PALOMA ROMÁN MARUGÁN (*)
José Torres Hurtado (PP) ha sido el último alcalde en dimitir
Tengo la impresión que el término dimisión es uno de los que más se oyen últimamente, y menos se comprenden. Una suerte de leyenda urbana sostiene que en España no se dimite como en otros contextos democráticos más consolidados; que este hecho tiene mucho que ver con una cultura política autoritaria heredada del franquismo. Y que entre ese legado, y el condicionante mediterráneo que identifica a los pueblos meridionales como aquejados de falta crónica de dimisiones, pues que esto no está bien, y que no sabemos para cuándo cambiaremos y nos homologaremos con los espíritus anglosajones y septentrionales que de esto nos dan tantas lecciones.
Dándole vueltas al asunto, rápidamente surge la necesidad de aclarar conceptos y, lo más importante visto lo visto, desentrañar confusiones fruto tanto de la ignorancia, como del interés de cada uno, lo que produce una mezcla bastante explosiva. Hay que empezar reconociendo la existencia de uno de los elementos más turbadores en este panorama que denunciamos, que es la presencia de la corrupción como un faro, más fijo que intermitente, en nuestra ración diaria de información ciudadana. No se puede ahondar aquí y ahora en un fenómeno tan complejo como el mencionado; sólo recordar que la corrupción y su percepción dependen de los estándares sociales, y que su clasificación conocida por colores (blanca, gris o negra) hace que las conductas afectadas recorran un espectro que va desde la comprensión, a la mirada cómplice, o a la condescendiente, hasta el grueso del código penal. Esta larga línea dificulta mucho la apreciación adecuada de lo que realmente significa dimitir en el sentido de asunción de la responsabilidad política que es de lo que se trata.
Los políticos son personas como nosotros hasta un cierto punto. Cuando son elegidos con nuestros votos, como nuestros representantes, y en virtud del juego parlamentario, algunos incluso forman parte del poder ejecutivo y dirigen la política nacional e internacional de nuestro país, se instalan en una estructura de privilegios para poder llevar a cabo su cometido; luego dejan de ser exactamente como nosotros por el tiempo que dure su dedicación. Por tanto, se hacen deudores nuestros y han de actuar con provecho, probidad, competencia y eficacia por el bien común –o al menos intentarlo-; nosotros depositamos en ellos una confianza que deben respetar; por todo ello también, deben conducirse con ejemplaridad, actuando como los mejores de nosotros tanto en el mejor desempeño de su tarea concreta en términos técnicos como morales: en una palabra como los más aptos.
Todo ello sin olvidar su falibilidad, en definitiva, su humanidad; sus errores, o bien que andando el tiempo se den cuenta que no están capacitados para el cargo que aceptaron; todo eso lo sabemos, y lo comprendemos: ha llegado el momento de irse, de dimitir, antes de que esa situación se prolongue indebidamente en el tiempo y es mucho peor para el interés general. Recapitulando, se habla de dimisión de un cargo público, designado o electo, cuando fundamentalmente, algo que se descubre, quiebra aquella confianza que se citó con anterioridad, y se realiza de ese modo un ejercicio de responsabilidad política.
Pero aquí es donde comienzan los problemas que complican la situación, porque lo dicho en el párrafo anterior no se entiende o no se quiere entender. A partir de aquí, se inicia una especie de ceremonia de la confusión, donde entre otros laberintos, está aquel que confunde la responsabilidad política con la responsabilidad penal.
Por la extensión de estas líneas, no se puede entrar en si es deliberada o fortuita, pero ahí está incontestable, creando un bucle de confusión severo. La responsabilidad penal, ligada a la comisión de un delito, es general de todo ciudadano; la responsabilidad política es solo para los que ejercen un cargo público en cualquiera de sus variantes.
La política es el ámbito de la toma de decisiones entre alternativas, por tanto puede caber una u otra; se calculan cuestiones como la oportunidad y la discrecionalidad; y ahí por lo menos, está el punto que luego habrá que valorar. Cuando hay una sombra de duda sobre algún asunto, se dicen frases que, dan la impresión de que han copiado cien veces como en el colegio: soy inocente, todo lo que hecho es legal; luego si las cosas se complican, es cuando aparece aquello de no me consta, o no me acuerdo bien, o para llegar al punto de no retorno, que es no me acuerdo y punto.
Este aturdimiento crea un reduccionismo perverso, que acaba equiparando dos cosas que en nada se parecen. La función principal del ejercicio de la dimisión como expresión del ejercicio de la responsabilidad política es que uno valora que no está en condiciones óptimas para seguir al servicio del bien general; solo se trata de retirar aquella confianza de la que hablábamos antes.
En definitiva, hay que corresponder con respeto a los ciudadanos; es una práctica honrosa, que no debe significar la muerte política de quien la ejerce; es un comportamiento ejemplar para otros y para todos; y vista de este modo, es una sanción suficiente, ya que sin duda supone un traspiés profesional y un desgarro personal, pero dignifica. Se responde por un error, por un fracaso, por una incompetencia, a veces ni siquiera son propios. Pero todo esto aquí no se entiende de esta manera, como es notorio.
Pero también porque el político en trance de dimitir no está solo; está su partido, y están los dirigentes de su partido; y por supuesto, está la oposición. El papel de esta es relativamente sencillo y comprensible; pero el de los anteriores es complejo. A veces, el interesado quiere dimitir pero no es el momento para su organización en general, o para sus líderes en particular; con el agravante de la situación puede cambiar, y resultar rentable que se vaya, y entonces todo se precipita. Por ello, los partidos políticos tienen una enorme responsabilidad/culpa en todos estos asuntos que estamos tratando aquí. Como se dice en la calle, todo esto se lo tienen que mirar por el bien de todos, y desde luego por el de ellos mismos.
(*) Paloma Román Marugán es doctora en Ciencias Políticas