AMR ABDALLAH DALSH (REUTERS).
Los turistas que regresan de Egipto hablan de las pirámides, del Nilo y del tráfico rodado -coches, motocicletas y taxis. Se olvidan de lo importante: el tráfico humano, las personas. A menudo informamos de estos países a través de sus gobernantes corruptos, de nuestros prejuicios coloniales y de los miedos que proyectan para protegerse de su pueblo y de nuestra injerencia. Miedo al islamista, al radical, al barbudo, a Osama bin Laden multiplicado y transformado en propaganda útil para que nada cambie.
Túnez, primero, y Egipto, después, nos descubren a los invisibles, a cientos de miles de personas que nunca vimos: los que padecen cada día un Gobierno cleptoctático, ineficaz, dictatorial y que se cansaron de poner la otra mejilla. Son jóvenes en su mayoría los que arriesgan la vida en las calles del Cairo, Alejandría y Suez esperanzados en un futuro mejor. Cuando nada se tiene, nada se pierde.
En la fotografía, un niño transporta una bandeja de pan, su trabajo diario. Detrás, los antidisturbios, la muralla del orden, la defensa de lo que se tambalea; delante, los manifestantes, otros invisibles que no aparecen en la foto. Los niños se hacen visibles a través del pan o de un vendedor de zumos en Kabul. Nadie les mira a los ojos asustados, a la boca que no está segura de sonreír o gritar, nadie les llama por su nombre porque nadie les ve. Existe el pan que navega solo sin nadie debajo como un truco de magia. Es la bandeja la que transporta al niño.
Las manifestaciones, la hartura contagiosa a través de las Redes Sociales y de Al Yazeera con sus retransmisiones en directo amenaza con un nuevo maremoto político, como el de Europa del Este. Aun es pronto, sin duda, pero el gran cambio ha comenzado: los invisibles están recuperando el rostro y a través de los canales por satélite y las nuevas tecnologías están creando una narración propia, alejada del poder, alejada del miedo.