Por Vivero de Iniciativas Ciudadanas

Estamos muy acostumbrados a ver diversas imágenes de nuestros territorios en los que la intervención humana se materializa y hace palpable a través de sus señales en el mismo. La agricultura, la minería, las infraestructuras, la producción energética, los residuos y, en general, la extracción y transformación de los recursos materiales son actividades que se materializan sobre el entorno y dibujan su impacto sobre los suelos. Así podemos encontrar cómo la tierra se marca con múltiples formas y geometrías, como los pivotes agrícolas, que salpican de círculos nuestros campos; las autopistas y ferrocarriles dividen y fragmentan la continuidad existente; o los monocultivos de secano tapizan el sempiterno altiplano. Incluso en los mares se habla ya de “islas de plásticos” conformadas mediante la masiva acumulación de residuos planetarios en los vórtices convergentes de los océanos circundantes.
Pero, ¿qué ocurre cuando levantamos la vista del terreno y miramos hacia arriba, hacia nuestros cielos? Allá veremos nuevos paisajes cambiantes donde sugerentes formas flotan en la infinita gama de azules y grises que se entremezclan según el clima y las condiciones atmosféricas. El paisaje del cielo parece prístino, autónomo, independiente de nuestra acción y, aunque sabemos que dicha atmósfera se encuentra saturada de ondas, campos, partículas, gases y otros componentes nocivos y contaminantes, éstos no se muestran de forma explícita a nuestra vista, por lo que podemos disfrutar de una mitad de la imagen, separada por el horizonte, sin que casi ningún elemento nos perturbe o recuerde el trato que el ambiente recibe de nuestras acciones.