Por Carlos Ballesteros
Muchas de las personas que escribimos en este blog y lo leemos intentamos llevar a a la práctica iniciativas de consumo responsable, social, sostenible, justo. Compramos verdura ecológica en grupos de consumo o en tiendas locales; compartimos medio de transporte a través de plataformas colaborativas; nos vestimos con ropa de segunda mano, o de algodón orgánico, o realizada en condiciones de trabajo dignas; cuando viajamos huimos de las ofertas todo incluido con pulserita de colores en la muñeca favoreciendo destinos no masificados, tratando de mezclarnos con la población local…. En definitiva, cada vez somos más los seres humanos que, mientras dura nuestro paso por este mundo, intentamos minimizar nuestra huella sobre él, cuando no dejarlo en mejores condiciones de las que estaba cuando entramos.
El problema viene cuando nos toca salir de él. ¿Podemos seguir ejerciendo ese compromiso con el Planeta y sus habitantes cuando llega la hora de dejarlo? ¿Existen posibilidades de ejercer un consumo fúnebre en coherencia con nuestras prácticas en vida? En los últimos meses me ha tocado, más a menudo de lo que a uno le gustaría, despedir a varios familiares y amigos: alguno por pura ley de vida (un abuelo de mi mujer, 104 años y mi propia abuela, con 101) otros más inesperados. No viene al caso ni es materia de este blog hacer reflexiones sobre la vida, la muerte y el duelo, pero sí para compartir algunas de las ideas que en mis recientes visitas a tanatorios y cementerios de varias ciudades españolas me han surgido sobre el coste de la muerte y la parafernalia comercial que alrededor de ella se monta. Empezando por su coste, que según recientes estudios va de los casi 6.500 que cuesta un entierro y sus adyacentes en Barcelona a los 2.200 de Cuenca y siguiendo por la mala praxis de algunos comerciales del sector.