Entrevista a Antonio Caño en el programa Club de Prensa de la cadena de televisión NTN24, en Washington.
Una visión más cercana de la política de EE UU y del trabajo de sus principales responsables, con relatos, lecturas y anécdotas que ayuden a entenderla mejor.
Antonio Caño lleva más de 30 años de dedicación a la cobertura de la actualidad internacional, la mitad de ellos vividos en EE UU y América Latina. Actualmente, es corresponsal en Washington.
Entrevista a Antonio Caño en el programa Club de Prensa de la cadena de televisión NTN24, en Washington.
Entrevista a Antonio Caño en el programa Club de Prensa de la cadena de televisión NTN24, en Washington.
El presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Luís Alberto Moreno, hace en Washington, ante Juan Carlos Iragorri, de NTN24, y Antonio Caño, corresponsal de EL PAÍS, un repaso a la economía latinoamericana.
1.- La reelección de Barack Obama.
2.- La matanza de Newtown, que ha conmocionado profundamente al país y ha abierto un debate sin precedentes sobre las armas de fuego.
3.- El huracán Sandy, que ha estimulado la preocupación por el cambio climático.
4.- El vuelco demográfico. En 2012, por primera vez, nacieron en Estados Unidos menos niños blancos que del resto de las razas juntas. Dentro de este cambio, la importancia del voto latino se ha demostrado creciente.
5.- El avance de la causa por el matrimonio entre homosexuales. El asunto acabará en 2013 ante el Tribunal Supremo.
6.- La derrota del Tea Party. La mayoría de los candidatos vinculados a ese movimiento perdieron en las elecciones de noviembre.
7.- La desaparición del semanario Newsweek, por lo que significa sobre el presente y el futuro de los medios de comunicación.
8.- La apuesta por Asia. El Pentágono ha anunciado que, en los próximos años, la mayor parte de su flota estará en aguas de ese continente.
9.- La incertidumbre económica. Aunque el desempleo ha bajado y la economía ha vuelto a crecer, el año ha estado dominado por la impresión de que nunca se regresará a los niveles de prosperidad conseguidos en el pasado.
10.- La popularidad de la marihuana. Una mayoría de norteamericanos aprueba ahora su legalización.
Y... el caso Petraeus, de gran impacto mediático, pero de escasas consecuencias políticas hasta el momento.
Esta clasificación de los libros del año en Estados Unidos responde únicamente a mi gusto particular y a mi limitada capacidad de acceso a algunos de los muchos títulos que se publican. Se recogen exclusivamente libros de no ficción, biografías y ensayos. No es, por tanto, una jerarquía de los mejores libros publicados (hay muchas listas elaboradas por gente con más criterio) sino, más bien, una pista sobre productos que pueden ser de interés para las personas que sigan este blog y que compartan el interés por la política y la historia.
1.- Thinking the Twentieth Century, de Tony Judt y Timothy Snyder.
2.- The World America Made, de Robert Kagan.
3.- Jack Kennedy, de Christ Mattews.
4.- The Real Romney, de Michael Kranish.
5.- Barack Obama, The Story, de David Maraniss.
6.- The Righteous Mind, Wy Good People Are Divided by Politics and Religion, de Jonathan Haidt.
7.- Coming Apart, de Charles Murray.
8.- Thomas Jefferson, The Art of Power, de Jon Meacham.
9.- Iron Curtain, de Anne Applebaum.
10.- The Presidents Club, Inside the World,s Most Exclusive Fraternity, de Nancy Gibbs y Michael Duffy.
Reciente todavía el éxito de la película de Steven Spielberg sobre Abraham Lincoln, se acaba de estrenar en Estados Unidos Hyde Park on Hudson, en la que el actor Bill Murray interpreta al presidente Franklin D. Roosevelt. Una extensa biografía de Thomas Jefferson, The Art of Power, de Jon Meachan, ocupa el segundo lugar en la lista de libros de papel más vendidos de The New York Times. Esta obra se ve compensada por otra, Master of the Mountain, en la que Henry Wiencek recoge el lado más oscuro del tercer presidente, particularmente su defensa de por vida de la esclavitud. Simultáneamente, la cadena Showtime emite desde hace un mes el documental dirigido y narrado por Oliver Stone, The Untold History of the United States, basado en un libro del mismo título en el que el célebre y controvertido realizador expone una versión bastante heterodoxa sobre el papel de EE UU en los principales acontecimientos del siglo XX.
La historia, como ocurre con tanta frecuencia en este país, se convierte en rabiosa actualidad, con toda su carga polémica y toda su capacidad de aportar ideas para mejorar el presente y el futuro. Cada uno de los productos citados deja una receta para los problemas de hoy o, al menos, contribuye de alguna forma a su comprensión. La formidable visión de Lincoln sobre el compromiso de su generación con la liberación de los esclavos, garantizando la supervivecia de la Unión americana, es un cruel recordatorio de la mezquindad de la política actual y la pobreza de los líderes contemporáneos.
Los políticos son, por supuesto, seres imperfectos, sometidos, como cualquier ser humano, a la influencia de sus sentimientos y sus debilidades. Así se refleja en la película de Roger Michell, en la que Roosevelt afronta el histórico momento de la implicación de su país en la Segunda Guerra Mundial en plena turbulencia familiar, con un difícil acomodo entre una esposa, Eleanor, de enorme personalidad, y una amante, Lucy Page Mercer, a la que quiso de corazón y mantuvo a su lado hasta su muerte. Esa relación, decisiva en la vida de Roosevelt, jamás fue conocida en su época. Qué diferente el trato a la vida privada hace 70 años, cuando se cuidaba la dignidad de las personas hasta el punto de evitar la exposición pública del presidente, paralítico por la polio, en su silla de ruedas.
Las contradicciones entre el líder y su vida, la ambición por un hueco en la historia, la grandeza de una misión transformadora y la dependencia de las ideas adquiridas en nuestras raíces; todos esos desafíos que cualquier político honrado afronta siempre, se manifiestan de forma espléndida en las dos versiones de Jefferson mencionadas anteriormente. Jefferson es, probablemente, el más brillante de los Padres Fundadores. Autor de la Declaración de Independencia, es el líder revolucionario de visión más liberadora y progresista en casi todos los aspectos. En pocos otros países hubiera sido imposible llamarle "el monstruo de Monticello", como hace Wiencek, que ya antes había desmitificado al mismísimo George Washington, sin que temblaran los cimientos de la nación.
Eso mismo, desafiar el orden establecido, es el propósito de Oliver Stone en su particular versión de una Segunda Guerra Mundial ganada por la Unión Soviética y de una Guerra Fría en la que Stalin buscó siempre el entendimiento y, si convirtió en satélites a los países de Europa del Este, desató la guerra de Corea o reprimió con violencia en Hungría o en su propio país, fue solo de forma defensiva, como respuesta a la actitud provocadora y belicista de Harry Truman y Winston Churchill. El trabajo de Stone tiene manipulaciones y lagunas que se detectan sin necesidad de ser un experto, pero contribuye a la idea general de que la historia no es una disciplina muerta condenada a las tertulias académicas, sino un instrumento muy útil para el perfeccionamiento de la democracia. Los políticos norteamericanos usan ese instrumento con frecuencia, en ocasiones para abusar de su valor simbólico, a veces para potenciar y esclarecer sus propias iniciativas.
Barack Obama anunció su candidatura presidencial en 2007 en Springfield (Illinois), el mismo lugar en el que Lincoln pronunció un célebre discurso de despedida de sus paisanos antes de dirigirse a Washington para tomar posesión como presidente. Poco antes de que él mismo asumiera el cargo en 2009, confesó que su libro de cabecera en esas horas cruciales era Team of Rivals, precisamente el texto en el que se inspira la reciente película en la que Daniel Day Lewis representa al primer presidente republicano. Obama ha buscado inspiración en el new deal de Franklin Roosevelt para defender su reforma sanitaria, y se fue en diciembre del año pasado hasta Osawatomie (Kansas) para señalar las líneas maestras de su campaña por la reelección exactamente en el mismo y recóndito punto en el que, un siglo antes, Teddy Roosevelt, otro republicano, había pronunciado su famosa defensa del estado como garantía de la justicia social, lo que se recuerda como el discurso sobre el Nuevo Nacionalismo.
Como en cualquier otra faceta, la moda sobre la historia cambia. John Kennedy es, por supuesto, una estrella casi permanente. Lyndonn Johnson es también el protagonista de unas de las biografías del año. Algunas figuras más recientes, como Ronald Reagan, están aún pendientes de más profundas revisiones. Otros, como George W. Bush, han sido por ahora solo mal caritaturizados. En su caso, por el mismo Stone. Pero, con aciertos y errores, esa constante observación del pasado es en EE UU un buen negocio y una fabulosa fuente de aprendizaje.
Entre los cambios históricos que se registraron en las elecciones presidenciales norteamericanas del 6 de noviembre, uno de los más notables fue el de la victoria, por primera vez, de un candidato del Partido Demócrata, entre la comunidad cubana de Florida. Eso, unido a las tímidas medidas aperturistas puestas en marcha por el régimen cubano en los últimos meses y al mayor margen de maniobra de que dispone en Washington un presidente que no puede ser reelegido, crea el mejor escenario que se ha conocido nunca para el levantamiento del embargo económico de Estados Unidos a Cuba, una reliquia de la política exterior norteamericana que ha sobrevivido hasta ahora pese a su ineficacia y su falta de apoyo internacional.
La semana pasada, en la ritual votación anual en la Asamblea General de las Naciones Unidas, todos los países condenaron ese embargo, con excepción del propio Estados Unidos, que solo tuvo el apoyo de Israel y Palau. La impopularidad de esa medida es evidente desde hace tiempo. También es obvio que, después de 50 años en vigor, no solo no ha servido para obligar al Gobierno cubano a adoptar medidas democratizadoras, sino que muchas veces ha sido la excusa para no tomarlas.
Si el embargo ha sobrevivido hasta ahora ha sido, simplemente, porque tenía el apoyo del exilio cubano, de fuerte influencia en el sur de Florida, un estado fundamental en la pugna electoral en este país. Pero eso ha cambiado ya. Nuevas generaciones de cubanos nacidos o crecidos en Estados Unidos no se sienten obligados a ser fieles al Partido Repúblicano como la única garantía frente al comunismo ni creen que la batalla contra Fidel Castro deba de ser el motivo de sus vidas. Por primera vez, un cubano-americano del Partido Demócrata, Joe García, ha sido elegido para ocupar un escaño por Florida en la Cámara de Representantes. Educados más en la solidaridad con sus familiares y compatriotas de la isla que en el odio a quienes obligó a sus antepasados al exilio, esa generación simpatiza con las medidas para facilitar el intercambio tomadas por Barack Obama y tiene el deseo de aumentarlo todo lo posible.
Esa corriente se ve, igualmente, favorecida por todos aquellos, sobre todo en Florida, que ven oportunidades económicas en Cuba y quieren que sus posibilidades de negocio no se vean limitadas por decisiones políticas que, además, resultan anacrónicas. Estados Unidos favorece la relaciones económicas con otro país comunista, como China, y, hasta hace poco, ha permitido cierto intercambio comercial con naciones rivales, como Irán, y continúa permitiéndolo con otras, como Venezuela. Los empresarios están desde hace tiempo entre los sectores que favorecen el levantamiento del embargo.
Siguen existiendo algunos que se resisten a dar ese paso. Los representantes republicanos de la comunidad cubana en el Congreso aún estiman que el levantamiento del embargo serviría para dar oxígeno al régimen de los hermanos Castro, precisamente en el momento en que ambos se aproximan al final de sus vidas.
Ese argumento, sin embargo, es débil ante el potencial que un mayor intercambio tendría para agilizar la transición democrática y estimular a los reformistas. El levantamiento del embargo podría, efectivamente, mejorar las condiciones económicas de los cubanos. Pero también facilitaría la presencia en Cuba de los grupos de oposición que actúan desde Florida y, sobre todo, pondría en manos de la oposición interna instrumentos de movilización de los que ahora mismo carecen. Con más dinero, más ordenadores, más teléfonos móviles, acceso a Google y a Twitter, las posibilidades de comunicar la realidad sobre el sistema político cubano se ampliarían considerablemente. Por otra parte, es dudoso que una población menos angustiada por la economía no estuviera también más interesada en la democracia.
Barack Obama, que inició su presidencia con gestos de buena voluntad hacia el Gobierno de La Habana parecía compartir ese punto de vista. Pero, frustrado por la poca receptividad del régimen, y acuciado, como sus antecesores, por el calendario electoral, abandonó enseguida ese camino. Ahora, más preocupado por su legado histórico, tiene una gran oportunidad de hacer algo que, probablemente, sería recordado como el principio del fin del comunismo en Cuba. El levantamiento del embargo tendría, junto a sus repercusiones previsibles, un efecto político y sicológico que serviría para marcar un antes y un después en las relaciones de Estados Unidos con Cuba y con toda América Latina. En estos momentos, eso es posible sin dejar sobre el siguiente candidato presidencial demócrata el pesado lastre de una derrota segura en Florida. Más bien, todo lo contrario.
Clinton y Obama a su llegada a Myanmar. Foto: Soe Than WIN / AFP
Hillary Clinton estaba en Camboya, acompañando a Barack Obama en la última gira que harán juntos como presidente y secretaria de Estado, cuando tuvo que cambiar precipitadamente de itinerario para atender la llamada urgente de Gaza. Siempre es así, siempre hay una urgencia en Oriente Próximo que obliga a reacomodar la agenda de Estados Unidos. Obama pensaba en un viaje tranquilo para fotografiarse en Birmania como una de las grandes heroínas contemporáneas y reafirmar la prioridad de Asia en la estrategia norteamericana, pero Gaza le robó el escenario y le obligó a estar contantemente al teléfono para tratar de contener la crisis. Cuando Obama, con su victoria electoral aún fresca, pensaba todavía en cuáles serían los prioridades de su segundo mandato, Gaza se le cruzó en su camino para recordarle que Oriente Medio sigue ahí, tan inestable y violento como siempre.
Finalmente, optó por una acción arriesgada y significativa. Exponer al principal responsable de la política exterior y figura más visible de su Administración a los riesgos de un conflicto tan espinoso como el de israelíes y palestinos es, al margen del aparente éxito inicial de su gestión, una clara apuesta de Obama: este asunto figurará entre sus prioridades en los próximos cuatro años. "Estados Unidos trabajará con nuestros socios en Israel y en toda la región para conseguir seguridad para el pueblo de Israel, mejorar las condiciones del pueblo de Gaza y avanzar hacia una paz global para todos los pueblos de la región", dijo Clinton a su llegada a Jerusalén.
Obama entendió desde el principio de su presidencia que la solución del problema palestino-israelí es crucial para un nuevo entendimiento entre Estados Unidos y el mundo árabe y musulmán. Intentó una aproximación y se estrelló, como cada uno de sus antecesores, con la variante esta vez de que Obama chocó con un primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, particularmente tenaz, que se negó a detener los asentamientos.
Ahora vuelve a intentarlo en condiciones algo más favorables. Obama ya no tiene por delante más elecciones. No necesita, por tanto, la complicidad de Netanyahu para mantener el voto de los judíos norteamericanos. Ahora es Netanyahu quien está próximo a las urnas y expuesto al riesgo de un electorado que quiere que sus gobernantes se lleven bien con Estados Unidos, su última garantía de supervivencia. Eso le da algo más de margen a Obama para intentar un nuevo acercamiento al conflicto desde una posición algo más equilibrada.
Para Estados Unidos es imprescindible que en este viaje no se le descuelgue Egipto. El presidente Mohamed Morsi necesita el apoyo norteamericano para mejorar su economía, que es el terreno principal en el que se decide el futuro de la incipiente democracia egipcia. Pero Estados Unidos necesita a Morsi para hacer viable cualquier intento de mediación en el conflicto palestino-israelí.
Dentro del diario drama humano y los enormes riesgos de la situación -incrementados por la guerra en marcha en Siria-, algunas cosas han mejorado lo suficiente como para alimentar cierto optimismo: Obama ha fortalecido su posición en casa, Morsi es un socio más díscolo pero también más creíble que Hosni Mubarak, el régimen sirio no está en una posición como para estorbar demasiado, los palestinos están menos divididos, Hamás ha demostrado su fuerza pero también su debilidad y Netanyahu puede acabar de entender estos días en Gaza que no hay solución militar para el conflicto y que el tiempo y la demografía juega a favor de la población árabe, en los territorios ocupados y en el mismo Israel.
Tan tentador como puede ser para Obama intentar un acuerdo de paz que diera sentido a su premio Nobel, así es de peligroso también. Todos esos factores que hoy pueden conducir al optimismo pueden verse superados por una fuerza mayor, la proverbial intransigencia de los principales protagonistas del conflicto. La falta de verdadera voluntad de paz ha sido el principal problema siempre y sigue siendo el gran obstáculo ahora. Obama intentar coronar su presidencia con una gran éxito, como lo intentó Bill Clinton, pero puede encontrarse con un monumental fracaso que oscurezca toda su gestión.
Desde las elecciones del 6 de noviembre la derecha norteamericana no ha cesado de preguntarse quién es el responsable de la derrota. En la jerarquía republicana, gobernadores, congresistas y otras figuras relevantes, se ha creado un cierto consenso para culpar al candidato presidencial, Mitt Romney, quien, con sus errores y dudosas convicciones, habría desperdiciado una oportunidad de oro. Desde fuera, analistas y observadores, se acusa preferentemente al Partido Republicano mismo, que, con su extremismo e inflexibilidad, habría espantado al electorado. Más cerca de la segunda posición, yo resumiría este resultado electoral en la derrota de Ronald Reagan.
Reagan ha sido un protagonista de esta campaña. Desde la Convención Republicana hasta el último mitin, no ha habido ocasión en la que la figura del legendario ex presidente no fuera invocada o recordada de alguna forma. Reagan es, en realidad, la fuente de inspiración del conservadurismo estadounidense desde hace décadas. Admirado por una gran parte de la sociedad y respetado también por sus rivales -Barack Obama lo ha mencionado como ejemplo de liderazgo en alguna ocasión-, Reagan es el Kennedy de la derecha, su estrella más carismática.
Nunca, sin embargo, su recuerdo ha estado tan presente como en estos últimos años, en los que la irrupción de un conservadurismo radicalmente contario a la función social del Estado ha cambiado el perfil del Partido Republicano. Fue Reagan quien dijo aquello de que "el Estado es el problema, no la solución". Y, con ese lema, el Tea Party y otros que se le aproximan, han tratado de justificar la desarticulación del cualquier atisbo de red de protección estatal, olvidando, por otra parte, las subidas de impuestos que Reagan firmó y los programas de ayuda social que Reagan mantuvo.
Esa visión está hoy en plena reconsideración. Varios de los principales republicanos con aspiraciones presidenciales, como Bobby Jindal o Jeb Bush, han hablado de la necesidad de mantener algunos instrumentos de apoyo social a la clase media. Otros han advertido que, defender el libre mercado, no significa defender exclusivamente a los ricos. Un conservador tan reputado como William Kristol, del Weekley Standard, dijo recientemente que "subirle algo los impuestos a los ricos tampoco sería un desastre".
En un artículo titulado El Futuro Conservador, David Brooks, un conservador centrista, mencionaba el martes en The New York Times una serie de nombres que, según él, diseñarán el futuro de la derecha estadounidense. Pocos de ellos son los rostros que habitualmente han defendido hasta ahora las ideas del Partido Republicano en las tertulias de televisión. No está, desde luego, Karl Rove, el motor de toda campaña electoral republicana en lo que va de siglo. Todos ellos proponen una ruptura con el pasado reciente. "Desde el 6 de noviembre, el Partido Republicano ha experimentado una epidemia de mentalidad abierta", afirma Brooks.
Eso exige dejar atrás a Ronald Reagan como modelo a copiar. Reagan será siempre un icono del conservadurismo en este país. Su firmeza frente a la Unión Soviética y la sinceridad de sus convicciones seguirán siendo motivo de reconocimiento. Pero es, precisamente, como eso, como icono, como seguirá teniendo valor, no como ideológo para un tiempo moderno. Sus consignas contra el Estado fueron útiles a principios de los ochenta, cuando la sociedad salía de varias décadas de expansionismo del sector público, no ahora, cuando los ciudadanos son víctimas del descontrol del sector privado. Esos lemas fueron válidos contra un Partido Demócrata que era todavía el sucesor de los grandes creadores del aparato estatal, Roosevelt y Johnson, no del actual Partido Demócrata, a quien Clinton -"la era del gran Estado se ha acabado"-, y después Obama, trasladaron definitivamente al centro. Esa transición, aunque en sentido contrario, es la que ha empezado ahora el Partido Republicano.
Lo más grave para Mitt Romney de la decisión del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, de apoyar a su rival en esta campaña electoral no es el hecho en sí ni lo votos que pueda robarle. Es el significado de esa decisión lo que debe preocuparle, y mucho, a Romney. Con su respaldo a Barack Obama, Bloomberg, un conservador por naturaleza, ha dicho no al Partido Republicano a cuyo frente está Romney y a las ideas que éste representa.
Por mucho que ahora se identifique como independiente, Bloomberg es un republicano, los colores por los que fue elegido para su primer mandato como alcalde. Es un hombre que cree firmemente en la economía liberal y cuya filosofía esencial, la del mercado y la iniciativa privada como fuerzas predominantes, son las del conservadurismo tradicional. Pero Bloomberg es un republicano que ha evolucionado al ritmo de los tiempos y que, en sus últimos años, ha defendido bravamente causas impopulares en la derecha como el control de las armas de fuego y la inmigración. En ambos asuntos es hoy una de las voces más autorizadas del país.
En ese mismo proceso, el republicano Bloomberg se ha puesto a favor de los derechos de los mujeres, de la igualdad de los homosexuales ante el matrimonio, la atención social a los menos favorecidos o la lucha contra el cambio climático, la razón principal por la que explica su apoyo a Obama. Entiende que ninguna de esas causas tendría por qué ser patrimonio de los demócratas o de la izquierda o es incompatible con el pensamiento de un conservadurismo compasivo y moderno.
Al negarle ahora su voto, Bloomberg deja en evidencia que Romney y el partido bajo cuyas siglas compite no han hecho esa misma transición. Ustedes son la vieja derecha -o la nueva y extremista derecha del Tea Party, según se quiera ver-, con quienes yo no me puede identificar, viene a decirles el célebre alcalde. Algo similar les dijo la semana pasada otro republicano moderado, en este caso, un héroe militar, el general Colin Powell.
Lo de Powell lo explicó rápidamente la campaña de Romney con el bajo argumento de que el general apostaba por el de su misma raza. En el caso de Bloomberg, ni siquiera podrán decir que apuesta por el de su misma clase, puesto que Bloomberg pertenece también al reducido grupo de multimillonarios del que forma parte el candidato republicano. La decisión de Bloomberg es una simpe bofetada al esfuerzo que Romney había hecho en las últimas semanas por presentarse como un candidato de centro. Una bofetada que, a cinco días de las elecciones y unas horas después de que otro emblema del capitalismo, el semanario The Economist, se pronunciara igualmente por Obama, debe de haberle dolido mucho.
Destrozos en la costa de Nueva Jersey tras el paso de Sandy. Foto: MARK WILSON, AFP
Cuando se te inunda la casa es preciso llamar al 911, donde la policía y los bomberos, pagados con el dinero de los contribuyentes, acuden al rescate. Cuando un desastre natural se acerca, los ciudadanos atienden las instrucciones de su alcalde, su gobernador y su presidente, quienes, si actúan con corrección, son los únicos capaces de paliar los daños.
La iniciativa privada y, sobre todo, el espíritu solidario de los individuos, siguen teniendo un papel importante en una catástrofe como la del huracán Sandy, pero nadie puede sustituir el papel del estado como coordinador y aglutinador de los esfuerzos colectivos.
Una catástrofe como la del Sandy pone a los ultra liberales a la defensiva y reivindica a quienes insisten en mantener un aparato estatal poderoso, aunque también ágil y limitado. Un estado excesivo es, por su burocracia y lentitud, ineficaz. Pero un estado minúsculo deja desasistidos, en circunstancias como las actuales, a quienes no poseen recursos para valerse por sí mismos, los más pobres, los inválidos, los marginados.
Como en cada oportunidad en que se mezclan política y dolor humano, el Sandy dará oportunidad a toda clase de demagogia. Todos intentan barrer para casa. Pero es poco probable que Mitt Romney repita ahora su propuesta anterior de reducir, incluso privatizar, los fondos de la Agencia Federal para Emergencias (FEMA).
En uno de los debates durante las elecciones primarias del Partido Republicano, Romney dijo, respecto a una pregunta sobre el futuro de FEMA, que “siempre que se pueda devolver alguna competencia a los estados hay que hacerlo, y si se puede devolver al sector privado, mejor”, y que el estado federal (central) debía replantearse qué servicios podía mantener.
La gente, por supuesto, solo se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Así como únicamente se valora el trabajo de algunos empleados públicos cuando se les requiere, también es sencillo eliminar servicios públicos cuando no parecen necesarios. Una tragedia natural, como demostró dramáticamente el Katrina, demuestra hasta qué punto algunos lo son.
Es difícil anticipar cuánto influirá todo esto en la campaña electoral. Pero la doctrina del drástico recorte del aparato estatal que propicia Romney y, sobre todo, su compañero de candidatura, Paul Ryan, se encuentra, por unos minutos, desmentida por la cruda realidad de una gigantesca tormenta.
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