Por definición, las telenovelas tienen un final feliz. Están hechas para entretener a partir de enredos reiteradamente absurdos y sus personajes no tienen profundidad, sólo excesos: de bondad, de maldad, de vileza, de generosidad, de hermosura y fealdad. El destino atenta primero contra algunos de ellos, que serán reivindicados también por el destino cuando los malos, inicialmente en ventaja, sean defenestrados.
Por definición también, cualquier matrimonio es un asunto público. Es formalidad y manifestación de una voluntad, y un compromiso, delante de un colectivo, sea este del tamaño que sea. Es tan de la esfera pública que en unos participa un ministro de algún culto más o menos universal y en otros un representante del Estado. Y en algunos ambos, por supuesto. Hasta ahí, nada de extrañar que un señor de nombre Enrique Peña Nieto, viudo, y una señora de nombre Angélica Rivera, divorciada, quieran que el mundo sepa que se quieren. Y nadie tiene ningún derecho a cuestionar la legitimidad del deseo que les lleva a tal decisión. Imaginemos si en nuestras propias y similares situaciones cualquier tercero quisiera cuestionar la honestidad de nuestros sentimientos hacia la respectiva pareja. Inadmisible.
Así que si dicen quererse y decidieron casarse, bien por ellos. El problema es que él no es un ciudadano común. Y sus actos no son lo de un mexicano cualquiera. Y llevar su boda de un acto público a uno mediático de obvia intención electoral obliga a que otros, que pasarían de largo ante decisiones individualmente soberanas, se tengan que detener a reflexionar un poco al respecto.
Enrique Peña Nieto decidió tiempo atrás construir un personaje y su disciplina en ese proyecto es envidiable. Ese personaje primero fue "joven" en un mundo de dinosaurios. Luego, "cumplidor" en un panorama de sinvergüenzas que iniciaban obras y las entregaban a medias o ni eso. Ahora, quiere ser "cercano", quiere ser como cualquiera: chambear, quedarse en mangas de camisa, entender a los mexicanos de a pie, abandonar el olimpo de los zapatos de fina suela que no pisan el asfalto (Spota dixit) y estar a flor de tierra. Y por supuesto, quiere que lo veamos como un señor cualquiera, que trabaja duro para alcanzar sus sueños de superación, de felicidad, para vencer la adversidad e incluso llegar a casarse con alguien atractivo.
Si Peña Nieto no hace grandes discursos, ni fija definiciones claras, ni elabora una idea para pasearla en universidades y foros es porque simplemente los grupos de enfoque de la mercadotecnia política dicen lo obvio: que por el momento esas ideas no se las van a preparar porque con eso el personaje no va a crecer entre la masa; que por lo pronto se puede dar el lujo de no tener consigo a la clase media que no perdona al PRI, que ya llegará el tiempo en que --creciendo desde abajo-- su personaje sea un fenómeno tal que triunfe como las telenovelas de éxito, cuando aun los más rejegos nos rendimos ante Rubí (el gran personaje de Fanny Cano o de Bárbara Mori, según la generación, se fijan que las historias son las mismas, que sólo se reeditan), y similares.
Vivan los novios. Sabemos quién es ella. Profesión actriz. Sin embargo, aún no sabemos quién es él, pero de que es un gran personaje, eso que ni qué. Ya pronto será el tiempo, obligado, de hacer el balance de la administración del gobernante Peña Nieto, que se mueve en el terreno de la política, disciplina más parecida a las farsas que a las telenovelas. Pero hoy es la tornaboda, así que en estas horas sólo toca seguir ocupándose de los protagonistas de esta ceremonia cuyo final, a diferencia de las telenovelas, está lejos de escribirse, y cuyos personajes son muy interesantes.