Por Pilar Sampietro
Trabajo en un barrio en construcción. Durante los últimos años, cuando nos mudamos desde el centro de la ciudad, he vivido las etapas de euforia constructiva, demolición de fábricas emblemáticas y cercado de solares que quedaban abandonados por la crisis tras una reja amenazadora. Cuando llegamos, andábamos hasta el metro atajando por un descampado en el que veía crecer "malas hierbas" hasta que un día mi amigo Evarist March me corrigió: no hay malas hierbas. Todas tienen una función y más aún en la ciudad. Evarist lleva adelante con amor y entusiasmo su pequeña empresa Natural walks, con la que se dedica a descubrir la fauna urbana que crece y sobrevive entre el cemento. Promueve excursiones hortícolas a las que llegas en metro y te hace distinguir entre el gusto picante de un trébol y el dulce sabor de una capuchina de balcón, todo comestible. Este es su trabajo.
Así que ya me veis cruzando al estilo Marcovaldo, como si estuviera en pleno campo, sorteando adelfas por aquí y descubriendo dientes de león por allí. Los pocos vecinos que quedaban, porque los de ahora pasamos nuestras horas laborales encerrados en los edificios de cristal, paseaban al perro por el solar y les lanzaban el palo a una distancia contenida, con las fronteras puestas en los límites de la obra vecina. Ese olor a campo entre el asfalto era algo tan alentador que pensé en emular a los guerrilla gardening neoyorkinos y favorecer el crecimiento de otras especies vegetales y hasta árboles mediante el lanzamiento también limitado de bolitas Nendo Dango. Su creación es muy sencilla y responde a la enseñanza de un gran inspirador y permacultor japonés desaparecido hace pocos años, Masanobu Fukuoka. Él nos mostró cómo es la "Revolución de una brizna de paja". Y como entiendo que tú estás en estos momentos pensando en convertir en bosque ese solar lleno de escombros que tienes cerca de casa aquí te linko con un lugar donde te muestran de forma práctica cómo crear bolitas Nendo Dango.
Ayer con las legañas todavía puestas me crucé con un padre que empujaba el cochecito en dirección al cole. El niño llevaba en la mano un ramito hecho con unas cuantas flores amarillas de cerrajas que sobrevivieron en una esquina del solar y otras pocas campanillas de la única enredadera que se salvó. Llegando al edificio vecino, un gato sentado y tranquilo montaba guardia junto a los zapatos de los oficinistas en el momento de la charla y el cigarro. El gato, desalojado de su casa y el niño, con el ramo urbano de la amenazada biodiversidad. Fue entonces cuando me pregunté: ¿seguirá la vida bajo el asfalto?
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