CLARA PRIMA. (AFP).
Los budistas celebran el nacimiento de Buda en la fiesta de Vesak o Wesak. Supongo que como en otras religiones, las fechas conducen a los ritos, a sentirse parte de algo, de una fe, de un sueño, una utopía. Cada uno busca su paraíso en el cielo, el Nirvana o en la Puerta del Sol.
En la foto, tomada en el exterior del templo de Borodudur, en Java, se ven manos que despiden, que lanzan esperanzas en lámparas iluminadas con una vela: pequeños barcos de papel de arroz que zarpan, y navegan por donde no navegan los sin imaginación. Decenas de barcos suspendidos sobre las cabezas de los que prometen y se ilusionan, de los que esperan un milagro. Cada lámpara que asciende es también una renuncia: la entrega a otro, a un ser presuntamente superior, del destino, de la posibilidad de un cambio de rumbo, de nuestra responsabilidad.
Las religiones nacen de la necesidad de trascender, de ser algo más que espectadores de nuestra vida; también del miedo al vacío, a lo que no está escrito. Existe un miedo infantil a escribir lo que no está escrito, a depender de nuestros actos, de nuestros errores.
Esa renuncia expresa abunda en los asuntos relacionados con los dioses; también en los de los hombres. Más que lanzar lo que esperamos, nos liberamos del fantasma de lo que tememos, de la obligación de tener que luchar por ello. En la Puerta del Sol no despegan sueños ni miedos ni renuncias, allí, por algún mecanismo extraño, están aterrizando los sueños de otros. Es como si todas esas lámparas-barco-luz que partieron de unas manos en Botodudur, de El Cairo o de Túnez, estén llegando a Madrid intactas y luminosas después de un largo viaje. Cada lámpara que aterriza suma, es una victoria, otra forma de esperanza.