El destino quiso que la liberación de Diego Fernández de Cevallos se diera cinco días después de que Isabel Miranda de Wallace recibiera el Premio Nacional de los Derechos Humanos, reconocimiento a su inacabada lucha para obtener justicia para su hijo, secuestrado y asesinado en 2005. La referencia es obligada porque los casos de Fernández de Cevallos y de Miranda de Wallace no pueden ser más contrastantes.
Doña Isabel es una de esas personas a quienes un crimen les cambió la vida (Eduardo Gallo o María Elena Morera, por mencionar algunos más, también se encuentran en esa condición de individuos que la tragedia transformó de ciudadanos comunes a infatigables activistas anticrimen). A diferencia del ex candidato presidencial del PAN, esta señora de clase media no conocía las tripas del sistema, incluso estaba muy lejos de ello. En medio de su dolor sufrió el desdén del poder y el crimen de su hijo habría quedado impune de no ser por su doble empecinamiento: dar con los responsables del asesinato de Hugo Wallace Miranda (cuyos restos aún no son localizados), y obligar a los gobiernos a actuar en contra de los criminales, el último de los cuales fue aprehendido este mismo mes.
Hoy México le debe mucho a esta señora. Además de su ejemplo de tenacidad e indeclinable demanda de justicia, ella ha sido fundamental para que este país haya aprobado este año una nueva ley en contra del secuestro.
Han sido tan claros los méritos de personas como Miranda de Wallace, Gallo o Morera que algunos observadores advierten, con razón, sobre la tentación de que la sociedad llegue a la conclusión de que los grandes problemas de la procuración de justicia podrían resolverse con participaciones individuales “en las tareas de exclusiva responsabilidad del Estado”.
Pero El Jefe Diego no es un ciudadano. O no es solamente un ciudadano. De hecho, él mismo ha hecho público que su secuestro ha tenido un tinte político además de motivación económica. Y, abundando en ello, el panista ha expresado que “en el futuro, y uno de los temas que para mí será capital, y lo hablé con mis plagiarios, y está el compromiso con ellos de pensar y de luchar por grandes causas que reclama México, como son su pobreza, su injusticia y su impunidad”.
Aquí es preciso para este autor señalar que si Fernández de Cevallos decide a partir de cualquier momento retirarse a la vida privada, o incluso olvidar este tema y volver a sus actividades como abogado de grandes intereses, litigando incluso en contra del Estado, nada reprochable tendría. Es, ante todo, un ser libre y su tragedia no le obliga, faltaba más, a ningún tipo de comportamiento predeterminado.
Empero, ya que él mismo ha formulado en estas horas de libertad recobrada que cree “que tenemos que hacer de México un país de leyes, de instituciones, no de secuestradores, no de asesinos, no de abusivos”, el llamado Jefe Diego sería, sin duda, una palanca de notable fuerza para impulsar la agenda anticrimen y de justicia en general.
Fernández de Cevallos no tendría que pagar eso que llaman “curva de aprendizaje”, no tendría que implorar ayuda como la señora Miranda de Wallace y similares. Conocedor de los pasillos de poderes formales e informales, inigualable experto en legislaciones, vehemente orador, gestor astuto y valiente, sería un elemento de innegable liderazgo para que la política se moviera a favor de los ciudadanos. La cuestión, sin embargo, radica en saber qué hará el ex senador. Y esa decisión es personalísima. Veremos.