Cruzo a África desde Italia. Nunca antes había atravesado el Sáhara por este lado, el oriental. Siempre fue por el otro costado, el occidental. Allí, sobrevolar Marruecos, primero, y luego Mauritania o Malí, ya corta la respiración. Es un lujo volar lo suficientemente bajo para ver tal paisaje a vista de pájaro. Y hoy llevamos horas subidos en un Airbus A 330 intentando dejar el desierto atrás, después de cruzar el Mediterráneo, tan breve. Pero se resiste a abandonarnos. Libia, Egipto, Chad, Sudan... Asi hasta llegar a los puntos en que se ve al Nilo serpentear o reverdece el suelo en Sudán del Sur o atravesamos algodones de azúcar en Kenia, como si todas las nubes del mundo hubieran sido convocadas a rendir pleitesía al Kilimanjaro. Esto es lo más al Sur que he estado nunca en este continente. Pero antes de aterrizar sólo puedo pensar en este desierto que ocupa una gran parte de él.
Es imposible sobrevivir a este mar de arena, a esta mancha en el mapa color de tierra clara y de sofoco. Por muy acostumbrado, nómada o aventurero que sea uno, las condiciones de vida en estos parajes son durisimas. El equilibrio de supervivencia pende de un hilo, a veces de unos pocos grados, una lluvia que se olvida de llegar, una infeccion o virus que acaba con animales y personas. Un conflicto armado. Como el de Malí. Las temperaturas no dan tregua, en la mayor parte no hay infraestructuras, no hay tierra fértil para las cosechas, ni pasto para ganado, no hay posibilidad de desarrollo, ni voluntad política. ¿Por que vive entonces la gente en sitios tan extremos?, se preguntarán, con razón. Simplemente, porque aqui han nacido y no tienen medios para ir a otra parte. Esa sería la primera respuesta. La segunda cae por su propio peso: ¿A dónde van a ir? ¿A dónde que los quieran?