Cuando mi hijo era un niño pequeño descubrí que a una hora en auto desde la ciudad de México, en un recodo de las montañas que separan a la capital mexicana del estado de Morelos, estaban las Lagunas de Zempoala, un minúsculo balneario que sin embargo nos bastó para desahogar excursiones dominicales. Casi al mismo tiempo descubrí Ixtapa, playa en el Pacífico que aun sin el encanto de Acapulco alivia destemplanzas. Esta semana descubrí que ahí, en esos dos lugares remotos entre sí y con diferencia de apenas unas cuantas horas, mataron a gente querida de gente querida por mí. Esta semana descubrí, finalmente, que no quiero leer más mensajes donde incrédulos mexicanos se horrorizan ante los asesinatos de sus socios, colegas, compañeros, amigos, maestros, conocidos...