El 2014 ha sido un año marcado por la corrupción. Según el último informe de Transparencia Internacional España ha venido a consolidar la puntuación que recibió en 2013, demostrando que, en su conjunto, nuestro país no tiene corrupción sistémica, sino múltiples escándalos de corrupción política en los niveles superiores de los partidos y en los gobiernos locales y autonómicos.
Pero la corrupción afecta de manera muy intensa a otros muchos países, convirtiéndose ya en uno de los principales factores de inseguridad internacional. Así lo ha constatado el prestigioso centro de investigación estadounidense Carnegie Endowment for International Peace (CEIP) en su informe Corruption The Unrecognized Threat to International Security. Este documento de trabajo pone de manifiesto que tanto gobiernos como multinacionales no han tenido en cuenta la corrupción en la elaboración de sus políticas internacionales y de seguridad, o en sus operaciones de inversión. Todavía hoy subestimamos los efectos que las formas más agudas de corrupción tienen en la seguridad internacional.
La corrupción sistémica, en efecto:
• Debe entenderse no como un fracaso o distorsión de las instituciones gubernamentales, sino como un sistema plenamente funcional en el que los gobernantes utilizan todos los instrumentos a su disposición para secuestrar los flujos económicos existentes. Este esfuerzo a menudo limita el resto de actividades relacionadas con el eficaz funcionamiento del Estado.
• Provoca indignación en la población, siendo un factor que sin duda contribuye al malestar social y en ocasiones a la insurgencia.
• Favorece el agravamiento de otras amenazas para la seguridad internacional, caso del crimen organizado, el terrorismo o las graves perturbaciones económicas.
• No solo es capaz de catalizar esas amenazas, sino que se combina con otros factores de riesgo como son los conflictos étnicos, religiosos o lingüísticos, así como las profundas desigualdades económicas, para aumentar la inseguridad.
Tradicionalmente los gobiernos occidentales han priorizado otras preocupaciones en su acción exterior antes que la lucha contra la corrupción. La agenda de seguridad, los intereses comerciales y económicos, el control de los flujos migratorios o incluso la política de desarrollo han homologado, cuando no legitimado regímenes corruptos, y con ello, agravado los riesgos preexistentes. El realismo en las relaciones internacionales ha relativizado un problema que con el tiempo se ha demostrado gigantesco. Así. Y según fuentes del Banco Mundial, los flujos financieros ilícitos, como la corrupción, el soborno, el robo y la evasión fiscal, tienen un coste anual para los países en desarrollo superior al billón de dólares, lo que equivale a los productos interiores brutos combinados de Suiza, Sudáfrica y Bélgica. Con esta cantidad de recursos se podría sacar de la extrema pobreza a más de 1.400 millones de personas durante seis años.
Si se superponen dos índices tan conocidos como son el relativo al seguimiento de la corrupción, de una parte, y el que mide la violencia o inestabilidad de un Estado, de otra, se observa una correspondencia evidente entre ambos. De este modo, los países con elevados índices de corrupción suelen sufrir conflictos o acaban engrosando la lista de Estados fallidos. Doce de los 15 países peor clasificados en el Índice de Transparencia Internacional son actualmente escenario de insurrecciones, albergan grupos extremistas, o plantean otras graves amenazas a la seguridad internacional.
Muchos analistas aseguran que entre las causas que explican lo ocurrido en Mali, algunos países árabes, Ucrania, Tailandia o Irak, por ejemplo, se encuentra un sistema organizado de corrupción en favor de las élites gubernamentales, que funcionan como auténticas cleptocracias.
Para la mayoría de gobiernos e inversores occidentales, la corrupción se ha percibido, equivocadamente, como un inconveniente inevitable y, en ocasiones, necesario para mantener la estabilidad de las instituciones y el statu quo entre las élites extractivas. La historia nos dice que los tradicionales enjuagues que la comunidad internacional ha hecho en favor de la seguridad energética, la lucha contra el terrorismo y el radicalismo, o, por ejemplo, en favor de intereses comerciales, han resultado contraproducentes con el paso del tiempo. Al relativizar la corrupción sistémica para alcanzar esos objetivos, subestiman los efectos de estas prácticas corruptas en la desigualdad social y en la estabilidad de las instituciones. A este respecto no ha más que analizar lo ocurrido en Túnez, Egipto o Afganistán.
Es hora de que los decisores públicos y privados promuevan una mejor comprensión de la corrupción como sistema organizado en muchos países, y que se otorgue la merecida importancia a la interacción que esa corrupción tiene con otros factores de riesgo y que conducen de forma combinada a un incremento exponencial de las amenazas para la seguridad internacional. Así, el documento de trabajo del instituto norteamericano concluye con una serie de recomendaciones que bien podrían incorporarse a un programa electoral o al plan estratégico de gobiernos y corporaciones transnacionales:
- Hay que mejorar el análisis de los riesgos.
- Es necesario realizar un cálculo más preciso de los intercambios reales cuando entran en conflicto distintos intereses de la política exterior. En este sentido, deben elaborarse análisis detallados sobre cómo diferentes intervenciones (la cooperación militar, la inversión privada, o por ejemplo la ayuda para el desarrollo) operan en entornos marcados por la corrupción sistémica. Este cálculo permitirá anticipar y responder eficazmente ante los resultados de nuestras intervenciones.
- Finalmente, hay que incorporar la corrupción como factor transversal de análisis en todas las disciplinas que afectan a las relaciones internacionales.
Si de verdad es cierto que la lucha contra la corrupción se ha convertido en prioridad nacional para las principales formaciones políticas de nuestro país, ésta debería ocupar también un lugar destacado en su política exterior.
* Fernando Valdés Verelst es experto en Seguridad y Relaciones Internacionales y pertenece al Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado.
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