JOSÉ ENRIQUE DE AYALA (*)

Abdelhamid Abaaud, en una foto difundida el pasado febrero.
Apenas han pasado cuatro días de los terribles atentados de París, y aún no salimos de esta sensación de estupor, rabia, desolación y tristeza que han dejado los asesinos yihadistas, una vez más, en todas las personas civilizadas. Este no ha sido el primer atentado en Francia (Toulouse, marzo 2012. París, enero 2015), ni el más grave cometido en Europa (Madrid, marzo 2004). Pero lo peor es que todos sabemos que muy probablemente no será el último ¿Qué hacer? ¿Cuál es la receta para evitar que se repita? ¿Cómo combatir esta insidiosa amenaza que asesina despiadadamente a los más inocentes en el momento más inesperado? Tras las protestas de unidad de partidos políticos, países, y organizaciones, no es difícil empezar a ver ya las primeras señales de división, que muy probablemente se agudizarán a medida que las lágrimas se vayan secando y den paso a la realidad del inmenso trabajo que tenemos por delante. Es necesario que hagamos, al menos en Europa, una reflexión colectiva sobre el camino a seguir, porque solo teniendo las ideas claras y actuando unidos tendremos alguna posibilidad de éxito.
En primer lugar, el auge del yihadismo tiene unas raíces profundas que sin duda es necesario abordar con determinación, tanto en el interior de Europa como en el exterior, si queremos encontrar una solución definitiva y duradera al problema. En el interior, hay que atacar una de las causas de la radicalización, como es la marginación social, cultural y económica de buena parte de los jóvenes musulmanes que viven en las sociedades europeas, mediante un esfuerzo de integración y mejora de sus condiciones de vida, así como un impulso educativo para contrarrestar la propaganda radical, apoyando política y financieramente a líderes religiosos y políticos musulmanes de carácter moderado. En el exterior, es imprescindible también poner en marcha medidas de carácter político y económico ayudando a los países en los que se desarrolla, o que pueden verse afectados, a poner en marcha programas educativos y culturales, a mejorar la eficacia de sus servicios de seguridad y a incrementar el intercambio de inteligencia y las medidas de prevención. Hay que intentar llevar a las naciones en las que florece el yihadismo hacia la paz, la democracia, la libertad y la prosperidad, aunque sea extremadamente complicado y costoso, porque ese será el mejor antídoto. La alternativa que se nos presenta a los europeos en el siglo XXI es clara: o arreglamos el mundo que nos rodea, o ese mundo nos devora
No obstante, la acción política y económica solo dará sus frutos a largo plazo. Mientras tanto, tenemos el derecho y el deber de defendernos. No podemos dejarnos matar invocando la democracia. Pero, atención, los que tienen la responsabilidad de dirigir esa defensa están obligados a actuar con serenidad, venciendo la fácil tentación de los himnos, las banderas y los llamamientos a la guerra. Las decisiones tomadas en caliente pueden conducir a errores graves. El miedo y la ira no son buenos consejeros, ni el campo de la política, ni menos aún en el de la seguridad.
Nuestra única defensa inmediata es prevenir los atentados mediante la activación de redes de inteligencia suficientemente extensas y eficaces, capaces de obtener y procesar información proveniente de barrios de población mayoritariamente musulmana, mezquitas, cárceles, páginas web, círculos islamistas radicales, de modo que cualquier movimiento preparatorio, creación de células, adquisición de armas o infraestructura, pueda ser detectado a tiempo. Es imprescindible, además, un seguimiento estrecho de los principales sospechosos, especialmente de los retornados de conflictos. Todo ello requiere dotar a los servicios de inteligencia y a las fuerzas de seguridad de los recursos humanos y materiales necesarios para que puedan llevar a cabo este trabajo sobre una población, y unas listas de sospechosos, cada vez más amplias. Esta línea de acción ha cosechado ya muchos éxitos, evitando posibles atentados, en varios países europeos, entre ellos España. Hay que insistir en ella y reforzarla, mediante una colaboración exhaustiva, sin reservas, entre todos los países europeos, y con otros fuera del continente, incluidos los árabes que se presten a ello.
Es necesario, no obstante, ser extremadamente rigurosos al manejar el binomio libertad/ seguridad. La aprobación de medidas extraordinarias que afecten a los derechos individuales debe limitarse a lo estrictamente imprescindible, y solo si se prueba su eficacia. Aún asumiendo un cierto nivel de riesgo, no podemos permitirnos perder o limitar nuestra privacidad o nuestras libertades, que es lo más valioso que tenemos y precisamente lo que los terroristas atacan.
Paralelamente, hay que combatir el yihadismo allí donde surge y se desarrolla, pues los atentados en nuestro territorio son una consecuencia de lo que está sucediendo en países árabes o musulmanes azotados por este fenómeno, cuando no responden directamente a órdenes provenientes de ellos. El yihadismo se extiende por una amplia zona geográfica que va desde Nigeria y el Sahel (Mali), pasando por el norte de África (Libia), hasta Oriente Próximo (Siria, Irak), Yemen y Somalia. Es el principal riesgo para nuestra seguridad y debe ser combatido por todos los medios, incluidos los militares, hasta neutralizarlo, siempre que sea posible en cooperación con los Gobiernos legítimos de los países afectados, como ya se hace en Mali e Irak.
En lo que se refiere al autodenominado Estado Islámico (EI) o Daesh, que constituye sin duda la mayor amenaza en la actualidad, hay mucho trabajo por hacer en cortar su financiación, que procede sobre todo de la venta de petróleo (en su mayor parte en Turquía), y de las donaciones procedentes de países árabes y musulmanes, que pueden ser interceptadas con un seguimiento de las cuentas a través de las que circulan, y en tratar de impedir el suministro de armas que proviene en parte del tráfico ilegal internacional. Con todo, no cabe contemporizar con tan brutal fanatismo ni esperar un cambio milagroso en su actitud, por lo que, al final, será la solución militar la que termine por imponerse. Será necesario primero consolidar una gran coalición que incluya a EEUU, la UE, Rusia, y a los tres actores regionales más importantes: Turquía, Arabia Saudí e Irán, que se pongan de acuerdo en la transición política en Siria, y consigan detener, o al menos congelar, la guerra civil. Una vez logrado este acuerdo, todos los esfuerzos podrán dirigirse a extirpar el cáncer del EI, que a todos amenaza.
La dirección y ejecución de los combates contra el EI debe recaer en los propios sirios, coordinados con los iraquíes, y en los países de la región. Las imprescindibles botas sobre el terreno deben pertenecer a soldados musulmanes, y preferiblemente suníes (turcos, saudíes, kurdos), porque solo una acción militar de fuerzas suníes contra el EI puede ser vista por el mundo musulmán como exenta de toda intención partidista, y dar una verdadera dimensión de lo que el yihadismo armado representa realmente, por encima de las creencias. Los países occidentales se han mostrado hasta ahora reticentes a enviar tropas, y así debe seguir, a no ser que no exista ninguna otra solución y la situación se descontrole, puesto que su presencia se vería como una nueva intervención occidental de carácter colonial en la región y daría alas a la propaganda yihadista, presentando su causa como una defensa del islam. No obstante, no debería descartarse la posibilidad de enviar asesores militares y técnicos para apoyar a las fuerzas que combatan al EI en capacidades en las que sean deficitarias, incluso la utilización de pequeños grupos de operaciones especiales, empotrados en unidades de primera línea para dirigir los ataques aéreos que son muy poco efectivos sin este apoyo. Y por supuesto, se debe prestar, en coordinación con Rusia, el apoyo aéreo necesario. Aún en estas acciones aéreas, que no suelen ser muy precisas, sobre todo en núcleos urbanos, es necesario ser extremadamente cuidadosos. Si se bombardea a poblaciones civiles, por negligencia o por error, las bombas sembrarán la semilla de nuevos terroristas.
No podemos permitirnos actuar emocionalmente. La venganza es el argumento de los yihadistas. Pero no puede ser el nuestro. Primero, porque no es éticamente aceptable, pero – sobre todo – porque no es eficaz, sino que produce una realimentación perversa de la violencia, en una escalada que cada vez causará más víctimas, entre ellas las nuestras. Las intervenciones militares deben ser como las quirúrgicas: solo es asumible el daño que sirve para evitar otro mayor. Lo demás, es odio. Y el odio siempre se vuelve contra el que lo siente.
Sí, tenemos derecho a defendernos, y a utilizar para ello todos los recursos necesarios, empezando por los políticos, siguiendo por los policiales y de inteligencia, y terminando por los militares si es preciso. Pero siempre con acciones proporcionadas, reflexivas, eficaces, y sin perder nuestros principios y valores, que son la esencia de nuestra civilización. Si los perdemos, si actuamos como ellos, esa sería nuestra peor derrota.
José Enrique de Ayala es miembro del Consejo Europeo de la Fundación Alternativas