(Revisar nota de actualización, al final del texto).
Es el desastre perfecto. El joven oficial de aduanas y migración Jaime Zapata debería estar vivo. De uno de los enormes agujeros de la llamada justicia mexicana surgieron las balas que el pasado 15 de febrero le mataron en una carretera de San Luis Potosí (centro de México). Decir que debería estar vivo no es licencia poética. No sólo fue absurda su muerte (los delincuentes han confesado que Jaime fue "confundido" con criminales rivales), sino que por principio de cuentas su homicida tendría que haber estado el día de los hechos en una cárcel: había sido detenido en 2009 con armas cuya posesión constituye un delito grave. Nadie atina a explicar aún cómo fue posible que fuera liberado hace más de un año. Si el muerto hubiera sido un ciudadano mexicano, el caso difícilmente habría alcanzado las primeras planas (así de común se han vuelto los absurdos en este país). Pero hay que aclarar que a pesar de su castizo nombre, Jaime Zapata era un agente estadounidense adscrito a México. El desastre será no sólo perfecto, sino diplomático.