No lo puedo evitar. Mis viajes a Irán están asociados con el sabor de los pistachos. Y un guapo kurdo iraní tiene mucho qué ver. Cada vez que el jefe de Internacional me sugiere que tendría que darme una vuelta por el país para contar cómo están las cosas, no pienso (sólo) en negociaciones nucleares, el pañuelo que obligatoriamente me tendré que poner o la entrevista que he pedido con el presidente. La mera idea de una visita a Tavazo vence mi resistencia a lidiar con la pesada burocracia que acompaña al visado de periodista. Tavazo (pronunciado ‘tavassó’) es mi tienda favorita de pistachos.
Pistachos y otras delicadezas en una tienda de Tavazo en Teherán. / Á.E.
De hecho, estoy en el avión y me sorprendo planeando cuándo podré hacer una escapada para abastecer mi despensa de ese apreciado fruto seco, y cumplir un encargo que me ha hecho mi amiga M. Quien no haya probado los pistachos iraníes no podrá entenderme. Yo tampoco lo habría entendido antes. Pero una de las ventajas de este trabajo es que te da acceso a personas y experiencias extraordinarias.
Las cartas sobre la mesa. Mi asociación de Irán con los pistachos es anterior a que pudiera conocer este país. Era yo una becaria en EL PAÍS a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Irán e Irak libraban una guerra que parecía interminable. Cada cierto tiempo pasaban por la redacción representantes de uno u otro grupo político en el exilio contando su lucha y sus problemas fuera con Teherán o con Bagdad. Como última llegada al equipo, empezaron a encargarme que bajara a la sala de visitas y atendiera sus cuitas.
Entonces, apareció él. Un tipo alto, de ojos negros, mirada penetrante y con una cicatriz en la cara que le daba aspecto de malo de una película de acción, pero cuyos modales suaves contradecían la aparente fiereza. Me relató las dificultades de su pueblo, atrapado entonces en medio de aquella guerra fratricida. Debí de escucharle ensimismada, aunque hoy soy incapaz de recordar su nombre. Pero suscitó mi curiosidad por una comunidad de la que entonces conocía muy poco. Al despedirse, me regaló un paquete de pistachos.
“Un recuerdo de mi país”, me dijo, un poco en contradicción con sus ansias independentistas, ya que esas nueces se cultivan lejos de las montañas kurdas, en las planicies del centro de Irán. Esa tarde nos dimos un pequeño festín en la redacción y yo quedé enganchada para siempre a los pistachos. Iraníes, según iba a comprender cuando a partir de entonces probara otros. De aquí salen casi medio millón de toneladas, la mitad de la producción mundial. (¿Le llevará pistachos Zarif a Kerry cuando se reúnen para negociar el acuerdo nuclear?)
Una tienda de Tavazo, en la avenida Vali-e-Asr de Teherán. / Á.E.
No volví a ver al guapo kurdo. Pero cuando varios años más tarde pude por fin viajar a Irán, no me olvidé de comprar pistachos para llevar a mis compañeros y a mis amigos. También para mí. Por supuesto. Fue así como descubrí Tavazo. Hay docenas de tiendas similares y Ali M. suele insistirme en que vaya a comprarlos al Gran Bazar, donde los precios son más ajustados. Pero a mí me sigue gustando ir a ese negocio, dónde te animan a probar sus productos (menos ahora, que estamos en Ramadán) y los empleados te tratan con deferencia. Se ha convertido en una tradición.