RAÚL OLIVÁN CORTÉS (*)
La Colaboradora, coworking 2p2 de Zaragoza
Era viernes por la noche, a finales de septiembre, en medio de un cóctel en la terraza de una nave transformada en un coworking -esos espacios donde se comparte sitio de trabajo entre pequeñas empresas y autónomos-, rodeado de gente cool, entre los que abundaban jóvenes con aire interesante, con su ropa a la última moda y mochilas de diseño nórdico. Me llamaron mucho la atención todas esas mochilas bonitas hechas de materiales reciclados, en cuyo interior, pensé mientras observaba a aquellos jóvenes cargados de futuro, debían de llevar todo lo necesario para cambiar el mundo.
El coworking se llamaba Nova Iskra y estaba en Belgrado, Serbia, pero con su estética industrial, con esa nueva arquitectura que pone en valor las cicatrices de los edificios, con sus sillas vintage y sus pizarras llenas de postits de colores, podría haber sido cualquier espacio de Nueva York, Shenzhen, Helsinki, Madrid o Buenos Aires. Tuve la misma sensación que cuando te encuentras en un McDonalds en cualquier metrópoli del mundo, aquel coworking era un espacio global y aquellos jóvenes eran individuos globales.
De hecho, se trataba de un centenar de representantes de coworkings de toda Europa, y el cóctel era la guinda a una jornada intensa, en la que habíamos estado trabajando para lanzar una Red Europea de Hubs Creativos (ECHN por sus siglas en inglés). Un hub es un dispositivo electrónico que sirve como puerto de conexiones, y que resume muy bien el objetivo de los coworkings creativos. Este tipo de espacios han brotado como setas por todas las ciudades de Europa en lo últimos cinco años, y la UE, que en ocasiones nos sorprende con señales de vida inteligente, ha estado ágil detectando el fenómeno e impulsando una estrategia de cooperación y desarrollo, como parte de los planes globales de transición hacia una economía del conocimiento.
No en vano, estos hubs creativos se han convertido en los principales muelles urbanos de talento, atrayendo a profesionales muy especializados y a prometedoras startups -empresas de rápido crecimiento-, que encarnan de forma paradigmática el relato de la cuarta revolución industrial. Son los nuevos knowmad (conocimiento + nómada, un juego de palabras en inglés) es decir, nómadas globales cuya fuerza de trabajo se basa en la explotación de su propio conocimiento. O emprendedores de sí mismos, en su versión más crítica, como los retrata Jorge Moruno, en su ensayo La fábrica de emprendedores, aportando una mirada demasiado parcial de un fenómeno que está lleno de potencialidades positivas. En lo que sí que acierta Moruno, desde mi punto de vista, es en el diagnóstico: el caldo de cultivo de estos hubs son los millones de jóvenes con muchísima formación bloqueados generacionalmente. Como Pepe Peralta, el arquitecto malagueño de veintipico años que se había marchado a Rumanía a montar su propio coworking, y que aquella noche me contó su periplo vital.
Sea como fuere, la realidad ahora es que toda ciudad que aspire a ser creativa, ese concepto ya rancio que lanzó Richard Florida hace una década, debería de contar con muchos hubs en sus barrios. Número de hubs como índice de desarrollo económico urbano. Londres por ejemplo, suma ya más de 800, para que se hagan una idea de la dimensión del fenómeno. Aún me acuerdo cuando un periodista me preguntó si dos coworkings en Zaragoza no sería mucho.
El impacto de estos espacios ha sido tan grande en algunas ciudades que algunos urbanistas críticos, los han culpabilizado por haber estado al servicio de procesos de especulación. En la narrativa de la gentrificación (el desplazamiento de los vecinos tradicionales por la subida de los precios de los pisos, como consecuencia de que un barrio se ponga de moda, como los conocidos casos de Malasaña en Madrid, el Born en Barcelona, Prenzlauer Berg en Berlín o el Lower East Side de Nueva York) el coworking, junto a las tiendas de diseño, los apartamentos tipo loft y los supermercados vegetarianos, han jugado -a su pesar- un papel protagonista. El joven hípster (la tribu urbana que engloba difusamente esa estética que relataba antes) llegando en bici al hub creativo tiene la erótica y el atractivo del bohemio del siglo pasado. Ahí está el caso del Creative Edinburgh, que ha desencadenado una revalorización tan espectacular de su entorno, en los muelles de Leith (Edimburgo), que ha acabado por gentrificarse a sí mismo, y como ahora ya no pueden pagar la renta de su propia sede, están obligados a mudarse. Procesos que en su versión más nociva pueden llegar a convertirse en una disneyficación de la ciudad, el concepto con el que David Harvey identifica a aquellas ciudades que están perdiendo su identidad, desbordadas por un turismo voraz que pone en peligro la sostenibilidad del modelo a medio y largo plazo, como está sucediendo en Barcelona.
Pero para mí, este retrato, en lo que concierne a los hubs y coworkings en general, está demasiado caricaturizado. El fenómeno es mucho más amplio, tiene dimensiones mucho más complejas y genera bondades indudables. Más allá de los modelos, estos hubs creativos, que basculan entre los ejes público-privado, innovación social-emprendimiento y artesanía-tecnología, comparten un denominador común que les aporta muchísimo valor: La comunidad.
(*) Raúl Oliván Cortés es director de Zaragoza Activa y mentor en Innovación Ciudadana (SEGIB)
Hay 1 Comentarios
Es todo reto global el poder ir reconstruyendo nuestras ciudades postindustriales en algo que sea más inclusivo y que realmente comporte beneficios para el conjunto de la población, es un reto que tenemos por delante y que seguro que conseguiremos si el trabajo se realiza de forma conjunta.
Publicado por: Ciudades 30 | 09/01/2017 19:41:08