VICENTE PALACIO

En otro golpe de mano maestro, el primer ministro Netanyahu ha salvado su gobierno pactando con Shaul Mofaz, el dirigente del centrista Kadima, aplazando así la convocatoria de elecciones. ¿Significará más de lo mismo? Eso sería algo que Isreal no puede permitirse.
Este país tiene ante todo un serio problema de política exterior. Cuando está ocurriendo la gran oleada democrática en Norte de África y Oriente Medio, justo en medio de la mayor transformación del entorno internacional desde la caída del muro, su capacidad para influir en Oriente Medio es casi igual a cero. Temido y odiado: quizá no hay en el mundo otro país de esa envergadura militar, de esa proyección económica y tecnológica, con un poder blando tan endeble. Tras décadas de enfrentamientos con sus vecinos, después de sobreactuar frente a amenazas vitales, la legitimidad de la democracia israelí para hablar alto y pronunciarse sobre asuntos como el derrocamiento de tiranos, las matanzas de civiles, o el respaldo económico a las transiciones, ha quedado muy mermada. Las manos de la diplomacia israelí están atadas: "su mano será contra todos, y la mano de todos contra él" (Génesis, 16:12). Y la razón última de ello no es otra que la cuestión palestina.
Donde los europeos, frente al televisor o en las cátedras de las universidades, ven un fenómeno de tipo político envuelto en cierta aura romántica de libertad, los israelíes, equipados de poderosos prismáticos, ven un asunto de tipo básicamente geopolítico y estratégico. Ciertamente, la primavera árabe trae nuevas incertidumbres y riesgos asociados a las guerras democráticas: ¿quién se hará con el poder?. Pero lo peor es cuando no puedes hacer nada sino esperar y ver, sean las elecciones en Túnez y Egipto, las tensiones entre Irán y las monarquías del Golfo, las revueltas y matanzas en Siria, o el ascenso de Turquía como mediador regional. Debilitada la diplomacia y la capacidad de interlocución directa, sólo quedaría el recurso de las bombas, por ejemplo, con Irán. Pero eso no ocurrirá, al menos de momento.
Una clave está en Egipto, con próximas elecciones para nuevo Presidente y una nueva Constitución (en este orden). La pregunta es cuál será la actitud del nuevo régimen que surja de las urnas hacia el problema palestino, y el futuro del tratado de paz vigente desde 1979. La respuesta más plausible es que no habrá ruptura, por varias razones: por la prudencia que se le supone a todo gobierno; por la prioridad en la construcción del país; por las presiones de EE.UU. o Europa o también porque la superioridad militar israelí es muy disuasoria. Aunque el discurso de la desconfianza se retroalimenta desde los sectores más extremistas, y la retórica encendida es consustancial a Oriente Medio, esta vez la realidad puede ser mucho más sensata, gane quien gane. Si finalmente un civil se hace con la presidencia egipcia, se podría pivotar lentamente hacia una relación más equilibrada.
Otra clave para salir del aislamiento es retomar deprisa un diálogo fluido con la Turquía de Erdogan, distanciada desde el incidente de la flotilla a Gaza. Aunque aún está muy lejos de constituirse en el modelo a seguir para todos, Turquía gana influencia y capacidad de mediación sobre los acontecimientos vecinos. A Israel le hace falta un socio en quien confiar, y se va acercando ese día de la próxima década en que podría articularse una dinámica virtuosa de rivalidad-cooperación entre egipcios, iraníes y turcos, y ahí la potencia israelí podría jugar un papel muy constructivo, económico y político. No existe en la región un liderazgo único para determinar el curso de las cosas, y las esferas de influencia seguirán muy repartidas.
La relativa calma que se respira en Israel estos días -en contraste con momentos de bombardeos o de Intifada- de alguna manera refleja aún más la peculiar soledad de la sociedad israelí. ¿Cuándo dejará Israel de ser una anomalía entre las democracias de corte occidental, una economía pujante del high tech que vive en una guerra permanente de intensidad discontinua, de lucha interna y fronteriza; con un gasto militar por encima del 6% de su riqueza nacional; que se enfrenta al derecho internacional, y que concita tantas críticas y tanta controversia irracional?
A pesar del desánimo en ambos bandos, una gran mayoría tiene muy claro cuál es el futuro: dos Estados, Israel y Palestina. Las dos partes están condenadas a entenderse, a negociar durante muchos años sobre fronteras, a derribar muros, a dar marcha atrás a los asentamientos en Cisjordania; a construir un futuro y dotar de dignidad a Gaza (y recuperar con ello para Israel la dignidad perdida). Los pueblos no son tan tontos: lo hemos visto en las calles de Tel Aviv, El Cairo, Damasco, y también en Teherán. Ahora falta que los políticos acompañen. Ninguna solución será la más justa: nunca se hará justicia a los muertos, nunca habrá un acuerdo sobre las culpas y los errores de siglos. Pero puede vivirse en paz aún con heridas.
Paradójicamente, hasta el momento, las revueltas árabes han seguido un derrotero desconectado del problema palestino (en una región donde tiranuelos de toda laya siempre han utilizado la cuestión como pretexto para perpetuarse y continuar oprimiendo a su gente). Incluso, la oleada democrática ha distraído la atención del conflicto. Tampoco en los territorios ocupados esos cambios se han traducido hasta ahora en un movimiento significativo, ni anti-israelí ni pro-democrático, ni en la gente de Hamás ni en la de Al Fatah. En Tel Aviv, el pasado julio los jóvenes se echaron a la calle emulando el 15-M español, para exigir transparencia y más oportunidades, pero sin mención alguna al conflicto. Habrá segunda parte este verano, y entonces veremos si se produce alguna conexión entre el hartazgo socio-económico, y el hartazgo político respecto a Palestina.
Sin embargo, el gobierno de Israel debería mirar adelante con valentía y encontrar algún modo de subirse a la ola de los procesos democráticos árabes. El requisito para ello es la paz y un Estado palestino: no le queda otra alternativa. Y aunque ahora no pueda tomar partido, sí puede animar a europeos y norteamericanos a apoyar las transiciones con recursos e impulso político. Si alguna vez se produce una feliz constelación de liderazgos en ambos bandos (y un Presidente de EE.UU comprometido), la nación en el tiempo alguna vez podrá hallar la normalidad y convertirse en una democracia aburrida, rodeada de otras democracias similares. Sólo entonces podría permitirse un cierto ensimismamiento para reconstruir su propia sociedad, un fascinante mosaico de judíos y árabes, de laicos y ultra-religiosos, de emigrantes de medio mundo. Tal final feliz es difícil; pero como suele decirse, todo es posible en Oriente Medio.