JOSÉ A. NOGUERA
En los actuales debates sobre la reforma de los Estados del bienestar, suena cada vez con más fuerza la necesidad de políticas predistributivas que complementen las clásicas acciones redistributivas. Pero ¿qué es la predistribución?; ¿en qué se diferencia de la redistribución?; y ¿por qué la necesitamos?
Como suele ocurrir, el tema no es nuevo. En la imprescindible conclusión a su libro de 1987 Not Only the Poor, Robert Goodin y Julian Le Grand ya discutieron la posibilidad de influir directamente en la distribución “primaria” de la renta, de forma que se hagan innecesarias muchas de las correcciones redistributivas posteriores (o distribución “secundaria”). Por no hablar de muchos socialdemócratas nórdicos y centroeuropeos de hace más de medio siglo, para quienes el Estado del bienestar era un second best, siendo la prioridad aumentar la igualdad en la distribución primaria de la renta a través de potentes sindicatos y de una negociación colectiva a gran escala y legalmente vinculante que garantizase un diferencial salarial reducido y una igualdad horizontal en las retribuciones de los trabajadores.
Sin embargo, en la discusión actual (véase como ejemplo reciente el excelente artículo de Borja Barragué, o los de José Fernández Albertos sobre el tema), coexisten dos definiciones de predistribución que implícitamente se utilizan como intercambiables, pero que son diferentes tanto conceptual como políticamente. Por un lado, la predistribución se opone a la redistribución, entendida la segunda como acción de un “Estado-Robin Hood” que toma de los ricos mediante impuestos para dar a los pobres a través de prestaciones. En este caso, la predistribución consiste en incidir sobre la distribución de la renta que realizan agentes distintos de los poderes públicos, limitando o regulando sus acciones con el objetivo de que la desigualdad se mantenga dentro de un cierto margen de variación. Bajo esta primera definición, la predistribución consiste en obligar, incentivar o capacitar a ciertos agentes sociales de modo que asignen los recursos de la forma deseada, en vez de extraerles parte de esos recursos para reasignarlos mediante políticas de gasto público. El foco aquí se pone en el agente que asigna los recursos.
Pero por otro lado, la predistribución se define a veces como una intervención que actúa más sobre las causas que sobre las consecuencias de la desigualdad y la pobreza, una especie de acción preventiva o ex ante, frente a una redistribución que consistiría en acciones curativas o ex post, una vez las situaciones de necesidad o desventaja ya se han producido. La cuestión es que este eje definidor es independiente del primero, tanto conceptual como empíricamente: aquí el énfasis no está en el agente distribuidor, sino en el objeto de la acción distributiva. Cruzando ambos criterios, es posible identificar numerosos ejemplos de intervenciones en los cuatro cuadrantes, como la siguiente tabla muestra:
Es curioso que en las actuales discusiones a menudo se incluyan bajo el rótulo de “predistribución” medidas de todos los cuadrantes menos del superior derecho (acciones ex post del Estado), con lo cual se están utilizando indistintamente dos criterios definitorios diferentes. Quizá fuese más elegante teóricamente reservar el término para los dos cuadrantes inferiores, a saber, para aquellas medidas en las que el Estado no distribuye directamente, sino que obliga o estimula a otros agentes a asignar recursos de la forma pretendida. En realidad, las medidas del cuadrante superior izquierdo (acciones ex ante del Estado), más que de predistribución son de inversión social pública: previenen la desigualdad, en vez de compensarla una vez producida, pero redistribuyendo, no predistribuyendo; en el fondo lo que hace el Estado en esos casos es utilizar los recursos obtenidos mediante la recaudación fiscal para gastarlos en beneficio de determinados colectivos, esto es, una clásica redistribución mediante impuestos y prestaciones de diverso tipo.
El caso inverso es el de medidas que rara vez se clasifican como “predistributivas”, pero que merecerían tal calificativo bajo cualquiera de los dos criterios de definición. Un claro ejemplo son las cotizaciones sociales sobre los salarios que el Estado obliga a pagar tanto a trabajadores como a empresas: serían “predistributivas” tanto con el criterio de asignar renta ex ante, para prevenir futuras situaciones de pobreza (predistribución en el ciclo vital), como también bajo el criterio de que se obliga a un agente privado (las empresas) a deducir parte del salario de los trabajadores e ingresarlo en un “fondo” para pagar las pensiones. Sospecho que si no suelen ser consideradas como “predistributivas” es porque son intuitivamente percibidas como un tipo de política social “tradicional”, lo que da cuenta de cómo a veces los conceptos que utilizamos en ciencias sociales se ven condicionados por criterios de definición no explícitos.
Definir la predistribución con el criterio del agente, y no del objeto, tiene ventajas analíticas, pues apunta a un mecanismo claro e identificable en la acción pública (actúa el Estado mediante impuestos y prestaciones, u obliga a actuar a otros), a diferencia de lo que ocurre cuando ponemos el foco en el eje causas vs. consecuencias de la desigualdad, pues éstas pueden ser empíricamente difíciles de distinguir y estar entrelazadas en procesos recurrentes y complejos.
Pero las implicaciones de este ejercicio de clarificación son también políticas: primero, porque el criterio del agente está conectado con la presencia o ausencia de costes presupuestarios importantes para el Estado. Segundo, y sobre todo, porque captura mejor la intención normativa que anima a los defensores de la predistribución: responsabilizar de la justicia social no sólo a los poderes públicos sino al conjunto de actores e instituciones, formales o informales, que asignan recursos económicos en nuestra sociedad, rompiendo así con el planteamiento liberal de que todos los agentes sociales pueden actuar distributivamente como les plazca, pues ya vendrá el Estado, con el esfuerzo que haga falta, a arreglar el eventual desaguisado.
Trasladado al contexto penal, ese argumento diría algo así como: que el Estado nos deje delinquir a gusto, siempre y cuando luego venga a reparar y prevenir daños por nuestras acciones delictivas. Obsérvese que muchos argumentos en sede judicial y parlamentaria de quienes han abusado de su posición de poder económico y político en los últimos años iban por ese camino: “el supervisor me lo permitía”, “era legal”, “que hubieran cambiado las leyes”, se decía. Este planteamiento asume que la responsabilidad de que exista pobreza y desigualdad es siempre y únicamente del Estado porque no actúa para prevenirla y compensarla. Hacer política predistributiva es discrepar de ese planteamiento, defender que la responsabilidad es también de los agentes sociales, del mercado y de las familias, y regular en sentido igualitarista las prácticas distributivas de todos ellos. Si algo nos ha enseñado la historia del Estado del bienestar es que desplazando toda la carga de la justicia social hacia los poderes públicos, los progresos distributivos que se puedan conseguir no serán sólidos ni estables en el tiempo.
José A. Noguera, Universitat Autònoma de Barcelona. Colaborador de la Fundación Alternativas.
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