Ha sido el último un mes para la memoria colectiva, valga el oxímoron. En este tiempo, los españoles hemos despedido a Adolfo Suárez, timonel de la transición democrática; hemos celebrado los 75 años del fin de la guerra civil, fantasma funesto; hemos visto, como cada 14 de abril, renacer la eterna disyuntiva: república o monarquía; y hemos recordado, entre procesiones y torrijas, aquel Sábado Santo en que resucitó el PCE.
Todo ello ha alentado un debate que lleva tiempo tomando cuerpo y que, abanderado por una generación de intelectuales jóvenes, pretende revisar de forma crítica la transición que emprendimos a la muerte de Franco. Soy de la opinión de que el periodo que va desde 1975 a 1982 es acaso, y con todos sus defectos, el de mayor éxito político de nuestra historia. Es el momento en que España destierra para siempre las asonadas, los pronunciamientos y conjura su espíritu cainita: nuestro never again. El instante en que España se sienta a la mesa y cambia la imposición por la negociación, la aspiración de máximos por el acuerdo de mínimos.
Pero aquella no era la primera transición democrática que intentábamos los españoles y quizá pueda apreciarse mejor el triunfo político de los años setenta si tomamos perspectiva y lo comparamos con su precedente liberal. El ensayo democrático que supuso la Segunda República había estallado en armas cuatro décadas atrás, y su profusión de sangre y miserias había calado en el ánimo de una sociedad que no estaba dispuesta a repetir los errores del pasado.
Pero, ¿por qué fracasó la joven democracia republicana que hoy muchos idealizan y añoran? La España de 1931 no era la de 1975, pero podemos establecer algunos paralelismos entre ellas. Los 20 fueron años de una modernización sin precedentes, solo comparable a la que tendría lugar en la década de los sesenta. La transformación se sintió especialmente en las grandes ciudades, que vieron emerger edificios, cines y teatros en sus avenidas. Madrid conoció los atascos, se subió al metro y se dejó ver fumando cigarrillos en los cafés de la Gran Vía. Las clases medias florecieron tímidamente y las universidades se llenaron de pedantes con gafas de montura de cuerno (hipsters, diríamos hoy) y chicas maquilladas que creían en el amor libre.
La bonanza de los años veinte generó unas expectativas sociales que el régimen inmovilista de Primo de Rivera no fue capaz de satisfacer ni gestionar, algo parecido a lo que le sucedería al franquismo décadas después. La frustración de expectativas (ese efecto de jota invertida que señalará James C. Davies) tras un crecimiento sostenido suele ser el preludio de las grandes transformaciones políticas. Fue así como llegamos a 1931 y a 1975. Después, se haría patente que las ideas tienen consecuencias, y que en la ideas que cimentaron las dos transiciones está buena parte de la explicación al fracaso de la primera y el éxito de la segunda.
Los arquitectos institucionales de la Segunda República diseñaron una constitución que, lejos de tener la vocación inclusiva de la Carta aprobada en 1978, significaba la apropiación legal y moral del régimen. La república sería antimonárquica, anticlerical y de izquierdas, o no sería. En efecto, las izquierdas excluyeron del nuevo sistema a las opciones conservadoras, a las que se negaba cualquier legitimidad política. A diferencia del PSOE que a partir de 1982 convirtió España en el país moderno y europeo que es hoy, el compromiso del PSOE de los años treinta con la democracia resultaba ambiguo, dando la impresión de que esta podía ser sacrificada en el altar de la revolución que trajera el verdadero socialismo. Fernando de los Ríos llegaría a afirmar que “liberalismo económico y democracia inorgánica están superados”. Y, por supuesto, tampoco puede alabarse el compromiso democrático de las derechas, que desde el primer día conspiraron contra el nuevo régimen republicano, derrocándolo finalmente y dando origen a una tragedia que aún hoy nos esforzamos por sepultar.
La situación condujo a un faccionalismo enconado y unos movimientos electorales pendulares, esto es, la inestabilidad necesaria para cocinar, a fuego lento, una guerra civil. Pero los partidos políticos no supieron entender la gravedad de las ideas puestas en práctica, o bien no les importó. Otro socialista, Luis Araquistáin, se lamentaba en 1934 de que “en España ha habido muy poca guerra civil”. El bueno de Araquistáin sería el primero en arrepentirse de aquellas palabras, una vez consumada la tragedia fratricida. Del arrepentimiento de Araquistáin y del de Prieto y Azaña, del “todos fuimos culpables” de Juan Simeón Vidarte, se consiguió extraer la vacuna que salvaría la democracia, capitaneada por Suárez, 40 años después.
Nunca sabremos si la República habría corrido mejor suerte de haber contado con una figura moderada de la talla de Adolfo Suárez. El hombre que pudo ejercer esa influencia fue Alejandro Lerroux, que experimentó una metamorfosis personal a lo largo de la Dictadura de Primo de Rivera, pasando de ser el “demagogo de esquina” que describiera Shlomo Ben-Ami, a abanderar un discurso responsable, gubernamental e interclasista. El Emperador del Paralelo (como se le conocía) abogó por integrar a todas las opciones y comprendió que el éxito democrático pasaba por la mesura y el pluralismo. Sin embargo, Lerroux no fue capaz de transformar su viejo partido de notables en la maquinaria electoral de masas necesaria para convertirse en la primera fuerza política.
Sea como fuere, abril seguirá siendo el mes de las tentaciones para la revisión de nuestra transición política y la evocación nostálgica de la República; y, también por ello, una muy buena ocasión para revisitar nuestro historial democrático.
Aurora Nacarino-Bravo es doctoranda en Ciencias Políticas en la Fundación Ortega y Gasset