JONÁS FERNÁNDEZ ÁLVAREZ. director del Servicio de Estudios de Solchaga Recio & Asociados

El reciente atentado terrorista en Boston ha vuelto a cuestionar el grado de seguridad de las sociedades libres. Este golpe se une a una ya larga lista de actos criminales que las democracias occidentales llevan sufriendo más intensamente desde hace algo más de una década. Este periodo coincide también con el inicio de un declive económico en Occidente. En 2001 estallaba la crisis de las puntocom que en Europa se vio agravada por los problemas en las economías centrales de la zona euro. Aquella crisis se superó pero parte de las soluciones a la misma, junto a otros motivos, acabaron por precipitar la Gran Recesión en la que nos encontramos. Podríamos convenir, pues, que las dos costas de Atlántico Norte acumulan ya una década con problemas crecientes de seguridad y crecimiento económico, que coincide con la emersión de nuevos agentes en la esfera internacional. Evidentemente, la multiplicación de los polos de poder tiene aspectos positivos pero plantea retos adicionales cuando no se comparten ni intereses, ni valores.
Mi generación, la nacida en los década de los setenta, adquirió cierta conciencia del mundo en que nos tocaba vivir en los últimos años de los ochenta y, especialmente, en los primeros noventa. La actualidad por aquel entonces tenía otro tono.
La caída del muro de Berlín suponía el fin de la división de Europa y de la guerra fría. En Oriente Medio los acuerdos de Oslo de 1993 daban una nueva esperanza, mientras que la infausta guerra entre Irak e Irán había acabado en 1988 y la guerra del Golfo apenas duró siete meses entre 1990 y 1991. En América Latina, también en esas fechas, las últimas dictaduras militares pasaron a la historia y en Sudáfrica en 1994 Nelson Mandela alcanzaba la presidencia del país y se daba fin al apartheid. Asimismo, tras la destrucción de la Unión Soviética, Rusia parecía encaminarse hacia una democracia y el resto de Estados que surgieron entre las antiguas repúblicas planeaban, supuestamente, tal camino. Al otro lado de Asia, China había despegado con una incipiente economía capitalista tras una década de reformas impulsadas por Deng Xiaoping. Ciertamente, la guerra de Yugoeslavia a principios de la década nos haría recordar los miedos a los enfrentamientos bélicos en Europa, pero todo acabó en los acuerdos de Dayton de 1995 tras la colaboración entre la ONU y la OTAN; si bien, años después la región sufrió la guerra de Kosovo.
Sin pretender repasar cada eventualidad de la década, es evidente que los noventa fueron un periodo cargado de optimismo que suponía el inicio de una etapa marcada por la democracia y la economía de mercado que pareciera no tendría fin. Si Marx había creído que el socialismo científico supondría el fin de la historia, en la década de los noventa del siglo pasado se vivió un cierto consenso que situaba tal escenario transcendente en el dúo democracia-mercado. No hacía falta que todos los países confirmaran tal credo, simplemente bastaba con reconocer la “flecha de la historia” que efectivamente parecía conducir a tan afortunado destino. Fukuyama reflejó el sentir de aquella época en su “Fin de la Historia” de 1992. Es cierto que desde la izquierda se combatió tal veredicto pero en el fondo todos compartíamos ese paradigma. Es más, la fortaleza de esa tesis ha sido tan indiscutida que aún hoy hay quien milita en ese optimista determinismo histórico, como evolución natural del mundo.
Ahora bien, desde entonces, la realidad no ha resultado ser tan halagüeña. En primer lugar, los problemas de seguridad así como la respuesta política a los mismos han venido a cuestionar en gran medida la superioridad moral de nuestras democracias. Obviamente las torturas no pueden sustentar ninguna política de seguridad, pero el manejo de la guerra de Irak ha venido a dilapidar gran parte del liderazgo de Occidente. Sin duda, la ausencia del apoyo de la ONU al inicio de la intervención armada supuso un serio problema político, pero la ausencia de armas de destrucción masiva y sobre todo las dificultades para viabilizar un nuevo sistema político en el país han supuesto un fracaso muy relevante.
Cabría preguntarse ahora si tras esa intervención estaríamos en condiciones de sostener una actuación de la OTAN como la realizada en Kosovo, sin respaldo previo del Consejo de Seguridad de la ONU. Libia y Siria son dos buenos ejemplos de que los países del Atlántico Norte hemos perdido una parte sustancial de legitimidad moral, en nuestras sociedades y en el mundo, y con ello la autonomía para impulsar intervenciones armadas; y la guerra de Irak no es neutra en este desenlace.
Y en segundo lugar, la situación económica de Estados Unidos y del conjunto de Europa está notablemente afectada. Ambas regiones transitan por graves crisis estructurales, mientras que a corto plazo los datos se reparten entre los modestos crecimientos en la costa Oeste del océano y la recesión en la Este. Así pues, el declive de Occidente es notorio y tiene algunos ingredientes que lo hacen estructural, especialmente a la luz del despegue de otros actores globales.
En términos económicos, la preocupación es relativa. Estados Unidos y Europa deberían terminar de superar esta crisis y dado que la economía es un juego de suma positiva, el crecimiento mundial deberá ser bueno para todos. Sin embargo, el poder político se parece más a un juego de suma cero y la transferencia del mismo, desde las democracias occidentales a otras latitudes, incorpora consideraciones adicionales. En términos generales el ideal político de los nuevos agentes globales no tiene correlación directa con la democracia. Y aunque no lo parezca, tampoco se observa en estos países un apego a los mercados abiertos, aunque sí al capitalismo. De este modo, en algunos casos, presentan modelos políticos cercanos a una democracia corporativa, en otros son sistemas autárquicos con cierta legitimidad electoral y en otros países directamente dictaduras. Y en economía, aun cuando todos son capitalistas, presentan una visión de la economía alejada de los mercados competitivos y abiertos.
Por lo tanto, la mayoría de estos emergentes polos de poder no asientan sus sistemas sociales sobre las bases de nuestra democracia. Pero además, aun cuando el ideal de libertad es universal, tales sistemas están logrando legitimarse por sus resultados económicos, generando nuevos referentes que invitan a la emulación en el resto mundo, justo cuando las democracias de Europa y Estados Unidos están atravesando problemas estructurales profundos. Pero si la distancia en valores es notable, el debate sobre intereses resulta muy dispar. Así pues, se adivina una etapa compleja marcada por una cierta decadencia, no sólo de Occidente, sino del paradigma democracia-mercado, que ha dejado de ser el único referente global.
España ya es plenamente contemporánea después de décadas, entonces sí, en la esquina de la Historia, y los retos globales son también los nuestros. Volviendo, pues, a la valoración generacional con que se iniciaba este artículo, esa cohorte de españoles que ya ha comenzado a superar la cuarentena se enfrenta a un mundo radicalmente distinto al que conoció en su juventud. Y en este mundo deberemos disputar la vigencia del “sueño democrático” que, aún con diferencias notables a ambos lados del océano Atlántico, sigue significando un paradigma histórico que de nuevo habrá de seducir a millones de ciudadanos más allá de nuestras fronteras.