Un anuncio de televisión se ha convertido en uno de los principales temas de debate político en Estados Unidos. Emitido en el intermedio de la última Super Bowl, el comercial, narrado por Clint Eastwood y pagado por Chrysler, relata los progresos hechos por la industria del automóvil en los últimos tres años y pronostica un brillante futuro. Aunque refleja la evidencia de que ese sector de la economía estaba antes al borde del descalabro y hoy vuelve a presentar beneficios, el anuncio ha sido considerado por los republicanos como un apoyo más que implícito a Barack Obama, sobre todo la frase final de Eastwood en la que dice: "estamos a mitad del partido en América; la segunda parte está a punto de comenzar", que puede fácilmente entenderse como una alusión a que el presidente merece un segundo mandato.
Es comprensible la molestia de la oposición. Al margen de cuáles fueran las intenciones de los patrocinadores, el anuncio supone un gran beneficio para Obama. No hay dinero en las arcas del Partido Demócrata para pagar una publicidad que ven más de 100 millones de posibles votantes, respaldada por una de las marcas emblemáticas del país y narrada por una figura de pasado republicano y un brillante presente profesional que lo convierte en una autoridad moral y en un orgullo nacional.
El anuncio ha sido analizado en todos sus extremos, con la meticulosidad con la que se hacen las cosas aquí. Pero hay un aspecto del que se ha hablado menos y que a mí me ha llamado particularmente la atención, el de la presencia de Eastwood, de quien, además, me confieso un devoto seguidor.
Eastwood encarna en Estados Unidos al tipo duro que pone la justicia por encima de todo, hasta de la ley si es necesario. Aunque a lo largo de su carrera ha dirigido o protagonizado como actor tiernas historias de amor y profundos y complejos dramas sentimentales, su imagen es inseparable de la del inspector Harry Callahan, al que dio vida en Harry el Sucio, o de la de los implacables pistoleros que él supo hacer magistralmente. Una de sus biografías lo define como "un icono de las macho movies". Aunque abundan en el cine americano los personajes que defienden el bien por encima de la burocracia y las reglas, nadie ha convencido tanto en ese papel como Clint Eastwood. El propio Eastwood rinde homenaje a esa faceta de su carrera en El Gran Torino.
Y aquí aparece ahora El Gran Torino respaldando -de acuerdo, no lo respaldó expresamente pero eso lo que todo el mundo ha pensado, y eso es lo que importa- al presidente a quien tanta gente retrata como un un dubitativo intelectual por cuyas venas no corre verdadera sangre americana, de esa sangre que lleva a un buen americano, como el inspector Callahan, a empuñar una Colt para restablecer el orden.
Este no es un país de intelectuales. Este es un país de científicos y hombres de negocios. El oficio de intelectual como tal, al modelo francés, tiene mala prensa y peor aceptación popular. Personalmente, siento enorme admiración por el trabajo intelectual de Eastwood, pero quizá ni él mismo se reconocería en esa función. Eastwood es el Gran Torino, sólido como el coche de donde toma el nombre, made in the USA, nada de esas baratijas japonesas o sofisticados diseños europeos. Nada de eso, puro producto americano.
Eastwood es una gloria en medio de toda esa excitación patriótica. Sobrio, controlado, insobornable. Callado. Pero una sola palabra suya puede bastar para que los enemigos de Obama emprendan la huida. Pum!