AURORA NACARINO
Hace unos días, las tertulias y las redes sociales se encendían con el último debate posmoderno: ¿está bien que un político participe en programas de entretenimiento? La polémica se desataba tras la aparición de Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, en los programas Sálvame y El Hormiguero.
A un lado, se han situado quienes consideran que los citados programas son un ejemplo de la telebasura imperante y que un candidato debe plantear propuestas serias en plazas serias; que la política ha degenerado en un gran escenario mediático, un circo, y que el electoralismo, en definitiva, debería tener unos límites éticos y estéticos. A los portadores de esta visión los llamaremos apocalípticos.
Del otro lado, encontramos a los defensores de la conducta de Sánchez. Para ellos, los espectadores de Sálvame y El Hormiguero son tan dignos como los oyentes de Radio 3. Para ellos, un candidato debe ir a buscar los votos allá donde estén. Y sucede que las audiencias millonarias no están viendo los programas culturales que emite La 2 de madrugada. Que la cultura de masas es una cultura de entretenimiento. A estos otros les denominaremos integrados.
Hace ya casi medio siglo que Umberto Eco empleó esta misma clasificación para abordar el debate en torno a la cultura de masas. La cuestión no es sencilla. Si la cultura es una expresión aristocrática y altiva, incompatible con la vulgaridad de la muchedumbre, entonces no es posible aceptar la existencia de una cultura al alcance de todos sin incurrir en una contradicción de los términos. O, como dice Eco: “La cultura de masas es la anticultura”.
Al mismo tiempo, es difícil asegurar que las críticas de los apocalípticos puedan escapar a esa realidad que denuncian. ¿No serán acaso “el producto más sofisticado que se ofrece al consumo de masas”?
Un dilema parecido se nos plantea al abordar las (no tan) nuevas estrategias de la comunicación política. Nuestra idiosincrasia democrática nos dice que los políticos deben llegar a todo el mundo, con independencia de su nivel cultural y su renta, pero, al mismo tiempo, esperamos que no se plieguen a ciertas conductas de sus conciudadanos que estimamos soeces.
De igual modo, cuesta aceptar que las críticas de los apocalípticos queden fuera de la realidad enjuiciada, especialmente cuando provienen de espacios mediáticos y redes sociales donde el mal gusto y el defecto de refinamiento son tan habituales como en Sálvame.
Sea como fuere, es indudable que los apocalípticos tienen razones para desear una mejor cultura de masas, como lo es que los integrados cuentan con argumentos para reivindicar el carácter popular y democrático de los medios de comunicación. No se trata, pues, de escoger uno de los dos bandos. Se trata de aceptar que la cultura de masas existe y que la comunicación política no puede abstraerse a ella.
Cuando el PSOE convocó las primarias para elegir a su nuevo secretario general, Pedro Sánchez partía con un 52% de conocimiento, no ya entre la ciudadanía, sino entre la misma militancia socialista. Es muy difícil competir en unas elecciones cuando el electorado que tiene que votarte no te conoce. De ahí que no parezca descabellada la estrategia de comunicación de Sánchez, dándose a conocer entre sus potenciales votantes participando en los programas de mayor audiencia.
Tampoco es un hecho novedoso. Pablo Iglesias consiguió pasar de la irrelevancia política al Parlamento Europeo gracias a sus intervenciones en magazines y tertulias. La destreza comunicativa de Iglesias es especialmente remarcable si tenemos en cuenta que, con una mera plataforma electoral, desprovisto de los resortes de un partido político, obtuvo 1.200.000 votos en las pasadas elecciones europeas.
Unos comicios en los que el éxito de Podemos contrastó con la decepción de UPyD. Los de Rosa Díez esperaban rentabilizar el desgaste del bipartidismo con un discurso regeneracionista, pero se vieron eclipsados por la imagen mucho más efectista de Pablo Iglesias. Hace unos días, Irene Lozano, diputada de UPyD, sostenía que su partido proponía “la mejor política de España”, pero fracasaba a la hora de comunicarla. Bienvenida sea la autocrítica, aunque sea tímida. La formación magenta ha caído a menudo en la lectura autocomplaciente y en la suficiencia de considerar que si el electorado le vuelve la espalda es más por la ineptitud ciudadana que por algún error en su planteamiento.
Para ilustrar la diferencia entre las políticas de Podemos y UPyD, cabe evocar la metáfora con que Ortega se refería al arte moderno: “Entonces tendremos un objeto que sólo puede ser percibido por quien posea ese don peculiar de la sensibilidad artística. Será un arte para artistas, y no para la masa de los hombres; será un arte de casta y no demótico”.
UPyD quiere ofrecer “la mejor política de España”, pero el elitismo de su propuesta parece incompatible con hacerla llegar a las masas. Podemos, en cambio, vende (y muy bien) una política contra la casta y para el pueblo.
Esa habilidad de Iglesias y Errejón para el marketing es la misma que les lleva a renunciar a las elecciones municipales en aras de preservar la marca de su apropiación por elementos incontrolados. La misma también que les ha permitido desarbolar a IU: si Podemos es la fusión vanguardista del leninismo con el marketing, Cayo Lara es un anquilosaurio en la habitación de la vieja izquierda.
Y, cuando la izquierda se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. El principal beneficiado de esta tormenta que azota la izquierda es el PP. Rajoy ha navegado a través de la crisis con relativa comodidad. Dispone de todo el espectro ideológico conservador para él, una vez la apuesta de VOX se desinfló; y ha conseguido desembarazarse de todos sus adversarios políticos. El hombre cuestionado y sin carisma que designó Aznar, es hoy un presidente fuerte que encabeza las encuestas. Rajoy tiene un perfil bajo y es consciente de que no puede ofrecer la ilusión joven que vende Pablo Iglesias ni la imagen fresca de Pedro Sánchez. Pero eso no hace peor su estrategia de comunicación.
Hace solo unos días que Alberto Ruiz Gallardón presentó su dimisión como ministro de Justicia, después de que el Gobierno anunciara que el anteproyecto de ley de reforma del aborto no saldrá adelante. Gallardón se va con elegancia y deportividad, ofreciendo su renuncia en una rueda de prensa con preguntas. Rajoy acaba con un nuevo rival en el partido, retira una propuesta que no respaldan ni sus electores y se presenta ante los ciudadanos como el presidente moderado que escucha y sabe rectificar. La reforma del aborto ya es solo la obcecación personal de un ministro desautorizado y fracasado.
La comunicación política se abre camino. Mientras tanto, las elecciones se aproximan.
*Aurora Nacarino es periodista y doctoranda en Ciencia Política de la Fundación Ortega y Gasset.