Irse o matarse. O seguir y hacer cine. La primera disyuntiva es la de algunos de los protagonistas de películas crudas y sublimes de jóvenes africanos sobre jóvenes africanos. La segunda posibilidad, la de hacer cine, y resistir, es la ruta que tomaron algunos de esos jóvenes que hoy muestran sus trabajos en la 13* edición del Festival de Cine Africano, que se celebra conjuntamente -por primera vez- en Tarifa (España) y Tánger (Marruecos), hasta el 4 de junio.
En homenaje a sus amigos desesperanzados, en celebración de sus pueblos castigados, con dolor, en un ejercicio catártico, algunos de estos jóvenes cineastas están pariendo obras que van dejando huella artística y social, desde el sur del Sahara, donde el Atlántico se une con el Índico, hasta el Estrecho, donde el Atlántico penetra hacia el Mediterráneo. De Sudáfrica a Marruecos, pasando por Burkina Faso, Madagascar, Isla Mauricio, Lesotho, Guinea Ecuatorial, Camerún, Mali, Etiopía, Nigeria y Sudán, llegando a Túnez, Argelia y Egipto.
Los chicos perdidos de los suburbios ricos de Johannesburgo, los de la generación post-Apartheid en la Sudáfrica de hoy, según 'Necktie Youth'.
Poco hay de previsible en estas películas que han hecho despegar una edición del FCAT que ciertamente ensancha el horizonte, por esto de estar en dos continentes, al mismo tiempo, amplificando estas voces necesarias. Hablamos, especialmente, de algunos títulos de los primeros días: de la excelente Necktie Youth del sudafricano Sibs Shongwe-La Mer (que habia abierto nada menos que la sección Panorama de la Berlinale, el año pasado, pasó por Tribeca y Venecia); del movilizador documental argelino Fi rassi rond-point (algo así como tener una rotonda en la cabeza), de Hassen Ferhani, y de Starve your dog ("Hambrea a tu perro"), del marroquí Hichan Lasri (que también estuvo este año en la Berlinale).
En las tres se menciona la idea de que la realidad es tan dura que a la gente le dan ganas de tomar bruscamente un atajo. Trágico. Los tres directores andan en los veintipocos y treinta y algo, con ganas de arte, sensibles a lo que sus sociedades chillan, aun en gritos sordos. Ninguno es complaciente ni estilística ni moralmente con lo que las almas biempensantes esperan del paisaje social africano. No hay complacencia con los suyos, ni estética para turistas. Por eso se permiten hablar hasta del suicidio.