Me he pateado muchos museos desde niña. Me gusta el arte pero me repatean los museos. Para mí son necrópolis de obras artísticas, una institución creada en el milenio pasado no tanto para exhibir piezas de arte como para exhibir músculo colonial y económico. Aún recuerdo a un buen amigo berlinés que se lamentaba amargamente de que su ciudad nunca podría equipararse a un París o a un Londres por la ausencia de museos con fondos artísticos de peso. No hay dinero ya que pueda pagar lo que los expolios a golpe de bayoneta consiguieron en su día para las potencias europeas. Me repatean los museos, sobre todo los Museos, porque tras intentar apreciar unas veinte obras la número veintiuno indefectiblemente acaba por empacharme, ya se trate de una Madonna del Renacimiento, de un mueble escritorio lacado del XVIII o de una figura de Apolo, por muy clásica, perfecta y apolínea que sea su belleza. Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
La “museofobia” me ronda la cabeza porque acabo de visitar una artoteca, que es al arte lo que la biblioteca al libro: un espacio donde alquilar pinturas pero también cerámica, fotografías, ilustraciones, vídeos artísticos o esculturas por un tiempo determinado y a un coste bajo. La gracia del invento es que te llevas una o unas pocas piezas para exponer (y degustar) en casa durante tres meses, es decir, sin prisas ni presiones, sin empujones, sin esperas, sin colas, sin turistas, sin horarios. ¿No es un museo en realidad la banalización del arte cuando pretende que los visitantes nos demos un atracón de muchas obras de una sola tacada sólo porque a alguien se le ocurrió reunirlas todas en un solo espacio?