SARA GONZÁLEZ GARCÍA
Cuatro años desde la defenestración del entonces presidente Zine el Abidine Ben Ali y de la celebración de los primeros comicios en octubre de 2011, el camino seguido por la República tunecina ha marcado la diferencia con respecto al resto de países que participaron en las revueltas árabes, pudiéndose considerar a Túnez una excepción en cuanto a sus vecinos y un posible modelo de futuro para sendos de ellos.
Ciertamente, la reforma llevada a cabo a lo largo de este periodo ha supuesto una profunda transformación de la arquitectura política del país, que ha permitido esculpir un sistema democrático mediante el cual sea posible garantizar los derechos y libertades fundamentales de sus ciudadanos y, de acuerdo con el Freedom in the World Report 2015, Túnez ha alcanzado la categoría de país libre. No obstante, la propia estabilización del pequeño estado de África septentrional se encuentra subordinada no únicamente a los sustanciales retos sociopolíticos y económicos internos, sino también a un creciente desafió en materia de seguridad que el pasado mes de junio presenció su más cruenta expresión.
A medida que se completa el cambio político en el país, más acentuados resultan los desafíos. La joven democracia tunecina se ve inmersa en un entorno de naturaleza compleja en el que la polarización política perdura; el crecimiento económico (en torno al 2,5% anual, según el Banco Mundial) y las políticas en esta materia se muestran insuficientes para dar respuesta a la necesaria transformación socioeconómica que garantice el bienestar de la población; el número de jóvenes que, sumidos por la desesperación, han sucumbido ante la propaganda yihadista y actualmente se encuentran en las filas de Siria e Iraq oscila los 2000, según afirma International Crisis Group; el contrabando de armas en las zonas fronterizas se incrementa y la amenaza terrorista se agudiza a pasos agigantados.
Primero, contra la capital tunecina (más concretamente, contra el emblemático museo de El Bardo) el 18 de marzo y, el pasado mes de junio, contra sus paradisiacas playas, cobrándose en total la vida de unas sesenta personas, en su mayoría turistas. Cabe deducir que el objetivo actual del EI (el cual ha reclamado la autoría del ulterior atentado) y otros grupos nacionales que lo apoyan (como Ansar al Sharia y Okba Ibn Nafaa, esta última constituye una prolongación del Al-Qaeda en el Magreb Islámico [AQMI]) es precisamente uno de los principales motores de la economía tunecina: el turismo. Un 7% de la riqueza de Túnez se atribuye a este sector, representando un 14% del empleo y más del 15% de su PIB, sin embargo los atentados del museo de El Bardo y Susa a mediados de marzo y finales de junio de 2015, respectivamente, constituyen un factor determinante en cuanto al devenir de este sector.
La imagen internacional de la república tunecina está caracterizándose progresivamente por la inestabilidad y la inseguridad, lo que hace peligrar su economía y, por consiguiente, la ansiada reforma sociopolítica y la estabilidad de un nuevo sistema de gobierno que causa rechazo, atendiendo a la interpretación extremista que estas facciones realizan del Islam y de la Ley Coránica. En este sentido, los partidos políticos salafistas que defienden la democracia, como es el caso de Ennahda, son considerados traidores. Asimismo, desde el año 2012 las expresiones más violentas del radicalismo islámico tunecino han atentado contra la embajada estadounidense en Túnez y contra políticos laicos (recordemos los asesinatos de Chokri Belaïd en febrero de 2013 y de MohamedBrahmi en julio del mismo año), así como contra otras fuerzas de seguridad nacionales. De todos modos, el proceso de transición democrática ha mantenido su decisión y ha continuado su curso, por lo que es posible interpretar que el turismo, dada su transcendencia en el plano económico, constituya un medio de desestabilización sociopolítica y no el fin en sí mismo.
Lamentablemente, el único sistema democrático fruto de la Primavera Árabe es, por un lado, percibido como «contaminante» para sus vecinos y, por otro lado, se encuentra lejos de constituir una prioridad para Occidente, habida cuenta de su escasez energética y la mayor atención que requieren las complejidades contextuales de otros países de la región. El gobierno de Nidaa Tounes y el presidente Béji Caïd Essebsi se enfrentan a una ardua labor a nivel nacional e internacional en el que la estabilidad de su país depende de obtener inversión extranjera y luchar contra un terrorismo que está causando estragos a corto y medio plazo. La simbólica singularidad tunecina, aparentemente olvidada de no ser por el anterior atentado de marzo, ha vuelto a ser foco de atención en los medios de comunicación ante una prueba de fuego añadida a la solidez de su democracia. De la actuación del Gobierno y del tiempo dependerá el devenir del «excepcionalismo» tunecino.
Sara González García, Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad San Pablo CEU.
Hay 1 Comentarios
Un artículo muy interesante.
Muy oportuno recordarnos la lamentable postura -una vez más- de los "paises occidentales" dejando solo a un país como Túnez que lucha por la no radicalización islámica.
Publicado por: Pilar Del Cacho | 21/07/2015 13:35:59