Ángeles Espinosa

Pistachos

Por: | 29 de junio de 2015

No lo puedo evitar. Mis viajes a Irán están asociados con el sabor de los pistachos. Y un guapo kurdo iraní tiene mucho qué ver. Cada vez que el jefe de Internacional me sugiere que tendría que darme una vuelta por el país para contar cómo están las cosas, no pienso (sólo) en negociaciones nucleares, el pañuelo que obligatoriamente me tendré que poner o la entrevista que he pedido con el presidente. La mera idea de una visita a Tavazo vence mi resistencia a lidiar con la pesada burocracia que acompaña al visado de periodista. Tavazo (pronunciado ‘tavassó’) es mi tienda favorita de pistachos.

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Pistachos y otras delicadezas en una tienda de Tavazo en Teherán. / Á.E.

De hecho, estoy en el avión y me sorprendo planeando cuándo podré hacer una escapada para abastecer mi despensa de ese apreciado fruto seco, y cumplir un encargo que me ha hecho mi amiga M. Quien no haya probado los pistachos iraníes no podrá entenderme. Yo tampoco lo habría entendido antes. Pero una de las ventajas de este trabajo es que te da acceso a personas y experiencias extraordinarias. 

Las cartas sobre la mesa. Mi asociación de Irán con los pistachos es anterior a que pudiera conocer este país. Era yo una becaria en EL PAÍS a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Irán e Irak libraban una guerra que parecía interminable. Cada cierto tiempo pasaban por la redacción representantes de uno u otro grupo político en el exilio contando su lucha y sus problemas fuera con Teherán o con Bagdad. Como última llegada al equipo, empezaron a encargarme que bajara a la sala de visitas y atendiera sus cuitas.

Entonces, apareció él. Un tipo alto, de ojos negros, mirada penetrante y con una cicatriz en la cara que le daba aspecto de malo de una película de acción, pero cuyos modales suaves contradecían la aparente fiereza. Me relató las dificultades de su pueblo, atrapado entonces en medio de aquella guerra fratricida. Debí de escucharle ensimismada, aunque hoy soy incapaz de recordar su nombre. Pero suscitó mi curiosidad por una comunidad de la que entonces conocía muy poco. Al despedirse, me regaló un paquete de pistachos.

“Un recuerdo de mi país”, me dijo, un poco en contradicción con sus ansias independentistas, ya que esas nueces se cultivan lejos de las montañas kurdas, en las planicies del centro de Irán. Esa tarde nos dimos un pequeño festín en la redacción y yo quedé enganchada para siempre a los pistachos. Iraníes, según iba a comprender cuando a partir de entonces probara otros. De aquí salen casi medio millón de toneladas, la mitad de la producción mundial. (¿Le llevará pistachos Zarif a Kerry cuando se reúnen para negociar el acuerdo nuclear?)

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Una tienda de Tavazo, en la avenida Vali-e-Asr de Teherán. / Á.E.

No volví a ver al guapo kurdo. Pero cuando varios años más tarde pude por fin viajar a Irán, no me olvidé de comprar pistachos para llevar a mis compañeros y a mis amigos. También para mí. Por supuesto. Fue así como descubrí Tavazo. Hay docenas de tiendas similares y Ali M. suele insistirme en que vaya a comprarlos al Gran Bazar, donde los precios son más ajustados. Pero a mí me sigue gustando ir a ese negocio, dónde te animan a probar sus productos (menos ahora, que estamos en Ramadán) y los empleados te tratan con deferencia. Se ha convertido en una tradición.

 

 

 

 

Un rapero en la Legión

Por: | 23 de junio de 2015

“Prepara una guerra”, grita Pandemonium desde el escenario. “Si quieres la paz”, responde entusiasta la audiencia, una y otra vez, a ritmo de rap. Podría tratarse de una verbena veraniega de cualquier pueblo de España, o de la fiesta de fin de curso de un colegio mayor, pero estamos en la Base Gran Capitán que la Legión ha montado en Besmayah (Irak) para contribuir a la formación del Ejército iraquí. Y el rapero Pandemonium es el cabo Leiva, quien abre el Primer Festival de Besmayah, un evento sin parangón en muchos kilómetros a la redonda y cuyos organizadores esperan que tenga continuidad cuando les releven los paracaidistas.

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El rapero Pandemonium, durante su actuación en Besmayah. / MINISTERIO DE DEFENSA

La velada, en vísperas de la graduación de la brigada iraquí adiestrada por el contingente español, es una de las escasas distracciones que los tres centenares de soldados (y un puñado de intérpretes civiles) han podido disfrutar en los cinco meses que llevan desplegados en este desierto inmisericorde, al este de Bagdad. Aunque se encuentra apenas a una hora y medio de coche, la capital iraquí les está vedada, ya que la discreción constituye una de las condiciones del proyecto. Tienen prohibido salir del recinto. Los caballeros y damas legionarios no esconden que se sienten enjaulados. 

“Es una misión muy distinta a lo que estamos acostumbrados, nosotros somos más de acción, de combate”, explica uno de ellos.

El comandante Timón, el PAO (antes PIO, y para entendernos, responsable de prensa), concede que “esto es como una cárcel”. Los muros de hormigón, los puestos de vigilancia y los tiradores apostados sobre los tejados dan esa impresión. Sin embargo, el ambiente de camaradería que se respira cuenta otra historia.

“Ha sido  muy duro. Cuando llegamos aquí sólo había unas casamatas medio derruidas y un montón de basura”, recuerda el coronel Julio Salom, el jefe del contingente, quien atribuye a ese esfuerzo conjunto el buen clima que se ha creado. “Celebramos la primera ducha, la primera comida caliente, la primera llamada de teléfono…”, relata con una chispa de orgullo en los ojos mientras durante un paseo muestra las instalaciones.

Han bautizado las zonas de alojamiento como Villa Latas y La Moraleja, aunque a diferencia de los barrios de Sevilla y Madrid de los que han tomado el nombre, ambos ofrecen servicios similares. Todo el mundo tiene que ir a los baños colectivos y barrer el polvo cada mañana. También cuentan con la previsible plaza de España, donde han colocado el escudo de la Legión y el de los Comandos portugueses que les acompañan desde hace un mes, así como las respectivas banderas.

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Un grupo de legionarios consulta la prensa del día en un tablón de anuncios. / MINISTERIO DE DEFENSA

Como en esta misión los portugueses no cuentan con un cantante de fados, aportaron al Festival una instructiva pieza de humor sobre el portuñol, esa mezcla de portugués y español en la que se comunican con los legionarios. Su presentación de power point arrancó alguna de las mayores carcajadas de la noche. Además, es un secreto a voces que los Comandos han traído consigo un arma infalible: una cafetera semiprofesional y un cargamento de café que protegen como si fuera el polvorín. (Gracias comandante Lourenço por el pingadinho que me permitió aguantar despierta a pesar del madrugón).

En la plaza de España se halla también el famoso cañón de Besmayah, una vieja pieza de artillería que una de las integrantes del cuerpo de ingenieros que les ha dado apoyo durante estos meses, desmontó, limpió y dejó en perfecto estado de revista. El resultado es tan espectacular que los legionarios quieren llevárselo con ellos cuando vuelvan a casa, algo que por supuesto requiere la aprobación iraquí y tiene al coronel Salom embarcado en delicadas negociaciones diplomáticas con su amigo el general Abbas, responsable de la base iraquí dentro de la cual están instalados.

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Dos espontáneos bailando los ritmos del coro de Besmayah. / MINISTERIO DE DEFENSA

Pandemonium aún no ha rapeado sobre el cañón, pero todo se andará. Durante el festival, incluso se atrevió a versionar El novio de la muerte, el himno de la Legión, aunque el programa también incluyó una interpretación más clásica del mismo. Los chistes, las chirigotas y el coro final (muy aplaudido) pusieron de relieve la gran complicidad de los miembros del contingente, lo que los expertos llaman “esprit de corps” (espíritu de cuerpo), algo de lo que el Ejército iraquí anda escaso.

No digo yo que los soldados de la Brigada 92 tengan arrancarse por bulerías para vencer al Estado Islámico, aunque ayudaría que, además de tácticas de combate y manejo de armamento sofisticado, hubieran absorbido la importancia de sentirse y trabajar como equipo. Si un legionario logró sacar a bailar a esta riojana carente del menor sentido del ritmo, es de esperar que también hayan conseguido plantar esa semilla.

Irak, 30 años después

Por: | 15 de junio de 2015

Desde el aire, Irak resulta poco atractivo. En especial si, como me ha ocurrido esta vez, se llega desde el sur. Tras dejar atrás el golfo Pérsico, no se ve más que arena y polvo. Mucho polvo. Ni siquiera el hilillo de verde que serpentea junto al Tigris era visible en mi lado del avión. Sólo de vez en cuando, algunos villorrios con casas de bloques, rodeadas de más polvo. Desde las pantallas de televisión, es aún peor. Coches bomba, asesinatos sectarios, milicias de una u otra confesión que imponen su ley…

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Jóvenes y familias iraquíes junto a la estatua al poeta Al Mutannabi, en Bagdad. / Á.E.

Hace 30 años, Irak fue el destino de mi primer viaje como periodista. Y como el primer novio, eso es algo que no se olvida. Sadam Husein había embarcado a su país en una guerra con Irán (jaleado por unos vecinos árabes que temían el contagio de la revolución islámica). A diferencia de Teherán, Bagdad se mostraba poco inclinado a mostrar sus víctimas a la prensa extranjera. Daba los visados con cuentagotas. De repente, llegó a la redacción de EL PAÍS una carta de la Embajada iraquí en la que se invitaba a un reportero a acudir al Mirbad, un festival de poesía.  La entonces jefa de Internacional, Mariló Ruiz de Elvira, pensó que era una buena oportunidad para acceder a la antigua Mesopotamia y, de paso, empezar a bandear a la redactora novata que era yo.

Así aterricé en Bagdad en diciembre de 1985, tras un vuelo directo de Iraqi Airways desde Madrid que pronto iba a dejar de existir. Encontré un país que intentaba disimular el esfuerzo de la guerra, como si el conflicto no estuviera haciendo mella en cientos de miles de familias y en las arcas estatales. Cuando tres años más tarde, después de ocho de combates y un millón de muertos de ambos bandos, se firmó el armisticio, del agujero económico que dejó el esfuerzo bélico surgió la inquina que llevó al dictador a invadir Kuwait y a la comunidad internacional a castigar después a los iraquíes con un duro régimen de sanciones económicas que terminó de arruinarles, económica y socialmente.

El embargo convierte a Irak en una nación sin futuro titulé una de las crónicas que envié durante un viaje en 1998. Cinco años después, un pretexto que luego se reveló  falso sirvió para que Estados Unidos derribara al tirano con la promesa de un nuevo Irak que aún no se ha materializado. Si cambiara “el embargo” por “la corrupción”, hoy podría escribir una crónica con el mismo encabezamiento.

A veces me pregunto cómo los iraquíes no salen corriendo y dejan que el desierto se lo coma todo. A muchos ya les gustaría si no fuera por las dificultades que encuentran para obtener un visado, e incluso para refugiarse en una provincia vecina cuando los brutos del Estado Islámico toman sus pueblos y ciudades. En cualquier caso, para 36 millones de iraquíes, éste es su hogar (la mitad han nacido en las tres últimas décadas). Para ellos, me cuentan Rihab y Ammar, Irak son también recuerdos de amores juveniles, bodas, nacimientos, reuniones familiares o travesuras infantiles, como en el resto del mundo. Sólo que a menudo esos recuerdos están salpicados de explosiones, secuestros y penurias que los demás apenas alcanzamos a imaginar.

Condenados a cavar tumbas… por bailar

Por: | 12 de junio de 2015

Sí, como lo leen. Ese es el castigo que un tribunal de Yeddah, la segunda ciudad de Arabia Saudí y mucho más liberal que la capital, Riad, ha impuesto a dos jóvenes a los que la policía moral sorprendió bailando y cantando con dos amigas. Tendrán que cavar cinco tumbas en un cementerio local, según ha informado el portal de noticias Sabq. Ellas, por su parte, deben visitar a 10 pacientes en la sección de cuidados intensivos de un hospital.

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Familias en la Corniche de Yeddah a la caída de la tarde. / Á.E.

Que el juez les haya impuesto una pena de trabajos sociales es sin duda un gran avance respecto a los latigazos y otros castigos crueles que son la norma en el Reino del Desierto. No obstante, la causa refleja una sociedad enferma. Está claro que Arabia Saudí no es un país para divertirse. No sólo están prohibidos los bares y las discotecas, tampoco permiten los cines o los teatros. Además, hombres y mujeres no pueden confraternizar a no ser que estén casados o sean parientes en primer grado.

Las autoridades justifican esas limitaciones en su particular interpretación de la ley islámica y en el hecho de que el país alberga los lugares más sagrados del islam, La Meca y Medina. ¿En qué quieren que los jóvenes ocupen su tiempo? Salvo la lectura del Corán, no parece que les ofrezcan muchas alternativas, ya que incluso la práctica del deporte encuentra trabas.

Pero los jóvenes son jóvenes. En Arabia Saudí y en Marte. Así que se buscan la vida. Aunque no todos son hijos de ricos jeques con casa en Marbella, Londres o Nueva York, o pueden permitirse escapar a Bahréin o Dubái algún que otro fin de semana, que es lo que hacen los más acomodados para evadir ese estricto control social. Así que organizan fiestas en sus casas o se van al desierto a un DJ party.

A menudo, como el gas mantenido a presión en una botella, se desmadran cuando se abre la espita. Pero los condenados en Yeddah, de los que la información no facilita ni la identidad ni las edades, sólo estaban cantando y bailando en uno de los hoteles de playa de las afueras de esa ciudad, a orillas del mar Rojo. ¿De verdad es tan grave?

Demasiado para la República Islámica

Por: | 09 de junio de 2015

Desde el momento en que la agencia Fars distribuyó las imágenes el pasado sábado, estaba claro que allí había materia de controversia. Una estilosa eurodiputada holandesa, Marietje Schaake, aparecía tocada al estilo de la jequesa Mozah de Qatar, en medio de las miradas de incredulidad de sus anfitriones iraníes. Su turbante, ajustada bata y leggings contrastaban ostensiblemente con el adusto chador que ocultaba las formas de la funcionaria que formaba parte del comité de recepción a los parlamentarios europeos en Teherán.  

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Aunque la visita se celebró con las cortesías habituales, los ultras de la República Islámica no podían dejar pasar la ocasión para quejarse del descoque de los extranjeros, pero sobre todo para utilizarla como arma arrojadiza contra sus rivales políticos. Desde entonces, la prensa iraní ha recogido las críticas de los más conservadores escandalizados no sólo por el atuendo de Schaake sino incluso por el hecho de que algunos de los visitantes llevaran mochilas a la cita. (Al parecer saludar a alguien con una mochila al hombro es el culmen de la falta de respeto para estos puristas de las formas que en sus despachos suelen recibir en chancletas de plástico.)

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 “Es como si estuviera en ropa interior”, escribió el diputado Mahdi Kuchakzadeh en su cuenta de Instagram. Este conocido ultra subrayaba el hecho de que Schaake mostrara las orejas y el cuello. Pero enseguida quedaba claro que su preocupación iba más allá de la ropa “extremadamente rara” de la diputada. Su objetivo era en realidad el recientemente reelegido presidente del Parlamento iraní, Ali Lariyani, a quien afeaba que hubiera permitido que “se violaran los derechos humanos e islámicos [sic] en su presencia”. Lariyani, hijo de un ayatolá, no es precisamente un reformista aunque tampoco se alinea con el ala más dura del régimen.

Schaake ha lamentado que todo lo que ha trascendido de la visita haya sido la polémica por su atavío. La eurodiputada ha explicado que se inspiró en las calles de Teherán, donde las iraníes adoptan estilos aún más atrevidos para cumplir con la obligatoriedad de cubrir su cuerpo que imponen las autoridades de la República Islámica (las mismas que se quejan de la prohibición del velo en las escuelas francesas porque limita la libertad).  

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De hecho, según muestran las fotos, la eurodiputada se atuvo a las estrictas regulaciones iraníes que prohíben que hombres y mujeres se den la mano. Se llevó la suya al pecho cuando saludó a Lariyani, quien respondió con una ligera inclinación de cabeza. Más tarde, durante la entrevista con el ministro de Exteriores, Mohammad Javad Zarif, uno de los traductores le pidió que se ajustara el pañuelo y lo hizo. En esa cita, llevaba una falda larga y un fular blanco, lo que no evitó que los ultramontanos acusaran al jefe de la diplomacia iraní de haber permitido el “carnaval” europeo.

“Hubiera sido mejor que los críticos me hubieran notificado personalmente cuando estábamos en la misma habitación, en vez de recurrir a los medios”, ha escrito Schaake. Eso les hubiera puesto en evidencia, además de impedir su objetivo último de poner en apuros a los conservadores más templados.

De hecho, un turbante similar al suyo en la cabeza de la ministra de Exteriores surafricana Maite Nkoana-Mashabane no causó semejante alboroto. Pero cuando se trata de políticas occidentales es otro cantar. El sombrero con el que la jefa de la diplomacia australiana, Julie Bishop, trató de sortear la imposición iraní del velo durante su visita el pasado abril, también motivó quejas de los diputados más conservadores.

Cervezas a pares

Por: | 11 de mayo de 2015

Hace unos días viajé por carretera hasta Nizwa, la antigua capital de Omán, para hacer un reportaje. Una hora después de cruzar la frontera, paré a comer a las afueras de una localidad llamada Ibri. Era viernes y aunque se había hecho un poco tarde para el almuerzo, el restaurante del pequeño hotel de carretera estaba de lo más concurrido.

Ibri Hotel

Esquina del bar del hotel de Ibri.

Me dirigí a una mesa libre junto a la ventana, me senté y eché un vistazo buscando la atención del camarero. No había ni una sola mujer en la sala. Hasta ahí nada extraordinario en una pequeña población del interior omaní. Lo llamativo es que nadie estaba comiendo. Lo único que había sobre los manteles eran latas de cerveza maxi, de las de medio litro, cuidadosamente alineadas de dos en dos, de tres en tres… y hasta de cuatro en cuatro, junto al vaso de sus consumidores.

¿Un concurso a ver quién bebía más antes de la siguiente llamada del almuédano? No, exactamente. Los camareros se apresuraban a retirar las latas vacías. Las filas sobre la mesa eran el pedido de cada parroquiano. Me di cuenta cuando entró el siguiente y, antes incluso de sentarse, se acercó a la barra y, señalando su marca preferida, indicó dos con los dedos.

Las dos neveras con puertas de cristal ofrecían 14 marcas distintas de cerveza. Había fermentos alemanes, holandeses, australianos e incluso Coronitas mejicanas, las únicas en botellín. Nunca he bebido cerveza. No me gusta su sabor amargo. Pero tenía entendido que debe tomarse bien fría. Al pedirlas a pares, la segunda difícilmente estará fresca.

Aún no había visto nada. Llegó un joven alto y  pidió “ashera” (diez) y deduje por sus gestos que venía con amigos. El maître debió de ver mi cara de asombro mientras el camarero les servía las 10 latas a él y a su único acompañante. Cinco para cada uno. Perfectamente alineadas junto a sus respectivos vasos.

“Tengo clientes fijos que se toman hasta 10 y 15 cervezas al día; aquí no hay nada que hacer no hay agricultura, no trabajan… es su único pasatiempo”, me explicó entre pícaro y comprensivo. Según sus cálculos, algunos se beben hasta el 80% de su sueldo.

Mi incredulidad inicial dio paso a una enorme pena. En la cultura de la que yo vengo, la gente bebe como parte de la relación social, con la comida o para acompañar la charla. El objetivo no es emborracharse a la mayor velocidad posible. Hay un factor de disfrute. Los omaníes que me rodeaban en Ibri apenas hablaban entre ellos. Pedían, pagaban (les exigen que lo hagan al recibir la consumición) y bebían un vaso detrás de otro como si tuvieran prisa o el mundo fuera a acabarse antes que sus latas.

Más grave aún. Al terminar la ronda, cogían sus coches para regresar a casa, un peligro que trae de cabeza a la policía de tráfico omaní. Algunos diputados lo utilizaron como argumento el año pasado para apoyar una propuesta de ilegalizar el alcohol. Los más conservadores se agarran a que el islam prohíbe su consumo. Pero como puede comprobarse en los vecinos Irán, Arabia Saudí y Kuwait, donde impera la ley seca, eso no sólo no disuade a los bebedores sino que alienta el mercado clandestino. Además, Omán ha hecho una apuesta por el turismo y sus responsables saben que si los hoteles no sirvieran copas, no sólo ganarían menos sino que desalentarían a muchos visitantes.

Si el asunto no fuera tan triste, hubiera titulado este post Ebrios en Ibri.

 

Nizwa, capital árabe de la Cultura Islámica

Por: | 06 de mayo de 2015

Nizwa, en el sultanato de Omán, vive sin fanfarria su año como capital árabe de la Cultura Islámica. Un discreto cartel en los escaparates de los comercios anuncia este título honorífico que celebra la contribución de la ciudad a la cultura, la literatura, las artes y la ciencia desde la perspectiva islámica. En un momento en que lo islámico se asocia con el fanatismo y la violencia de los yihadistas, la elección de esta histórica ciudad omaní resulta especialmente significativa. Nizwa, como el resto del país, se ha convertido en un ejemplo de tolerancia en la región.

Consulta aquí el reportaje íntegro en El Viajero

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Nizwa desde el torreón del fuerte, con el alminar y la cúpula de su Gran Mezquita en primer plano. / Á.E.

 

Allá ellos

Por: | 30 de abril de 2015

 
La zona de comida rápida del Al Faisaliah de Riad se parece a la de cualquier otro centro comercial de la península Arábiga y, si no fuera por las abayas (los batones negros con los que tienen que cubrirse se las mujeres), incluso de cualquier otro lugar del mundo. Entre semana, a la hora del almuerzo, numerosas madres con niños ocupan las mesas con las bandejas compradas en alguno de los puestos de comida rápida que ofrecen desde hamburguesas hasta platos chinos, pasando por fish and chips y especialidades libanesas.

Fast food

Establecimiento de comida rápida en un centro comercial de Arabia Saudí, con mostradores separados para hombres y mujeres./ skyscrapercity.com

En algunos casos, también les acompañan los padres, aunque son menos numerosos. Sólo cuando una se fija con atención se da cuenta de que hay algo raro. En los puestos de comida, mujeres y hombres hacen sus pedidos separados por un panel, tal como exige la segregación que impera en el país. Con todo, es algo más simbólico que otra cosa, ya que una vez en el mostrador unas y otros pueden verse y quienes atienden son todos varones.

Luego, una vez que cada cual tiene su comida, sólo los hombres acompañados tienen acceso a la “zona de familias”. Los caballeros solos deben quedarse al otro lado de un muro, como si estuvieran en cuarentena. No obstante, las mujeres pasan por delante con sus bandejas y media hora después van a cruzarse en los pasillos del centro comercial, donde los jóvenes aprovecharan la menor ocasión para intercambiarse el número de móvil y alguna mirada furtiva.

En algunos restaurantes con ínfulas, las particiones se hacen con tanto estilo que casi pasan desapercibidas. Pero las apariencias engañan. En general, se les reserva a ellos la mejor zona de los comedores, junto a los ventanales, en la planta baja, las terrazas…  Las mujeres no pueden sentarse en una terraza en Arabia Saudí. Ahora que el calor ya aprieta tal vez no importe tanto, pero en invierno…

Por la misma regla de tres, comprensible sólo para mentes saudíes, no hay problema en que sean hombres quienes venden ropa interior y cosméticos a las mujeres (de hecho era la norma hasta hace pocos años) y sin embargo, una vez que en 2011 se autorizó a las mujeres a trabajar como dependientas en ese tipo de establecimientos, su acceso ha quedado vetado a los hombres solos. En esas tiendas, un cartel a la entrada indica “sólo familias”, lo que no deja de ser un eufemismo para alejar mirones.

Y es que a diferencia de los vendedores, que hasta ahora eran esencialmente extranjeros (libaneses, jordanos, palestinos), las nuevas vendedoras son saudíes. Visto desde fuera parece un caso flagrante de xenofobia, aunque tal vez sólo sea otro embrollo generado por la segregación sexual que ha financiado el petróleo.

Resulta difícil explicar por qué hay salas de espera separadas en el consulado, pero todos hacen fila juntos en el aeropuerto, tienen que comer separados en los restaurantes, pero pueden cruzarse en los centros comerciales y otros lugares públicos de los que hasta recientemente se excluía a las mujeres. Mientras tanto, ante esos hombres que las discriminan, las saudíes parecen decir a través de su niqab (el velo facial que sólo deja los ojos al descubierto): “Allá ellos” y siguen adelante avanzando pasito a pasito.

 

Pero, ¿aquí no hay cola de mujeres?

Por: | 29 de abril de 2015

Parece mentira que Arabia Saudí sea el mayor país de la península Arábiga y uno de los más ricos del mundo. Sus infraestructuras no están a la altura. Se han quedado pequeñas y obsoletas. El aeropuerto Rey Jaled de Riad es un buen ejemplo, en especial si se viene desde Dubái. En cuanto llegan tres vuelos a la vez, el control de pasaportes se atasca y las colas se alargan como si estuvieran regalando petróleo en barriles.

Aeropuerto Riad

Sala de espera del aeropuerto internacional de Riad / wordpress.com

Mi vuelo coincide con otros dos procedentes de Pakistán, con varios cientos de obreros que vienen a hacer los trabajos más humildes a cambio de un sueldo de miseria que aún así es mucho más alto que en su país. Al dirigirme a las garitas de inmigración, me coloco instintivamente en la fila donde veo más hombres de negocios. O al menos que van trajeados. También hay alguna mujer, pero bajo las abayas (sayones negros) no se sabe si visten traje o están en ropa interior.  

Un funcionario me pregunta si tengo visado de residencia o si es de una sola entrada. Lo segundo. Entonces, me envía a la otra cola. Aunque son casi igual de largas, la primera corre más porque se trata de personas que entran y salen casi todas las semanas. O trabajan en el Reino del Desierto y tienen a su familia en Dubái para evitarles los rigores de un país con muchas limitaciones sociales. O, si viven en Riad, se van los fines de semana a la ciudad emiratí para respirar y tomar una cerveza (algo prohibido en Arabia). Es domingo por la mañana, el primer día de la semana laboral.

En la otra fila, a quienes estrenamos visado tienen que tomarnos los datos biométricos (huellas dactilares, foto, etc). El proceso se demora y con él la paciencia de los viajeros. Entre los paquistaníes, que sabe Dios cuántas horas de viaje llevarán desde sus pueblos en Waziristán o en Buner, hay algunas familias y los bebés no paran de llorar. Agotados y sin concepto del espacio personal, intentan ocupar el mínimo hueco libre sin respetar el orden.

Una pantalla enorme, da la bienvenida en árabe e inglés y pide a los viajeros que se acerquen a al control de pasaportes. ¡Qué más quisiera yo! Con semejante riada humana resulta imposible. Miro para atrás y me siento afortunada, estoy en el tercio delantero de la cola, aunque eso no evita el agobio.

Me veo estrujada entre la espalda del hombre que me precede y la impaciencia de la familia que va detrás. Primero lanzan al abuelo a ver si me desplaza. Al ver que no lo consiento, son las féminas en tropel las que arremeten. Tocan mi bolso, el maletín del ordenador, el tejido de mi abaya… Es tan obvio que el policía que trata de mantener el orden, les para detrás de mí para dejarme un poco de espacio. Dado que este es un país segregado por sexos, empiezo a preguntarme dónde está la fila para mujeres. No veo letrero alguno. Una pena porque como somos menos, acabaríamos antes.

La familia se queja y el guardia, que había empezado a colar a quienes llevan bebés, deja pasar a los abuelos, pero frena al resto de la pequeña tribu avasalladora. Observo que  junto a la siguiente familia, se cuelan dos mujeres con aspecto occidental. Miro al policía con aire de qué-está-pasando-aquí. Debo de estar cansada (me he levantado a las cuatro de la mañana para coger el vuelo) porque el hombre se apiada, suelta la cinta y me hace gesto de que pase.

Delante de mí, el funcionario de inmigración sonríe y suelta un alegre “Welcome to Saudia Arabia” (¡Bienvenidos a Arabia Saudí!) a dos sorprendidos (y asustados) paquistaníes. Noto que los agentes han sustituido el uniforme verde por la túnica blanca y el pañuelo a cuadros que constituye el traje nacional. Sin duda intentan mejorar su imagen, pero mientras no acaben con las colas hasta logran que eche de menos la segregación…

¿Segregadas con causa?

Por: | 28 de abril de 2015

Quiero viajar a Arabia Saudí, así que me dirijo al consulado de ese país en Dubái. A la puerta, un empleado muy cortés, túnica blanca y pañuelo a cuadros rojos y blancos, inspecciona mi bolso a través de los Rayos X y me pide que silencie el móvil. “¿Viene a pedir un visado?”, me pregunta. Como respondo que sí, me envía a la ventanilla número dos.

Así lo hago y enseguida aparece un funcionario al otro lado a quien entrego mi solicitud. Me pide que espere, lo que hago en uno de los asientos de la sala, junto al resto de los solicitantes. La mayoría parecen hombres de negocios, aunque visten informal, sin corbata, algo comprensible dados los 35º C que hace fuera.

Por mi parte, he añadido una camisa larga sobre el pantalón y la camiseta al recordar el frío que pasé dentro del consulado la última vez. Mantienen el aire acondicionado a temperaturas polares. También he metido en el bolso una shayla, el pañuelo con el que las saudíes se cubren la cabeza, por si acaso. No quiero tener que volver a casa a buscar uno como me ocurrió una vez en el Consulado de Irán. Pero nadie me dice nada.

Llega una chica joven, inglesa por el acento, vestida como una jipi chic de camino a India. Pantalones amplios de lino gris, túnica rojiza y pañuelo a juego. Mientras aguarda su turno, salen de una salita aneja una madre y su hija, que al parecer estaban allí desde antes de mi llegada. Lo hacen alentadas por el marido / padre que no debe de encontrar motivo para esconder a sus chicas cuando la inglesa y yo estamos allí tan campantes.

Entran varias personas más, entre ellos un matrimonio, con aspecto oriental por sus ojos rasgados. Él viste una de esas camisas de hilo típicas del sureste asiático; ella completamente de negro, sólo deja ver el óvalo de la cara y las manos. Se sientan detrás de mí.

Bueno, casi no les da tiempo a hacerlo porque el amable empleado de la puerta empieza a gritar “madam, madam”, y nos envía a todas las mujeres a la salita en la que estaban confinadas la madre y la hija. Ambas sonríen con complicidad. Visten sendas abayas, los batones negros hasta los pies con los que se cubren las saudíes y otras mujeres de la zona, lo que indica que deben de vivir en el Reino del Desierto. “Desde septiembre”, me confirma la señora.

Arabia Saudí es un país que practica una estricta segregación de sexos. Aunque hay momentos que a una se le olvida, siempre hay alguien que le pone en su sitio. Incluso cuando la separación es absurda o poco práctica. Hay que mantener las formas por encima de todo.

El marido se acerca a la salita, que no tiene puerta, pero la hija, una adolescente, le recuerda que si nosotras no podemos estar fuera él tampoco puede entrar. Dentro, además de un aseo de señoras, hay dos ventanillas más, la 6 y la 7, supongo que para atendernos. Pero cuando llega el turno de la joven inglesa, el funcionario se asoma por la 6 y le pide que vaya a la 2, que es donde se gestionan los visados. Lo mismo sucede con la madre y la hija. Y finalmente, conmigo.

A falta de una explicación mejor, deduzco que la segregación de las mujeres en el consulado saudí tiene por objetivo ayudar a los funcionarios a realizar un poco de actividad física durante su jornada laboral. Todos sabemos que pasar tanto tiempo sentados en los despachos es fatal para la espalda.

Sobre la autora

lleva dos décadas informando sobre Oriente Próximo. Al principio desde Beirut y El Cairo, más tarde desde Bagdad y ahora, tras seis años en la orilla persa del Golfo, desde Dubái, el emirato que ha osado desafiar todos los clichés habituales del mundo árabe diversificando su economía y abriendo sus puertas a ciudadanos de todo el mundo con sueños de mejorar (aunque también hay casos de pesadilla). Ha escrito El Reino del Desierto (Aguilar, 2006) sobre Arabia Saudí, y Días de Guerra (Siglo XXI, 2003) sobre la invasión estadounidense de Irak.

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