Claridad europea con los islamistas

Por: | 08 de febrero de 2013

CARLOS CARNERO

Fethi belaid_afp


El asesinato a tiros del abogado y político tunecino Chokri Belaid debería implicar un punto de inflexión en la visión europea del momento político por el que atraviesan los países de la Primavera Árabe.

Con demasiada facilidad, las instituciones, los analistas y los medios de comunicación de la Unión Europea han asumido la llegada al gobierno de partidos islamistas como una muestra de la normalidad democrática recién conquistada y, al tiempo, como una oportunidad de conseguir que tales fuerzas, por el propio ejercicio del poder, entraran en una vía de moderación ideológica.

El planteamiento en boga venía a afirmar que tales partidos no estaban necesariamente reñidos con un concepto aceptable del ejercicio de las libertades por el hecho de ser confesionales y que, en consecuencia, la colaboración europea con sus gobiernos debía desarrollarse con la misma naturalidad con la que se actuaría si, en su lugar, los ejecutivos estuvieran formados por partidos no confesionales.

La realidad, como muchos alertaron hace ya meses, está dando al traste con una concepción tan ingenua.

En primer lugar, porque los partidos islamistas confesionales tienden a considerar la democracia como un mero instrumento temporal para conformar una sociedad en la que principios tan básicos, universales y no relativizables como la división de poderes, el respeto de los derechos humanos (empezando por la no discriminación por razón de género) y la alternancia en el gobierno son considerados artificiales o provisionales.

En segundo lugar, porque tales formaciones no entienden que mantener opiniones divergentes sea algo normal y habitual en democracia, sino una forma de atentar contra algo que está por encima de cualquier constitución: el poder divino, indiscutible para cualquier ser humano. O sea, un pecado mortal.

Y en tercer lugar, porque, de una manera u otra, el fin principal de su gestión no es tanto resolver los graves problemas económicos y sociales existentes (falta de crecimiento, desempleo masivo, inexistencia de un estado del bienestar, enormes niveles de pobreza y desigualdad) sino imponer un modo de vida acorde con su interpretación del Corán que, antes que a nadie, golpea los derechos de la mujer.

Si es cierto que en los partidos islamistas mayoritarios de Túnez y Egipto se considera que no todos los objetivos pueden alcanzarse de la noche a la mañana, no es menos verdad que la presión de los salafistas (en muchos casos bienvenida como “ejército de la cachiporra” hacia el interior y elemento para mostrar la supuesta moderación propia hacia el exterior) ha llevado a acelerar el paso.

Las decisiones autoritarias de Morsi en El Cairo y de Ennahda en Túnez van exactamente en esa dirección y en ambos casos han cosechado una firme y valiente respuesta de amplios sectores de la población decididos a  decir “¡Basta!” ahora que todavía están a tiempo de manifestarse.

En esta coyuntura, la Unión Europea no puede equivocarse una vez más. Si antes de la Primavera Árabe no dijo una sola palabra frente a los dictadores en el poder, no está en condiciones de guardar silencio de nuevo.

Para ello, debería aplicar sus propias decisiones: que la cooperación con los países mediterráneos tendrá como objetivo y medida esencial la construcción de una democracia profunda que implique elecciones libres, sí, pero también un estricto respeto de los derechos humanos, sin hacer la vista gorda a que alguien –islamista o no- viole en uno u otro caso las reglas de juego.

Si la UE actúa en tal sentido y, además, lo hace en conjunto con los Estados Unidos, el efecto será alentador para que la transición hacia la democracia en los países árabes siga hacia delante. De lo contrario, el mensaje a quien pretende forzar la mano a los principios de la Primavera Árabe será demasiado nítido: pura debilidad, carta blanca.

El atentado terrorista contra Chokri Belaid tenía la intención de amedrentar a los hombres y mujeres libres de Túnez, lo mismo que las palizas y altercados de las autodenominadas Ligas de Protección de la Revolución, tan o parecidas en su versión islamista a los Guerrilleros de Cristo Rey de nuestra transición.

 

Hay 2 Comentarios

Islamismo y Occidente (democracia) son agua y aceite. Se niegan mutuamente; son irreconciliables y excluyentes entre sí. Los musulmanes lo tienen claro, quienes todavía no admiten ese axioma, con todas sus consecuencias, son los occidentales.

Un asesinato más, esto cada día nos empieza a sorprender menos y ahi esta el problema, cuando algo así no llama tanto la atención PELIGRO, se debe estar normalizando..

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