconde el cigarrillo cuando ve llegar a su yerno por la calle Vali Asr es porque teme que con él venga su hija que le reñiría si le ve fumando, no porque estemos en Ramadán.
Durante un paseo la mañana del miércoles por las faldas del Tochal, uno de los montes que separan la capital iraní del norte del país, los caminantes llevan las botellas de agua en la mano cuando podían haberlas metido en sus mochilas. Toda una declaración de intenciones. Un poco más abajo, en la plaza de Tajrish, varios hombres de atuendo modesto que descansan a la sombra de unos árboles en el parterre, tienen extendido el sofre (mantel) con restos de comida y latas de refrescos. Al lado, en la parada de taxis, varios conductores están bebiendo té. También en el hotel en el que me alojo he visto como algunos empleados comen con la mayor naturalidad.
Los hoteles mantienen un restaurante funcionando para los clientes. Además de quienes no sean musulmanes, los viajeros, las embarazadas, los enfermos y los niños están exentos del ayuno. Incluso en los de provincias me cuentan que cuelgan pancartas de las fachadas anunciando que tienen abierto el comedor para los viajeros. Una vez dentro, nadie pregunta.
En realidad, la norma es bastante flexible y depende de la decisión de cada cual. Sin embargo, en muchos países el uso político de la religión como instrumento de control social la ha convertido en un delito. También en Irán, que se rige por la Sharia, o ley islámica. Pero la sociedad está harta de imposiciones.
Incluso las autoridades parecen haber comprendido que todo tiene un límite. En algunas estaciones de metro, han colocado un panel a modo de biombo ante la fuente de agua para que quienes beban no ofendan a aquellos que hacen el sorprendente esfuerzo de abstenerse durante las catorce horas y media de luz solar. Todavía hay muchos iraníes que ayunan, por supuesto. Lo que cada vez es más difícil es pretender que todo el mundo comparte la necesidad de hacerlo. Fin